domingo, 5 de diciembre de 2010

Stone Temple Pilots en el Luna Park

Me vino bien esta dosis de adrenalina. Después de la delicadeza pop de Belle and Sebastian, la intensidad de Benjamin Biolay y la destreza técnica de Jeff Beck, necesitaba la presencia de cuarto tipos arriba del escenario que me recuerden que el rock a veces es contar hasta tres y dejarse llevar por guitarras endiabladas y por una potencia arrasadora. Cuatro tipos que además son mucho más que eso, pero en la previa eso es garantía de lo que uno puede llegar recibir desde arriba del escenario. Que pueden haber sido mi último show del año (aunque nunca se sabe….), y que si se trata de hacer balances, la energía que Stone Temple Pilots desplegó anoche en el Luna Park, fue el mejor cierre para un 2010 bien movido.
En el Luna Park se han tomado demasiado en serio el tema de la seguridad. El ingreso fue extremadamente lento, por la única culpa de una requisa tan exhaustiva como inútil: cuando uno va a ver a Stone Temple Pilots, va más dispuesto a morir que a matar a alguien. Pero ese tiempo de espera me llevó a detenerme en la variedad del público que congrega STP. Bastaba con concentrarse en las remeras para confirmarlo: Dream Theater, Pearl Jam, Nirvana, Ramones, Pixies, Led Zeppelin, Miles Davis, Indio, y Catupecu lucían en los pechos de chicos y chicas que esperaban ansiosos el inicio del recital. Hasta Don Juan Manuel de Rosas estampaba el pecho de un muchacho, tal vez atraído por el rojo punzó y la “V” peronista de la tapa del último disco.
Cualquiera que conozca a la banda puede imaginar lo que fue el show si yo le cuento que los tipos de subieron al escenario en silencio, con Scott Weiland con un megáfono en su mano y arrancaron el recital con “Crackerman”. El riff es irresistible, la banda suena compacta, la marea humana en el campo no sabe si saltar o volar. En seguida la cosa se puso espesa con “Wicked garden”. Can you see just like a child? Can you see just what I want? Can I bring you back to life? Are you scared of life? De acuerdo, entonces lo mejor que podrías haber hecho es estar ahí abajo saltando con los STP. Un arranque implacable y clásico que encima tiene a “Vasoline” como continuidad, con la gente coreando el estribillo y sacudiendo sus brazos a más no poder. Y encima “Heaven and hot rocks”…..demoledor es poco. Aún cuando desde las cabeceras el sonido no es recibido todo lo claro que a uno le gustaría, pero es el Luna Park y al menos yo, ya estoy curado de espanto.
A esa altura mi celular vibró con un SMS de mi hija que me puso eufórico. “Gol de Pavone en el último minuto!”. Y Scott por un momento se vuelve hincha de River, y a tono con mi exaltación anuncia una canción del nuevo disco, que no fue otra que su tema de apertura “Between the lines”. Desde su regreso en 2008, STP había demostrado que estaba en buena forma, pero siempre quedaba la duda de cómo ese estado se plasmaría en nuevas composiciones. Y el disco de este año resultó una confirmación, una reafirmación de identidad. No es casual que lo hayan llamado igual que la banda, porque es un resumen perfecto de todas las variantes que Stone Temple Pilots tiene para ofrecer. Y entonces a continuación la banda nos deja el glamoroso “Ickory dichotomy” como prueba de esta diversidad. Scott Weiland camina el escenario y se trepa a las tarimas. Se muestras exaltado, transpira, y su vestuario (pantalón negro, camisa blanca, corbata suelta y chaleco negro) lo hace aparecer en las pantallas como un abogado celebrando en after hour un arreglo ventajoso. Dean De Leo cambia de guitarra para cada tema y luce prisionero de una campera de jean que alguien le va a tener que avisar que ya le queda chica. Su hermano permanece a la izquierda del escenario concentrado en machacarnos el cerebro y a Eric Kretz apenas puede vérselo detrás de su batería, pero su pulso marca el ritmo de los corazones abajo del escenario.
Después de ese arranque arrollador, la banda decidió poner un freno. “Still remains” le entregó algo de country a la noche y los coros beatlescos de “Cinnamon” nos pusieron a cantar optimistas. Y como una necesidad de reafirmar su origen en los ’90, el slide de Dean nos introdujo en una versión de altísima intensidad de “Big empty”. Jugueteando con las cuerdas la guitarra anticipó el inicio “made in Page” de “In my darkest hour”, pero la cita a Zeppelin vino por otro lado: una versión de “Dancing days” que honestamente me dijo poco; creo que le faltó fuerza a la guitarra. Esa debilidad se corrigió con “Silver gun superman”. En ese momento la gente se puso a corear el infaltable, por estas tierras, “….Temple Pilots es un sentimiento, no puedo parar…” mientras las remeras giraban por encima de las cabezas y la banda conmovida respondía en tiempo de blues que lentamente derivó en una dupla que si bien estaba prevista en el setlist, pareció un regalo ante tanta pasión: “Plush” e “Interestatal love song”. Sí, juntas! Pegadas una a la otra resultaron el final para muchas gargantas que no se cansaron de seguir a Scott en los estribillos, en lo que fue el punto culminante del show.
Cómo salir victoriosos después de ese momento? La respuesta es el rock, responde STP, que con su “Huckleberry crumble” suena como…..Velvet Revolver! “Down” nos trajo a la banda en su versión más pesada, y en el repaso parejo por su discografía (solo dejaron a fuera a “Shangri-la dee la” en el recorrido de anoche) cerraron el show con “Sex type things”; “I konw you want what’s on my mind. I know you like what’s on my mind. I know it eats you up inside. I know. You know, you know, you know”. Quedó claro Scott. Vaya si quedó claro.
La vuelta se pareció visualmente al comienzo del concierto. La banda acomodándose en sus lugares mientras Weiland avanza hacia el borde del escenario con un megáfono en la mano. Desde la bocina se escucha el “I’m smelling like the rose that somebody gave me on my birthday deathbed”, tremenda sentencia que da inicio al “Dead & bloated”. Los Stone Temple Pilots más oscuros y trágicos. No casualmente el tema que reemplazó a “Dead…” en algunas fechas de la gira fue “Creep”; bien claro queda cuál es el tono que STP quiere darle a ese momento del show. Y el final definitivo para una noche eufórica tenía que estar a la altura. Y “Trippin’ on a hole in a papel heart” no solo resulta ideal, sino que después de sus innumerables desintoxicaciones y recaídas, el grito “I'm not dead and I'm not for sale” en boca de Scott Weiland tiene un significado doble. Porque representa a la perfección tanto su s convicciones y su actualidad, así como las de su banda. Que siguió estirando su música mientras la gente no paraba de saltar en un Luna Park que excepto por algunos claros en las plateas (otra vez los precios…) desbordaba de un público extasiado. Y que con los brazos en alto aplaude a unos tipos que entregaron todo, y que no solo son concientes de eso, sino que no ocultan su buen humor lanzando palillos, púas y hasta un frisby hacia la gente, mientras Scott y Dean improvisan un tango bailando hacia uno de los lados del escenario. Rápido se tuvieron que encender las luces y expeditivos fueron los asistentes en subir a apagar los equipos. Tenía que ser así, porque ante la menor duda, no nos íbamos más.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Jeff Beck en el Luna Park

Vi a Eric Clapton en el ’90 y Jimmy Page en el ’96, así que verlo a Jeff Beck en vivo significaba llenar una página en el álbum de figuritas. Y no una página cualquiera, porque desde que empecé a escuchar rock, la trilogía de violeros de los Yardbirds viene a ser como el ABC de la guitarra eléctrica. Con ese espíritu llegué al Luna Park mientras la radio me traía entre interferencias los manotazos de Carrizo sosteniendo el 1-0 en Nuñez. La angustia concluyó con el pitazo del Pezzota allá, que fue acompañado por una gran ovación en el Luna. Tanta gente escuchando a River? No. Ricardo Mollo entraba a la platea y era saludado desde todos los ángulos mientras algunos lo abordaban para las fotos. Aún con precios bastante altos (se va haciendo costumbre esto) el estadio presentaba una buena imagen, y los pocos asientos vacíos de la platea más cara fueron ocupados por el público de las laterales ni bien se apagaron las luces.
Los músicos se fueron acomodando en el escenario y el inicio del show fue con “Plan B”, de su anteúltimo trabajo llamado simplemente “Jeff” (2003). Allí empezó a verse y oírse en cuentagotas todo lo que vendría después: Jeff estira las cuerdas levemente, su Fender blanca remite al sonido del blues rural mientras una base potente empieza a dejar en claro que la figura gigante del guitarrista no va a opacar a ese bajo y esa batería. Cuando me enteré que venía Beck, pero sin Vinnie Colaiuta ni Tal Wilkenfeld, tengo que reconocer que me sentí algo decepcionado. El nombre de Narada Michael Walden resultaba una garantía, pero me intrigaba cómo el estilo de Rhonda Smith (con diez años de Prince sobre sus hombros) podía acoplarse al del británico. Y si en ese primer tema ya había indicios de cómo iba a funcionar el combo, la versión de “Stratus” de Billy Cobham, terminó por confirmarlo. Allí apareció el Beck más progresivo, con un sesgo jazzero pero sin abandonar su impronta rockera. Los teclados a cargo de Jason Rebello cobraron un protagonismo mayor y el Luna Park tomó temperatura. Entonces uno de mis sueños se hizo realidad: con Walden en la batería no podían ignorar a “Wired”, el discazo que en 1976 grabaran juntos, y allí apareció en riff de “Led boots” para gloria de todos los presentes.
A diferencia de otros guitar hero que tuve la suerte de ver en vivo, Jeff Beck sobresale por su humildad porque jamás peca de virtuosismo exagerado. Es más, ninguno de sus solos se prolonga más de la cuenta, y funcionan como parte de las composiciones, que nunca van más allá de los cinco minutos. Apenas algún juego con la platea, apelando a los “yeah!” en los cortes, pero no más que eso. Y en esa sencillez, economizando sus virtudes y poniéndolas al servicio de la música, es lo que lo hace más grande. No hay poses ampulosas ni gestos exagerados. Apenas un guitarrista sensacional que disfruta con lo que hace, que no deja de mirar con admiración a sus músicos en cada intervención solista y deja la leyenda de lado para concentrarse en el presente. Un maestro en todo sentido.
El concierto tuvo algunos altibajos. “Emotion & commotion”, el disco que Jeff Beck vino a presentar tiene muchos temas con cantantes invitados, y que por lo tanto ayer no iban a escucharse. Pero también incluye algunos clásicos, que aún tocados con maestría, aportan poco y hasta le bajan un poco el clima al concierto. Me refiero a las versiones de “Corpus Christi Carol” o “Somewhere over the rainbow”, en las cuales Beck toca demasiado “limpio” para mi gusto. De todas maneras, estos momentos estuvieron bien dosificados y el show nunca cayó en la solemnidad que la continuidad de estas interpretaciones podría haber provocado. La rockerísima “Hammerhead” fue otro punto alto de ese primer tramo, con Jeff sacándole provecho al máximo al wah wah, y hubo lugar para “Mná na heireann”, un tradicional irlandés que supo tener versiones de de Kate Bush, entre otros intérpretes. Acto seguido, Jeff Beck se arrimó por primera vez al micrófono (solo se comunicó con el público mediante gestos de agradecimiento) para presentar el solo de Rhonda Smith, que mientras tanto golpeteaba su bajo con la yema de sus dedos simulando el galope de un caballo alejándose. Y después de escucharla confieso que a Rhonda Smith no la cambio ni por Tal Wilkenfeld muerta y resucitada tocando en bajo la 5º sinfonía de Beethoven con el lóbulo de la oreja en el patio de casa. Porque más allá del solo en sí, todo lo que Rhonda venía perfilando tiene en ese momento culminante un estallido de virtuosismo, haciendo uso y abuso de la técnica del slap con maestría, aportando un swing avasallante que deja perplejos a todos y que consigue que por primera vez en la noche, la platea se ponga de pie a la hora de los aplausos.
El solo de Rhonda cambia en absoluto el rumbo del concierto. A partir de allí Jeff Beck toca más suelto, y la banda toda se desata, apoyándose en un repertorio que también ayudó a que esto suceda. Primero “You never know”, de “Theres and back” (el disco que incluye “El becko”, clásico que no tocó anoche), después el “Rollin’ and tumblin’” de Muddy Waters, con Rhonda en la voz (sí, además también canta), y “Big block”, un blues bien pesado traído desde “Guitar shop”.
Hacia el final, Jeff Beck eligió rescatar “Who else”, su gran álbum de fin de siglo. Aquel de los experimentos con las bases electrónicas, aunque anoche hubo poco y nada de eso. Primero fue “Blast from the east”. Seguido el slide exquisito en “Angel (footsteps)” de Tony Hymas, y tras una potente versión de “Dirty mind” (este tema es del sucesor “You had it coming”) con solo de batería de Walden, Beck volvió a “Who else” con “British with the blues”. El cierre fue con “A day in the life”, que contrapone la deliciosa armonía en las cuerdas de Jeff Beck, con la furia anárquica del intermedio, para, como en el original Beatle, volver a la calma plácida de la melodía del inicio.
Los bises resultaron raros, porque fueron de mayor a menor. Arrancaron con “Y want to take a higher”, el clásico de Ike & Tina Turner, con Rhonda Smith en voz nuevamente, consiguiendo un clima de éxtasis como no habían alcanzado antes. La banda es puro rhythm and blues, los coros se repiten a modo de exaltación gospel, mientras Beck sangra oídos con su guitarra punzante. Para “How high the moon”, Jeff se calza la Les Paul negra por única vez para homenajear su creador, y el concierto cierra en clima triunfante con la versión de “Nessun dorma”, el aria final de la opera “Turandot” de Giacomo Puccini, incluida en “Emotion & commotion”. Finalmente Jeff llamó a su banda, y tan humildes como entraron se despidieron abrazados en el típico saludo de una banda hacia su gente, haciéndonos olvidar que anoche fuimos a ver al Luna Park a un solista virtuoso de la guitarra. En ese saludo final reside el verdadero secreto de por qué esos músicos sonaron como sonaron; como los mosqueteros de Alejandro Dumas, la respuesta está en el “todos para uno y uno para todos”. Y es esa imagen final la que termina por explicar porqué Jeff Beck sigue siendo tan grande.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Benjamin Biolay en Samsung Studio

A veces a la gente le gusta hacer las cosas complicadas. En su primera visita al país, hace dos años, Benjamin Biolay había llenado dos Niceto, que en cantidad de gente significan algo más de 3500 personas. Esta vez, además de su breve paso por el Hot Festival, su presentación se limitó a una noche en el Samsung Studio, un lugar armado con mesas para apenas 150 personas sentadas y otras tantas paradas, amontonadas detrás de dichas mesas. Eso sí, hay que reconocer que el Samsung resulta un lugar ideal para disfrutarlo, esto si quienes organizan se ocuparan de, al menos, no entorpecer las cosas. En primer lugar abrieron tarde la sala en relación a la hora anunciada del concierto. En segundo lugar, ofrecieron un menú de comida opcional para quienes estábamos en las mesas, y que empezaron a servir lo suficientemente tarde como para, junto con eso, demorar el inicio del show. Quienes no optamos por el menú, nos vimos gratificados al notar que a lo que en Studio Samsung llaman cazuela, no es mas que un minúsculo recipiente con algún rastro de pollo en el fondo (quienes optaron por sushi tuvieron mejor suerte). En tercer lugar el olor a verdeo es un aroma inusual para acompañar un recital, algo que jamás me había pasado, excepto que alguna vez alguien se haya fumado una cebolla.
Por suerte los artistas suelen ser ajenos a estas circunstancias y mientras se escuchaba la voz de Michel Aumont recitando “Pour écrire un seul vers “de la banda de sonido de “Clara et moi”, el francés y sus músicos se fueron acomodando en el escenario para iniciar el concierto con Benjamin Biolay al piano en una versión calma e íntima de “Tout ca me tourmente”, de su último trabajo doble, “La superbe” (2009). Acto seguido el clima cambió con “Même si tu pars” de “A l’origine”. A diferencia de su primera visita, esta vez Benjamin llegó acompañado por su banda completa, por lo que hubo menos sonidos programados y la música ganó en frescura. La gira tiene por objeto promocionar el disco “La superbe”, que según la crítica europea fue uno de los mejores discos de 2009. Sumergirse en ese disco significa adentrarse en los distintos caminos, sonidos y ritmos que Biolay elige a la hora de componer. Desde la intimidad de la chanson más tradicional, pasando por los coqueteos con el hip hop, el nulo temor a los aportes de electrónica, y hasta sonidos y melodías pop bien accesibles y pegadizas. Esa variedad, en un recorrido que no dejó de lado el resto de su discografía, es lo que pudo apreciarse en el sensacional concierto de anoche. El paso de la suave “Night shop” a la pegadiza “Si tu suis mon regard”, que hacia el final construyó el primer clima ascendente de la noche, resulta un ejemplo perfecto para graficar ese cambio.
Con Benjamin Biolay al piano el show vuelve a cambiar de rumbo. La sala parece hacerse más pequeña, la intimidad nos invade a todos y el decir susurrante y confidente del francés hace de ese momento un punto altísimo desde lo emotivo. “Ton heritage” probablemente sea una de las canciones más hermosas de “La superbe”. La hizo sentado al piano y acompañado apenas de unos colchones de cuerdas aportados por su tecladista (que es igual a Luis Luque!). Seguido quedó solo en el escenario y se despachó con dos joyas de sus primeros trabajos: “Nuits blanches” de “Negatif”, y desde “Rose Kennedy”, “November toute l’année”. En su sugerente melodía acompañada por un piano con reminiscencias clásicas, a esa altura de la noche, el nombre de la canción resultó un auténtico deseo común. Si faltaba algo para coronar ese tramo, seguido se escuchó una tremenda versión de “La superbe”, la primera de las tres canciones que terminan en crescendos sonoros que estremecen los sentidos y que hacen que uno quiera que se prolonguen hasta el infinito.
Benjamin Biolay habla poco y casi siempre en francés. El contacto con el público se reduce a unos suaves golpes en el pecho para atestiguar que el cariño es mutuo. Recorre el escenario a paso lento, marca con sus brazos los cambios de ritmos y cortes en las canciones y su baile es apenas leve. Se acerca a sus músicos, pero se comunica con ellos apenas por gestos. Su andar descuidado y su manera permanente de arreglarse el pelo pueden ser ritos auténticos o bien una perfecta construcción. Pero en cualquiera de los casos, su figura resulta un imán que atrae las miradas y que lo convierten en centro de la noche. A veces su humildad es creíble, otras parece estar más allá de todo, y hasta parece sobrar la situación. Con esos atributos, no es causal que haya incursionado en el cine.
“Lyon presqu’île” y “Bien avant” tuvieron a Benjamin a cargo de la guitarra acústica y fueron el prolegómeno del tramo más festivo del concierto. Pasaron la rockera “Prenons le largue”, y de “Trash yéyé”, la seductora “Qu'est-ce que ça peut faire” y la irresistible “Dans la merco Benz”, con incursión de Benjamin en la trompeta. “15 Septembre” marcó otro momento alto desde lo rítmico y el final, igual que en 2008 y en el mini set del Hot Festival, quedó a cargo de “A l’origine”. Y acá tengo que hacer un alto. Porque cada peso que uno pueda pagar por la entrada a un concierto de Benjamin Biolay vale solamente por ese momento. La canción es una especie de hip hop denso (diría a lo Eminem, por citar una referencia que no me convence del todo), cuyo clima va ganando en volumen, y que se desata en un caos sonoro y lumínico, con el francés arrodillado en el piso, gritando y casi aullando una letra que contrapone la imagen de un origen puro y libre de maldades ante el espejo de un presente pintado de macabro, materialista e insensible. Todo esto enmarcado por sonidos que ganan en intensidad, mientras las luces bombardean el escenario convirtiéndolo en un auténtico apocalipsis. La gente de a poco se va poniendo de pie, un poco por incredulidad ante lo que tiene frente a sus ojos, y otro poco porque es contagiada por el éxtasis de una banda que termina el concierto en un estallido fenomenal. Es por ese motivo que pasan unos cuantos minutos entre que la banda se haya retirado del escenario y la aparición de los primeros aplausos pidiendo por una vuelta.
De regreso Benjamin hizo “La balade du mois de Juin”, del disco “Home” que grabara en 2004 con su, por entonces, esposa, Chiara Mastroianni. Después del caos llega la calma, podría uno pensar. Pero eso dura poco, porque otra vez una melodía que nace pequeña e íntima gana lentamente en energía, para destara el tercer momento crucial en cuanto a intensidad. Así fue la interpretación de “Negatif”, tema que da nombre a su segundo trabajo, y que incluyó citas a Bowie y a Gorillaz. Nueva despedida breve, y finalmente un segundo regreso con “Les cerfs volants”, un clásico de su primer disco, con la voz sampleada de Marylin Monroe como acompañante, y un cierre definitivo con “Padam”, de su último trabajo, en una versión funk en donde la guitarra se lució marcando el ritmo frenético que le dio a la noche un cierre ideal.
Pasada la medianoche la gente se retira lentamente del Samsung completamente complacida. Yo me quedo mirando algunos rostros con algo de curiosidad y mucho de odio. Porque no quiero dejar pasar que durante las dos horas del concierto hubo personas que se levantaron de sus lugares una docena de veces (no exagero) para irse a conversar con gente de otras mesas, yéndose al baño, o vaya saber dónde, desatendiendo en absoluto lo que pasaba en el escenario. Caminantes que parecían tener la mente en otro lado, y a los que yo aborrecía, porque honestamente no creo que se merezcan la extraordinaria performance que Benjamin Biolay nos regaló anoche. El espacio y el precio de las entradas dejó a afuera a mucha gente que de verdad hubiera disfrutado del concierto. Sin necesidad de petit cazuelas a $50 y que se sabe ubicar y postergar la hora de hacer sociales para el momento que corresponda. Así que amigo Benjamin , ya sabés: la próxima (porque tiene que haber próxima) al menos una Trastienda.

martes, 23 de noviembre de 2010

Olivia Ruiz en La Trastienda

Este fin de semana por primera vez se había declarado feriado al Día de la Soberanía Nacional. El sábado, fecha en que se conmemora la batalla de la Vuelta de Obligado frente a la flota anglofrancesa, yo me fui a ver a los británicos Massive Attack; y ayer, que el feriado se hacía efectivo, a la francesa Olivia Ruiz. Esto me estaba haciendo sentir un poco cipayo, así que para elevar mi sentimiento patriótico, y poco para romper las pelotas, crucé dos vueltas de cadena al pasaje donde vivo, y me fui a La Trastienda con la conciencia limpia y soberana.
Olivia Ruiz es un caso raro. Cuando supe de su existencia desconfié de su origen en la versión de Operación triunfo francesa. Pero me bastó escucharla para dejar de lado los prejuicios. La cantante de treinta años posee, además de su excelente registro vocal, una enorme capacidad para adentrarse en estilos variados y encararlos con facilidad, empleando incluso varios idiomas. El show de anoche en La Trastienda, en su segunda visita a la Argentina, tuvo mucho de eso. Con una banda reducida (bajo, batería minimalista, guitarra y trompeta) Olivia armó un show breve y compacto, que priorizó las canciones en español, hizo un repaso por sus dos últimos trabajos (“La femme chocolat” y “Miss méteores”) , más alguna perla de regalo.
El show abrió con “Les crêpes aux champignons”, y siguió con la poderosa “Goutez-moi”. Olivia Ruiz se mostró más que simpática y con muchas ganas de dialogar con la gente. Como descendiente de españoles (contó que sus abuelos se refugiaron en el sur de Francia huyendo de Franco), usó ese idioma para dialogar y eso facilitó la comunicación; aunque ella no estaba muy convencida y contó que su abuela la acusaba de pronunciar el español como una vaca inglesa. Aun luego de semejante confesión, privilegió el español para las canciones, como “La femme chocolat” que tienen versiones también en francés. Si bien el show fue parejo en cuanto a climas, no dejaron de haber momentos para destacar, entre ellos la versión de “Quijote” y dos canciones en inglés “Spit the devil” y “I need a child”, en donde la guitarra fue reemplazada por un banjo.
Cantó “Las migas de mi corazón”, que en su versión original comparte con Julieta Venegas (ella dijo extrañarla, yo no), y en cuanto a emotividad los momentos cumbre fueron dos: la interpretación en francés de “Que nadie sepa mi sufrir”, tal cual la hacía Edith Piaf (recordó que en su primera visita a Argentina cuatro años atrás, un periodista desorientado la trató de cruza entre Piaf y Mano Negra) y que resultó una gran demostración de su capacidad vocal; y un homenaje sentido y conmovedor a Lhasa de Sela, con una versión de alto vuelo de “La llorona”.
Olivia se mostró siempre de excelente humor. Se rió de su propia impericia para explicar el significado de las canciones, como “Elle panique”, o a la hora de presentar a sus músicos, de los cuales dijo “pueden decirles lo que quieran, que no entienden una palabra en español”. Consiguió hacerse acompañar con palmas a lo largo de todo el show, especialmente en la irresistible “Belle à en crever”. Festejó la presencia de varios argentinos en la sala, cuando notó que un nutrido grupo de gente la vivaba en francés (No hice miles de kilómetros para ver franceses, no?, dijo). El legado de sus ancestros españoles está presente también en cada uno de sus movimientos y por momentos a sus pasos de baile solo le faltaron las castañuelas. Y como si esto fuera poco, cerró el show con la españolísima “Quedate”, canción marcada a fuego con el signo trágico de la poesía de ese país (Quédate conmigo abuela, no nos dejes solitos, solo con memoria. Quédate conmigo abuela, qué camino seguir si se muere el tuyo).
Cuando volvió al escenario para los bises, que fueron a las apuradas porque luego de desalojar la sala, Pavement hacía su segundo show en Argentina, la gente la pidió “Mala vida”, el tema de Mano Negra que Olivia grabara con el proyecto Nouvelle Vague, pero como no lo tenía preparada, nos conformó haciendo solamente el estribillo a capella. Después dejó la graciosa pintura familiar de “Terapia de grupo” (“Mi madre es depresiva, mi padre falto de confianza”, canta), y a falta de más temas preparados (se excusó en su banda reducida), se despidió definitivamente haciendo de nuevo “Las migas de mi corazón”, pero en francés (J’etraine des pieds”). Para mí, el show de Olivia Ruiz resultó un refrescante aperitivo para el show de Benjamín Biolay esta noche. Justamente, bien cerca de la barra, se pudo a ver a Benjamín Biolay junto a sus músicos disfrutando del show de su compatriota.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Hot Festival dia 2 - Massive Attack en Costanera

Llegué temprano al predio de Costanera exclusivamente para ver a Martina Topley Bird en un horario inusual: 16:10hs La primera decepción fue que para entrar yo tenía la ilusión de subir por el puentecito que cruzábamos cuando era chico e íbamos al parque de diversiones, cuyo tren fantasma tenía tantas entradas de luz, que uno podía adivinar el monstruo siguiente varios metros antes. Pero uno de los puentes era para el estacionamiento y el otro para el VIP. Nada de puentecito entonces y a correr al escenario 2, porque eran las cuatro. Pero la cosa venía retrasada, así que presencié a María Ezquiaga y dos guitarristas en una versión reducida de Rosal. No estuvo mal, pero de todas maneras los veinte que éramos a esa hora, estábamos resguardados a la sombra y vimos y escuchamos el show sentados.

El que no fue temprano y se perdió a Martina…..lo siento mucho. Ella sola, un teclado, laptop y sampers. Habló en español, fue pura simpatía y se ganó al poco público que estaba en el lugar, que había ido temprano exclusivamente a verla. Sus interpretaciones fueron más fieles al sonido de “The blue God”, que a las versiones que hizo para “Some place simple” este año. Usó mucho sampler de voz y se tomó con humor alguna falla en el disparo de las programaciones. Tocó “Valentine”, “Poison”, “Da, da, da, da”, una versión de “Overcome”, el tema que grabara para el disco debut de Tricky, y se peleó con los organizadores ante la sugerencia de acortar el set (el retraso no es mi culpa!, les gritó). Y ante otra falla en el sonido, cerró invitando a dos espectadores a subir al escenario a acompañarla con palma y pandereta, y haciendo en guitarra una furiosa versión de “Too tough to die”, de su primer disco solista “Quixotic”, mientras los turros de “Soy rock” le largaban el show de Cobra Starship en el escenario 1.

Cobra Starship…..tal vez con el revuelo hormonal de un adolescente se los pueda entender, pero mi cabeza está cerrada a esas experiencias. Para colmo, en su demagogia pro Argentina, uno de ellos gritó: Viva Argentina, viva cerveza (así, sin artículo de por medio), viva cerveza Quilmes!” Nah! Banda berreta vivando cerveza berrata. Asco. En mi cabeza sonaba la voz de Mark Mothersbaugh repitiendo “We are emo, we are emo” Sigo de largo. Me voy al escenario alternativo y está desarmando Brian Storming. Llegué tarde, así que me volví al escenario 2, porque (con Cobra Starship todavía tocando!) largaron a James Yuill. El tipo parece salido del video de “She blinded me with science” de Thomas Dolby. Un nerd con todas las letras, rodeado de tecnología, disparando secuencias y haciendo buenas canciones. Pappo lo hubiese echado a patadas del escenario, pero el tipo se la bancó e hizo bailar a algunos con su versión 2.0 del synth pop.

Massacre, a esta altura, se convirtió en una fija para este tipo de festivales. Walas se gana al público con facilidad, la gente reacciona más que bien ante una banda clásica a la que muchos descubrieron hace poco. Abrieron con “Abrázame así, abrazame fuerte”, y sonaron “La octava maravilla”, “La epidemia”, y “Divorcio” (estas tres todas de el magnífico “El mamut”-2007). Auguraron un futuro dominado por insectos en “Heredarán la tierra” en un predio ideal para “Off Rock Festival” y se despidieron con mucho aplausos, aunque no tocaron “Plan B” (Cosa que tampoco haría Catupecu más tarde, en una especie de “dale hacela vos. No vos. No mejor vos. Y así nos quedamos todos sin “Anhelo de satisfacción”).

Volví al escenario 2 a ver a Benjamin Biolay. De él voy a hablar poco, porque el 23 lo voy a ver en Studio Samsung y me reservo las palabras para ese momento. Lo resumo diciendo que aunque muchos no lo concían, la gente “compró”. El tipo seduce hasta cuando se esfuerza por no seducir. Dos chicas chiquitas al lado mío se apretaban las manos entre ellas y se preguntaban: “Boluda, quién se lo coje primero?” a una edad en la que todavía no aprendieron que a veces no todo se hace necesariamente se reduce a dos. Hizo al principio los temas más guitarreros (“Si tu suis mon regard”), tocó la trompeta en “La superbe”, fumó en “Tu es mon amour”, rescató “Les cerf volants” y cerró (como hace dos años en Niceto) con una descomunal “A l’origine”.

Stereophonics es para mí una deuda pendiente. Siempre los escuché poco haciéndome la promesa de adentrarme en su discografía. Ese tipo de bandas siempre me parecen que son lo que Radiohead hubiese sido si se hubieran casado con “Pablo Honey”. Pero Stepeophonics está un paso arriba. Y si yo sospechaba que ese prejuicio me estaba haciendo perder una gran banda, ayer lo terminé por confirmar. Espíritu indie, guitarras poderosas, buenas voces dentro de un sonido impecable. Abrieron con el clásico “The bartender and the thief” e hicieron excelentes versiones de “Superman”, “Local boy in the photograph” y “Just loocking”. Bajaron un poco los decibeles con “Have a nice day” y “Maybe tomorrow”, y cerraron bien arriba con “Dakota”. Show potente que le dejó el ambiente servido a Catupecu en el escenario 2.

Lejos, uno de los shows más flojos que les vi a los Catupecu Machu. Abrieron con “Confusión” y “Piano rd” de “Simetría…” y el sonido era más que deficiente. La gente lo hizo notar y Fernando les dijo que puteen a Macri. La verdad es que creo que Mauricio tenía poco que ver esta vez con los problemas de sonido. En primer lugar, porque Fernando Ruiz Diaz sabe muy bien que el sonido no se remite solo a volumen, y la mezcla por momentos era pésima. La diferencia entre la potencia sonora de los dos escenarios fue notoria (en los sets de Martina Topley Bird y Benjamin Biolay no lo noté, porque con menos público pude estar más cerca del escenario), pero aún así, en la mitad de “Origen extremo” el volumen subió repentinamente, demostrando que no todo era decisión del jefe de gobierno. A no ser que Duran Barba le haya interrumpido la mesa dulce a Mauricio, le haya hecho saber que estaba a punto de perder dos de los seis votos que le quedan, y que desde Tandil haya salido la orden de mover el potenciómetro. La cosa fue que con el sonido en parte mejorado, el final con “Y lo que quiero es que pises sin el suelo” fue más que digno, y “Dale!” provocó el único pogo en la segunda noche del festival.

Yo aproveché el show de Thievery Corporation para comer un sandwich, visitar a Basani, y descansar un poco. Pero tengo que decir que el combo de Washington hizo un show magnífico. Hicieron bailar hasta las piedras. Mucho funk, ritmos de todo tipo, world music, algo de reggae, hip hip y electrónica. Se cantó en español, portugués e inglés. La cantante argentina Natalia Cravier incitó al público a moverse aduciendo el imperativo de no hacerla quedar mal (???). En “Originality” citaron el “Thank you” de Sly Stone e hicieron “The heart’s a lonely hunter”, el tema que junto David Byrne grabaran en “The cosmic game”. Nombrar temas me resulta imposible, pero sí puedo decir que como aperitivo estuvo más que bien, y que no es casual que Massive Attack los hayan elegido como apertura de su gira.

La ansiedad por ver a los de Bristol era mucha. Después de un show movido como el de Thievery había que ver por donde decidían pegar los británicos para que el choque no resulte tan notorio. La media hora que se demoraron los asistentes en desarmar el set de Thievery y armar el de Massive, sirvió para atemperar los ánimos. Y para cuando se apagaron las luces y empezó a escucharse “United snakes” la expectativa era absoluta. De entrada nomás quedó claro que el sonido nos iba a pasar por arriba. No había jefe de gobierno ni vecinos que pudieran interponerse (y la fauna de la reserva ecológica tiene poco poder de lobby). Una atomósfera perfecta para un trance de poco más de una hora y media que dejó a todo el mundo absorto. En seguida subió Martina Topley Bird para hacer “Babel”, uno de los temas a cargo de su voz en “Heligoland” (el otro es “Psyche” que sonaría más tarde) y todo comenzó a cobrar forma. La puesta en escena fue magnífica. La iluminación alternaba tonalidades más bien oscuras, dentro de los azules con estallidos de flashes y rotaciones psicodélicas. El humo abundaba y a veces hasta casi cubría la vista de los músicos. Detrás de la banda una pantalla de leds armaba y desarmaba palabras, que en el comienzo fueron nombres de todo tipo de drogas, pero que luego también fueron frases completas y números. Números que se incrementaban y reducían, que por momentos solo eran cifras y que en otro llevaban el signo pesos por delante. Que pueden remitir a gastos en armas o a datos de población, y que a veces se detienen de repente como si se quisiera marcar un dato en particular. Anoche, sugestivamente la primera detención fue en el número 30000. Entonces, más que un complemento la pantalla resultó un objeto esencial en un show conceptual por donde se lo mire y que obliga al espectador a estar atento a todo detalle para no perderse de nada. Nunca una banda en vivo se pareció tanto a su página web.

Robert del Naja es quien toma más contacto con el público, aunque esto es esporádico, mientras Grant Marshall ocupa un papel más retirado. A pesar de tratarse del cierre de la gira de presentación de “Heligoland”, Massive Attack armó un show con referencias a su último trabajo, pero poniendo énfasis en muchos de sus clásicos, consiguiendo que el concierto tenga picos desde lo emotivo sin abandonar su coherencia conceptual. El primer tema clásico en aparecer fue “Risingsong” de “Mezanine”. Al final la pantalla reproduce al Maradona más verborrágico: Para los que no creían, que la chupen. La gente aplaude. Massive Attack adapta su mensaje a la tierra que está pisando y sus alertas sobre alienaciones y saturación mediática se expresan en términos y referencias bien comprensibles. Horace Andy aportó su “Girl I love you” del último disco y volvió para un conmovedor “Angel”. La interpretación de “Future proof” fue sencillamente descomunal y la guitarra pareció que iba a incendiarse. Martina Topley Bird hizo una intensa versión adaptada a su voz de “Teadrop” que resultó otro punto altísimo. Pero lo mejor del show sucedió con “Inertia creeps”; mientras la pantalla reproducía las noticias de la semana, en donde conviven Messi, Mariano Ferreira, Moyano y Amado Boudou. A modo de videograph de canal de cable va pasando el resumen semanal y se mezcla con datos aterradores como la información sobre los días en que un ciudadano puede permanecer detenido sin cargos. Canada, Francia, Turquía, Irlanda e Inglaterra van incrementando la cuenta de días hasta el terrorífico “Estado Unidos: tiempo indefinido”. La música sigue creciendo en un clima envolvente y la odisea multimedia termina con sentencias como “Comentar es gratis” y “Los inocentes no han de tener miedo”.

Si “Inertia creeps” fue el punto culminante desde el concepto, el cierre del show con “Safe from harm”, el pico emotivo se centró en lo musical. Poco es lo que se puede decir, porque la única manera de notar el ensimismamiento de la gente, abstraída por la música en un estado de consciencia altamente perceptivo, es haber estado allí y haber sido parte de ese momento mágico. Haber estado bajo el encanto de la voz de Deborah Miller y heberse dejado llevar por la primera canción del primer disco de Massive Attack, esa que bastó para que uno se vuelva fan incondicional de la banda. Y después el silencio y la espera, breve, para unos bises que no dejaron de estar a tono con el show. “As you were living” trae a la pantalla, en tamaño diminuto pero perceptible, los nombres de Tatcher y Galtieri, mezclando sus letras y fundiéndose en uno solo. “Unfinished simpathy” devuelve la encantadora voz de Deborah al escenario, y el cierre definitivo fue, igual que “Heligoland”, con “Atlas air”. El riff de teclado se vuelve un irresistible e interminable trance que permaneció en mi cabeza aún a varias cuadras de haber abandonado el predio y haber salteado los vendedores de remeras y gaseosas a la salida.

Este año tuve la suerte de estar presente en enorme cantidad de conciertos, pero nada se comparará nunca a la noche de Massive Attack en la costanera sur. Un show extraordinario hecho por unos tipos que hace rato han comprendido e incorporado la tecnología, ya no solo al servicio de la música, sino en función de un espectáculo que obliga a tener los cinco sentidos abocados al 100% para gozarlo en toda su dimensión. Y bajo circunstancia sensitiva es que todavía estaba imbuido cuando necesité pellizcarme, un poco para saber si lo que había vivido era real, y otro poco porque cruzar Paseo Colon a esa hora y en ese estado no era lo más aconsejable.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Hamacas al Rio en Studio Samsung

No pude estar en Núñez, así que aproveché las ventajas del Fútbol para todos y vi el clásico en casa con la campera colgada en el respaldo de la silla y la entrada del show Hamacas al Río en la billetera. Ni bien terminó el partido salí corriendo, sin pensar mucho, para llegar al show a horario. Todavía estaba procesando la victoria cuando en el taxi al que me subo sonaban Los Redondos con “Ji,ji,ji”. Ahí caí en la cuenta que yo tenía más ganas de estar haciendo pogo con el “negro” Maidana, que de ir a ver cualquier recital. Dos cosas fueron las que me devolvieron el espíritu melómano: en primer lugar transformé en mi cabeza a los Hamacas al Río en Hamacas al River por un rato, y en segundo lugar, es imposible pisar Studio Samsung sin ser invadido por una enorme sed de música.
Ya en clima me senté a esperar la presentación de “Al final, el parque”, el tercer trabajo de Hamacas al Río, de reciente edición y producido por Tweety Gonzalez. Y después de un inicio que recorrió dos tramos diferentes de su carrera (“El viaje” de su primer trabajo, y “Un pequeño relato” del EP digital de 2008), Hamacas comenzó a repasar lo nuevo, con “En el aire”, canción que abre el disco. La escenografía dejaba ver unas ramas cayendo a ambos lados de la banda y que le entregaban al escenario un espíritu agreste a tono con el nombre del CD. El segundo tema fue “Irreal” y en él aparece una de las características que amplían el universo de la banda a partir de esta nueva etapa. La canción es dócil y fresca al oído, no incluye teclados (el acordeón en el disco estuvo ausente anoche), lo cual es una novedad mayúscula, y destila un espíritu optimista no muy habitual en ellos (“Me sumerjo en la realidad y sin sentidos se van recuerdos, y todo empieza a ser un nuevo día”). El mayor mérito de “Al final, el parque” es precisamente que en su búsqueda de ampliar los horizontes musicales, las canciones no pierden la impronta característica de la banda, y eso consigue que quienes ya los conocemos adoptemos lo nuevo naturalmente, y que los nuevos oídos se arrimen las viejas melodías con facilidad.
La temática de las letras se sigue sosteniendo en miradas personales, muy confesionales en algunos casos, y por ese motivo abundan los “de mí”, “sobre mi” o “en mí” en la estructura de los versos. En lo estrictamente musical, “Otra forma” es, por su contundencia rítmica, la canción que más rompe con el esquema de Hamacas, y anoche tuvo que demorarse por un inconveniente en el disparo de las programaciones; pero la banda sorteó bien el inconveniente adelantando “Andar” en la lista. “Un nuevo amor” es un bolero que crece en intensidad y cuya interpretación Laura dedicó a su padre. La canción que da nombre al disco es una suave melodía que seduce en su lenta somnolencia, y “Seis soles” y “Suerte” son temas más fieles al estilo conocido. Apoyados por percusión, la ya estable segunda voz de Sol Fernandez y la eventual participación de Sebastián Expósito en guitarra acústica, Hamacas al Río sonó fiel al CD, la voz de Laura y los delicados arreglos que envuelven las canciones pudieron disfrutarse en toda su dimensión.
“Mitad de Junio” y “El mismo invierno” fueron otras de las canciones anteriores que se escucharon anoche y el show terminó con “Sin decir”, melodía contagiosa y perfecta en su estructura pop, que seguramente a la hora de repasar el 2010, estará entre las mejores del año. Los bises llegaron con “Te puede estar pasando”, que por sus colchones de teclados, es de los nuevos temas el que más remite a “Mitad de Junio”, después “Calmas” y la despedida repitió el final del disco con “Un sueño”, una canción suave que deriva en un crescendo que la deviene en intensa y que resultó un broche perfecto para el show. Con el espíritu ahora embargado por la cadencia musical de Hamacas al Río, el destino quiso que el taxi de vuelta me recibiera con una radio y la voz de Sinnead O’Connor diciéndome “Thank you for hearing me”, como para no cortar el clima absorbido en el Samsung. Una casualidad que a esa hora resultó más que bienvenida.

martes, 16 de noviembre de 2010

Belle and Sebastian en el Luna Park

Para empezar a contar sobre el show de Belle and Sebastian de anoche voy a descartar dos referencias cercanas: el altísimo grado de emotividad del último show que presencié (Paul McCartney) y la energía desbordante de la última vez que pisé el Luna Park, con Pixies sobre el escenario. Los escoceses son otra cosa, pegan por otro lado. Por el lado de la sensibilidad, como buenos indies esto es casi una obviedad, pero esa sensibilidad aplicada a la música da por resultado canciones delicadas, preciosas en sus melodías y arreglos, y que provocan una sonrisa leve como mueca. Una brisa fresca que para una noche de lunes laboral es casi una bendición.
Con unos quince minutos de demora, el concierto abrió con “I didn’t see it coming” del último trabajo “Write about love” y en seguida le pegaron el primer gran hit, “I’m a cukoo”. Si bien la gira tiene por objetivo presentar el último disco, esta dos canciones fueron la real medida de los discos en los cuales se iba a sostener el show: “Write about love” y el imprescindible “Dear catastrophe waitress” de 2003. Nadie se va a encontrar con lo que no fue a buscar. Folkie suave, buenos arreglos, ligeros detalles con reminiscencias psicodélicas, pop con referencias bien ancladas en los ’60 y la suma de influencias posteriores, algunas más que evidentes, como el caso de The Smiths. Stuart Murdoch y Stevie Jackson son los exactos prototipos de su público: algo melancólicos, alegres sin desbordes, chicos sensibles que encuentran sus réplicas entre la enorme cantidad de flacos con remeras a rayas y anteojos de marcos grueso, y chicas con pañuelos verdes en la cabeza. Si alguien tenía que pasarle sus apuntes de marketing a un compañero de facultad, el Luna Park anoche era el punto de encuentro seguro.
Los Belle and Sebastian no se privaron de nada a la hora de armar el setlist. Fueron bien atrás a rescatar canciones como “Like Dylan in the movies” y las mezclaron con las nuevas, como por ejemplo “I’m not living in the real world”, en la cual al inicio Stevie juega con el público y dice sentirse Freddie Mercury por un rato. Hubo tramos en donde la música se presta al baile (“Step into my office baby” o “I want the world to stop”) y otros más íntimos y suaves, especialmente las excelentes versiones de “Lord Anthony” y el rescate de “(I believe in) travellin’ light”, en la voz de Stevie Jackson. Stuart canta igual que en los discos y cuando se suma la voz de Stevie, resultan un tandem inigualable. Los músicos se mostraron sorprendidos por la buena y masiva respuesta del público (estadio repleto), intentaron comunicarse en español utilizando al tecladista Chris Geddes, lo que resultó un fracaso, hasta que comprendieron que la gente le entendía el inglés de Stuart a la perfección. A pesar de las conocidas limitaciones del Luna Park en cuanto a sonido, los sutiles arreglos de cuerdas y las armonías vocales pudieron disfrutarse sin inconvenientes. Stuart Murdoch pasa de las guitarras al piano, canta casi todos los temas y es la figura central de una banda prolija y delicada. Violines, cello, armónica, trompeta y flauta se suman a las melodías y construyen arreglos complejos, que en ningún momento pecan de pretenciosos.
Todo en Belle and Sebastián es mínimo y tenue. Desde la iluminación, hasta la actitud de los músicos sobre el escenario. Algo de humildad y mucho de timidez fabricada a medida de la propuesta. Por eso sorprende cuando durante “Sukie in the graveyard” de “The life porsuit”, Stuart desciende del escenario y vuelve de la platea con una chica a la que invita a quedarse bailando con ellos. O cuando lo repite en “Dirty dream number two”, esta vez trayendo a otras tres chicas y a un muchacho gigante que más que de la platea, parecía rescatado del subconsciente de Tim Burton. Los chicos bailan y se quedan para “The boy with the arab strap”. Stuart se trepa a una de las cabeceras, se mezcla entre la gente, regresa y al final los chicos bailarines se hacen acreedores de una medalla de la “B & S School of pop”.
El final del show fue con “If you find yourself caught in love” y dos temas de “The boy with de arab strap”: “Simple things” y “Sleep the clock around” con la voz de Sarah Martin sumándose a la de Stuart Murdoch. A esa altura, la platea permanecía de pie y no paraba de aplaudir al ritmo de las canciones, por lo que los bises no se debían demorar demasiado. Y no solo no lo hicieron, sino que además fueron una especie de auto homenaje a su disco del año ’96 “If you’re feeling sinister”: “Judy and the dream horses”, “Get me away from here, I’m dying” y la potente (en los términos B & S, claro) “Me and the major”. Entre todo eso, los músicos arrojaron pateando pelotas al público, en un hecho que pareció salido otro show y de otra banda. En el final quedó claro que el feeling con el público argentino deja abierta a un regreso, lo que por otra parte fue prometido por el propio Stuart. Algunos músicos se demoraron en la salida del escenario firmando autógrafos e incluso el bajista Mick Cooke hizo las veces de fotógrafo de unas chicas de la primera fila de la platea que le alcanzaron una cámara. Si no fuese que en el medio se juega el superclásico (lo de super con estas realidades es una exageración), podría decir que los Belle and Sebastian me dejaron a punto para el show de Hamacas al Rio esta noche.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Paul McCartney en River

Pocos minutos antes de las ocho de la noche empezó un leve movimiento en el escenario de River. La mayoría sabíamos que se trataba de Ciro y Los Persas, que hacían las veces de banda soporte. Las señoras que tenía a mi derecha abrieron los ojos medio espantadas, con cara de “no irán a poner un rockero, no?” Muestra extrema de lo ecléctico del público anoche. Adelante, dos sub-20 aplaudían y empezaban a cantar con “Al atardecer”. El soporte en realidad fue Ciro y dos persas. Media banda en formato acústico solamente para hacer seis temas. Casi inadvertido el pobre Ciro, que supo llenar ese estadio de bote a bote. “Tan solo” levantó un poco a la platea, dedicó “Canción de cuna” a los suyos y se fue deseando que dure la noche de hoy. Deseo que por suerte, se hizo realidad.
Media hora antes de comenzar el show, las pantallas laterales empezaron a mostrar una tira de imágenes que resumía en dibujos, fotos, videos y recortes de publicaciones, la carrera artística de Paul McCartney. La música, aunque en volumen medio, reproducía versiones de sus canciones con base electrónica o hacia el final, convertidas en clásicos soul. Una buena manera de tener presente los tantos temas que no iban a sonar durante el show, que puntualmente empezó con un Paul elegantísimo haciendo “Venus and Mars” pegado a “Rock show”. Pero se sabe que ningún show de McCartney empieza del todo hasta que no se escucha “Yet”. Ahí sí ya estábamos todos en clima. Yo, desacostumbrado a las plateas lejanas, temía por un sonido débil o algún rebote debajo de las tribunas, pero no. Todo era perfecto, y encima Paul arrancó con “All my living”, provocando la primera gran explosión. El show va a ir cambiando de climas según el instrumento que Paul tenga a su cargo. En ese comienzo el bajo cambió por la guitarra eléctrica (el bajo quedó a cargo de Rusty Anderson, una extraña cruza entre el “pollo” Vignolo y Guido Suller) y ese tramo resultó bien rockero. Primero “Letting go” y un cierre con una tremenda versión de “Let me roll it” que incluyó una cita al final a otro zurdo, Jimi Hendrix, con el riff de “Foxy Lady”. Cita homenaje al tipo que cuarenta y tres años atrás, él mismo recomendó en reemplazo de The Beatles para tocar en Monterrey.
Cuando Paul se sentó en el piano, yo sentí que el estadio quedaba grande. Ese tramo del concierto era ideal para un teatro. Claro, habría que ver a qué precio, pero el clima de “The long and winding road” exige intimidad. Después Wings en versión casi progresiva con dos temas: "Nineteen hundred and eighty-five" y “Let ‘em in”, y la primera dedicatoria: “My love” para traer el recuerdo de Linda. Paul sonríe entre tema y tema. Conversa en español con la gente. Repite gestos al final de cada tema y espera la reacción del público. Eleva su brazo festejando las reacciones de la gente y juega con sus tiradores en un gesto de mímica clown. Es prolijo y políticamente correcto. De él no se puede esperar que mande a sacudir las joyas a las primeras filas (que pagaron más de $ 7000). Sabe que su propia presencia basta para que la gente lo adore, que todo lo que haga será bienvenido. Y baja del escenario a buscar una guitarra acústica y uno supone que se viene algo grande. Toca “Two of us” y después “Blackbird”. Y entonces es imposible no lagrimear. Yo me niego a mirar las pantallas laterales que amplifican la figura de Paul. Me quedo con la imagen del escenario y con ese tipo de camisa blanca solo en el medio, iluminado por un único haz de luz. Uno de los más grandes artistas de todos los tiempos haciendo una de las mejores canciones que se hayan compuesto jamás. Ese punto, ese haz de luz, esa guitarra delicada son en ese momento el centro mismo del universo. All my life, I was only waiting for this moment to arise.
“Here today” dedicada a Lennon se transformó en el segundo homenaje de la noche. “Dance tonight” retomó el clima festivo, con Abe Laboriel Jr. bailando detrás de su batería. El gordo es un fenómeno. No solo por su simpatía y por lo que toca la batería, sino porque su apoyo vocal es fundamental para envolver y coronar las canciones. Y Paul sigue: “Mrs. Vandebilt” y otra vez a pegar fuerte a las emociones con “Eleanor Rigby”. La gente canta todo. Se anuncia otro homenaje, esta vez para Harrison. Y arranca un “Something” que tiene reservado un momento conmovedor, cuando la banda se suma a Paul y en ese preciso instante la pantalla muestra una foto de un joven McCartney en blanco y negro con su cabeza reposando sobre el hombro de George. Esa imagen, reemplazada luego por otras de la época Beatle arranca lágrimas a todos. Y desde el escenario se nota y deciden bajar un poco ese tono. Entonces el clima se corta con “Sing the changes” de The Fireman, con la imagen de Obama armándose y desarmándose desde las pantallas, como símbolo de una esperanza que la últimas noticias llegadas del norte parecen desmentir.
De allí en más, todo fue cantar, cantar y cantar. “Band on thu run” abrió ese tramo, y pegadito “Ob-la-di ob-la-da”. Y yo que siempre creí que esa era una canción indigna en la discografía de The Beatles, sentía que podía quedarme idiota tarareando ese estribillo por el resto de mi vida. “I’ve got a feeling” (alguna duda?), “Paperback writer” y “A day in the life” con el estribillo de “Give peace a chance” como corolario y que resulta el auténtico homenaje a John en la noche. Las pantallas muestran por primera vez a la gente, que canta y sacude sus brazos. En una de las tomas me parece identificar a Charly García cantando, pero la cámara viaja rápido y la toma no se repite. Paul sube al piano y empieza “Let it be”. Nadie podrá encontrar palabras para la emoción porque no existen. Por suerte no todo puede describirse con palabras, pienso, y me dejo ser. Y después la adrenalínica “Live and let die”, con las explosiones efectistas, los fuegos artificiales y el escenario teñido de un tono rojo anaranjado. Otro punto culminante del show. En medio del humo, alguien acercó un piano multicolor. Paul se sienta y empieza “Hey Jude”. Y todos sabemos que el “na na na, nana na na” va a ser interminable. Paul dirige: ahora solo los varones, ahora solo las chicas y todos de nuevo. Las plateas de atrás se habían vaciado y mucha gente se agolpaba a las vallas que le señalaban el límite de su espacio. Un paso más adelante vale $ 2000. Paul saluda, llama a sus músicos y se despide. Nosotros seguimos “na naneando” felices.
De regreso Paul hace flamear una bandera argentina. Demagogia o un ex-beatle que se suma al Bicentenario, da lo mismo. El grito de “Argentina, Argentina” no se sostiene, entre otras cosas, porque Paul hace de ese primer bis una extrema descarga de energía beatle: “Day tripper” primero, “Lady Madonna” luego y el cierre con “Get back” que es justamente lo que nos quedamos todos pidiéndole cuando Paul abandona el escenario por segunda vez. Y hubo más. “Yesterday” a esa altura resultó un premio final para el cúmulo de emociones de una noche que ya está guardada entre los tesoros más preciados de mi memoria. Pero Paul no va a dejarnos ir en tono melancólico y se despacha con un “Helter skelter” que nos pasó por arriba. “Sgt. Pepper” y “The end” fueron una excusa para irse a casa batiendo palmas. Último saludo, agradecimientos varios a técnicos y músicos y saludo final. Apenas diez minutos faltaban para cumplir tres horas de show.
No viví a los Beatles. No estuve en el ’93. “Pipes of peace” fue uno de mis primeros discos en inglés después de la castellanización obligada de Malvinas, pero recuerdo haberlo comprado más por la presencia de Michael Jackson en “Say say say” que por el mismísimo McCartney. Cuando avancé en mi conocimiento con la música Beatle, John y George se adelantaron en preferencias a Paul. Pero me bastó tenerlo enfrente esas tres horas para darme cuenta del tamaño de la energía que ese tipo y sus canciones son capaces de provocar. Caminando lento por Udaondo miro el Monumental que se va vaciando y sueño con que la noche de música de Paul todavía escondida entre los rincones del estadio funcione como conjuro para terminar con la mala leche que venimos soportando las gallinas estos años. Pero claro, el sábado tocan los Jonas Brothers, así que es probable que los centros de Chiche Arano sigan pasando lejos, por atrás del arco. Así que será cuestión de encontrar al Brian Epstein capaz de calzarse el buzo de DT, pero ese es otro tema.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Enrique Bunbury en el Teatro Gran Rex

La última vez que Enrique Bunbury había actuado en la Argentina como solista, (en 2007 nos visitó con la gira de regreso de Héroes del Silencio) fue exactamente en el mismo teatro Gran Rex y salió al escenario íntegramente vestido de blanco. Esta vez, y con el objetivo de presentar “Las consecuencias”, el trabajo más oscuro e íntimo de su carrera, optó por lo opuesto y salió todo de negro. Ese hecho, sumado a la tarima central del escenario en donde el español apareció elevado solo con su micrófono y el inicio con “Las consecuencias” hizo suponer que la noche iba a ser de tono bajo. Pero esa sensación duró apenas cuatro o cinco canciones. “Por qué siempre conviene alegrar a la gente? También de vez en cuando está bien asustar un poco”, dice la letra de la canción de apertura y resultó profética. Porque esos iniciales cinco temas fueron los únicos que Enrique eligió como para dar su disco por presentado en sociedad y que, además de la apertura, fueron la doliente “Ella me dijo que no”, “De todo el mundo”, el cover de Jeannette “Frente a frente”, que sin el contrapunto de la voz femenina perdió algo del encanto con respecto a la versión grabada y “Los habitantes”.
Para entender lo que ocurrió después es obligatorio hablar de “Los Santos inocentes”, la banda con la que Bunbury viene tocando desde “Helville de luxe”. Los dos guitarristas (Alvaro Suite y Jordi Mena) forman un tándem fantástico y junto a Jorge Rebenaque en los teclados (Jarabe de Palo, al igual que Jordi Mena) son la columna vertebral de una banda de gran ensamble y pulso rockero. Sonido clásico, mucho Hammond, guitarra acústicas y eléctricas que se complementan, y una base precisa con Roberto Castellanos en el bajo y Ramón Gacias en la batería, este último, único sobreviviente del “huracán ambulante” que acompañó a Enrique hasta 2005. Sobre esa base Bunbury hizo un repaso por todos los discos de su carrera (excepto “Radical sonora”, el primero como solista) que llevó a la gente a cantar a viva voz cada una de las canciones. La primera fue “Enganchado a ti”, y luego bastó que Rebenaque descienda a la parte baja del escenario con su acordeón y arrancaran con “El extranjero” para conseguir la primera gran reacción de la noche. Acto seguido un rescate inesperado: “Desmejorado”, del trabajo que bajo el nombre de Bushido, Enrique compartiera con Carlos Ann, Morti y Shuarma en 2004. A diferencia de otras oportunidades, Bunbury dialogó muy poco con su público, se limitó a nombrar algunas canciones, y a estirar el micrófono hacia la gente para participarlos de los estribillos más conocidos.
Desde ese momento y hasta el final no hubo respiro. “Hay muy poca gente”, la melodía más cercana a Héroes que Bunbury haya hecho fuera de la banda, fue el puntapié para “Senda”, aquel tema de 1991 que sonó completamente distinto al original, bien alejado ahora de los rastros del sonido ’80. Hay canciones que la gente quiere más que otra, “Que tengas suertecita” y “El rescate” de “El viaje a ninguna parte”, por ejemplo. Pero también “Solo si me perdonas”, con intensos arreglos en los que se destacaron una vez más los teclados de Rebenaque. La seguidilla “Sácame de aquí”, “Si” e “Infinito” (sin rastros latinos en esta versión) fueron un cierre perfecto que terminó por decorarse con la única canción de Héroes del Silencio que Enrique Bunbury ha adoptado sin culpa: “Apuesta por el rock and roll”. La banda se retiró del escenario solo por un momento, porque su regreso no se demoró, y porque el inicio de la primera tanda de bises con “El hombre delgado que no flaqueará jamás” resultó una continuidad absoluta con el final del primer tramo. “Los santos inocentes” estaban sueltos, podían tocar toda la noche sin perder intensidad, y se notó. “Puta desagradecida”, fue un remanso extraído de “El tiempo de las cerezas” (trabajo a dúo con Nacho Vegas) y la energía volvió con un riff cortado y poderoso que se reveló en una renovada versión de “Lady blue”, en donde el viejo hit de “Flamingos” pareció acomodarse al “Moonage daydream” de Bowie.
Hubo más. Sin sorpresa, porque ni bien los músicos volvieron a despedirse, los colaboradores empezaron a acomodar unas sillas sobre el escenario que hicieron suponer un cierre acústico. No fue todo así, aunque sí el comienzo. El nombre de Atahualpa y el recuerdo del recorrido americano que dio origen a “El viaje a ninguna parte” fue el prefacio para la bellísima “Canto (el mismo dolor)”, canción que cerraba aquel trabajo. La despedida estuvo a cargo de dos canciones que encierran una rareza en el repertorio del zaragozano: el optimismo. Primero “Porque las cosas cambian” de “Helville….” Y después el clásico “Viento a favor”, que abandonó su forma original para montarse sobre una base funk que la volvió irresistible. Entonces sí, final definitivo para el primero de tres Gran Rex para un artista que no defrauda nunca, y que Argentina y América Latina toda ha adoptado como propio hace ya mucho tiempo.

viernes, 15 de octubre de 2010

Yo la Tengo en La Trastienda

No había mejor manera de llegar a la última estación de esta serie de shows, que un poco en joda llamé Hernán Fest, pero que me impuso un ritmo al que estaba desacostumbrado. Porque esa serie que había empezado con los Pixies terminó con un espíritu parecido: bien alternativo e independiente. Anoche fue el turno de Yo La Tengo, el trío de New Jersey que desde el sello Matador viene marcando terreno desde hace 20 años en una carrera imprevisible, cambiante, que tienen como único hilo conductor el inconformismo, y al estancamiento a su mayor enemigo.
A pesar de estar el show enmarcado en el festival Pepsi Music, el clima en La Trastienda era absolutamente ajeno al espíritu festivalero. Mucha tranquilidad, poca euforia, nulo éxito del merchandising, promotoras de Pepsi casi ignoradas y una gran ansiedad por escuchar como la banda trasladaba al vivo todos y cada uno de los climas por los que transitan su discos. Y aunque dentro de su discografía, el último trabajo de Yo la Tengo (Popular songs) está enrolado dentro de los más accesibles o al menos más fáciles a primera escucha, todos estábamos predispuesto a experimentar una jornada poco habitual y lejana de los normales parámetros musicales de un grupo de rock. Bien, todo eso en lo previo, porque a partir del primer tema (Cherry Chapstick) se empezó a escuchar una de las versiones de Yo la Tengo. La del poderoso trío atestado de distorsión, la de las sobrecargas eléctricas y acoples al por mayor. Incluso, como primer sorpresa, Georgia Hubley estaba a cargo de una de las guitarras, y era James Mcnew quien se encargaba de la batería. Ya para el segundo tema, “From a motel 6”, cada uno se había ubicado en su sitio. En cuanto al repertorio, Yo la Tengo se apoya, además de su trabajo más reciente, en el anterior, “I am not afraif of you and I will beat your ass” y en el clásico “I can hear the heart beating as one”. Y sobre el escenario van rotando los roles de acuerdo a las canciones. James Mcnew toca bajo, guitarra, teclados, y percusión; Ira Kaplan pasa de guitarras eléctricas a acústicas, y teclados. Todos se reparten las voces, con lógica preponderancia de Ira y Georgia. Y para que todo esto sea posible, una especie de cuarto integrante (que jugando con el nombre del grupo y por la inmediatez de su trabajo, bien podría ser el señor Él la tiene) prepara y afina las guitarras e instrumentos a un lado del escenario, para que el ritmo del show no decaiga en ningún momento. Porque en ese comienzo, si hay algo que no tiene lugar es el descanso y el silencio. Las canciones terminan en acoples interminables, distorsiones en delay, o en acordes de teclado que se repiten en eco, para después dar comienzo a un nuevo tema. Todo esto enmarcado en una postura minimalista que resulta engañosa, porque tanto cada arreglo sutil como los climas que crecen y decaen son productos de una cuidadosa elección a la hora de manejar los momentos del show. Todo está muy trabajado y detrás de la imagen descuidada del trío se nota un ensamble que los años de trabajo le han dado una justeza extraordinaria.
Como era de esperar, los climas cambian permanentemente. Hay folk circa CS&N, aunque con menos pretensiones a la hora de las armonías vocales (The weakest part), tramos letárgicos y etéreos sobre melodías limpias (Black flowers, con James en la voz) o montados sobre guitarras envolventes que crecen en intensidad (More stars than there are in heaven). Si bien ninguno de los músicos derrocha simpatía, el trato con el público es ameno. La gente escucha las canciones con atención, y participa y salta cuando riffs con los de “Nothing to hide” salen a la luz. Los mejores momentos suceden con “Deeper into movies”, con influencia notoria de Velvet Underground y que suena como si Lou Reed se hubiese propuesto una versión oscura de “Confortable numb”, y “Periodically double or triple”, canción del último disco con un marcado teclado beat y lejano aire psicodélico que bien podría remitir a los Doors. Para el final quedó una extensísima versión del instrumental “I hear you loocking”, clásico del año ’93 del disco “Painful”, y que consta de un riff que de tan repetido se vuelve hipnótico mientras la banda entra en un crescendo extraordinario, y que termina con Ira revoleando la guitarra y haciéndola sonar de todas las maneras posibles.
Hubo posteriormente dos regresos al escenario absolutamente contrapuestos con ese final enardecido: el primero con Ira en batería para hacer “Attack on love” y terminar con la tenue balada “I feel like going home”, y una segunda entrada que tuvo como despedida final una versión casi susurrada de “Framer´s daughter” de los Beach Boys. En mi caso, el calendario de Octubre ya no tiene más fechas para recitales y aprovecho para tomarme unos días de descanso y prepararme para Noviembre, mientras escucho algunos disquitos nuevos que salieron en estos días y que en algunos casos (Hamacas al Rio), no tuve tiempo ni de sacarles el envoltorio.

jueves, 14 de octubre de 2010

Echo and The Bunnymen en Groove

La tercera tenía que ser la vencida. Después de habérmelos perdido en las dos visitas anteriores (’99 y ‘06) y aunque el festival en Costanera tiraba, no dudé en sacarme las ganas de ir a verlos, porque las ganas de desdoblarme y estar en dos lugares al mismo tiempo parece lejana de concretarse. Para empezar tengo que decir que la cosa no estuvo muy bien organizada que digamos. El concierto empezó dos horas y media después de lo que estaba anunciado en la entrada. Es cierto, tratándose de un boliche, es lógico que haya más barras que baños y que la intención sea promover el consumo dentro, pero…vi gente con ropa de laburo que de haber sabido el horario real, seguro hubiese pasado por su casa, para al menos ponerse un poco de gel en el pelo. Entres otras cosas que sucedieron durante la espera, tocó una banda llamada Victoria Mil. Una falta absoluta de respeto. No ellos, de los que no puedo opinar, sino el sonido que les pusieron. No se les entendió nada, la guitarra era un misterio por ausente a veces, y por saturada otras. Entender una palabra de las letras era más difícil que escuchar a Horacio Molina cantando “Palomita blanca” en medio de los bocinazos del tránsito congestionado. Para colmo el ruido de los extractores en el techo en la planta alta (indispensables para no morir asfixiado) resultaba un zumbido permanente que le daba a la banda un toque “noise” que no sé si realmente se lo proponían. Previendo esto, para el show de los británicos me fui a planta baja y abandoné la posición privilegiada contra la baranda del entrepiso.
Eso sí, tengo que decir que ni bien empezó el show me olvidé por completo de todos estos contratiempos. Echo and The Bunnymen arrancó con una versión poderosísima de “Going up”, primer tema de su primer disco y como bienvenida fue un golpe demoledor que nos preparó para lo que seguiría. Antes de “Show of strenght”, canción que le siguió, Ian McCulloch ya había encendido su primer cigarrillo y no dejaría de fumar a lo largo de todo el show. El tercer tema, “Rescue”, entre su nombre y los lentes negros de Ian pareció un homenaje al sube y baja de mineros que los canales de TV repitieron sin cesar a lo largo del día. Y así siguió un concierto magnífico que resultó un homenaje a su carrera y un regalo para el público, más que la presentación de “The fountain” su último trabajo. Un hit detrás de otro, sin pausa. La banda tiene 30 años de trayectoria, con alguna interrupción, pero saca lo mejor de sí. La gente canta los temas, porque los conoce de memoria. “Silver”, “Seven seas”, “Bring on the dancing horses” son canciones imbatibles de su repertorio, que además en la actualidad siguen sonando perfectas.
Además de Ian, Echo and The Bunnymen solo conserva un miembro original (Will Sergeant en la guitarra), pero eso no afecta a la esencia. Porque todo se centra en Ian MacCulloch. Y no es que esta especie de Morrison británico haga mucho por hacerse notar, porque canta lánguido con las dos manos firmes agarradas al micrófono de pie, apoyándose en él, todos y cada uno de las canciones en la misma postura, y no hace ningún otro gesto. Bueno sí, fuma. Fuma como un escuerzo, como decía mi abuela. Y se pone de espaldas en las partes instrumentales o se retira hacia el fondo del escenario a encender otro cigarrillo. Y eso tal vez es lo que hace más sorprendente la limpieza absoluta de su voz. Clara, fresca, perfecta como si no hubieran pasado los años. Si bien la iluminación del escenario es tenue y oscura, con el violeta como color preponderante, lo que resalta, lo que atrae, es la figura del cantante, que parece tener un imán. Lo cual me hace pensar en el despropósito que significó la empresa de hacer un disco sin él (“Reverberation” - 1990), el que felizmente y como no podía ser de otra manera, resultó un fracaso artístico y comercial.
Las canciones se fueron sucediendo sin pausa. El denso “All my colours” fue fascinante; la versión de “All that jazz” sencillamente arrolladora. “Think I need is too” es el corte del último disco y está a la altura de lo mejor de la banda, y a “Killing moon” la cantamos todos. El cierre fue perfecto con un “The cutter” mágico y todos coreando el riff y repitiendo “say we can, say we will, not just another drop in the ocean”. Pero claro que la cosa no podía quedar ahí. Y al regreso siguieron los clásicos: propios (“Nothing last forever”) y ajenos (“Walk on the wild side”), para cerrar bien arriba con “Lips like sugar” y redondear un concierto magnífico. Que tuvo además un premio extra para el público argentino (mejor que el brasileño, según las propias palabras de Ian, en un acto de demagogia impropio para su estilo desangelado) con más bises: primero “My kindom” y por último “Do it clean” para volver a sus inicios. A ese “Crocodiles” de treinta años atrás. Sucio, distorsionado y bajo la bandera del post punk. Cuando junto a Julian Cope y sus Teadrop Explodes resistían desde el Eric’s el embate del synth pop a pura guitarra. Entonces, por un momento me subo a la tilinguería de rebautizar a Palermo con nombres foráneos, y por ese rato y por esa noche, me siento en Palermo Liverpool. Solo me quedé con ganas de escuchar algo de “Siberia”, el disco que presentaron en su visita anterior y que los devolvió a su mejor nivel. Afuera el taxi venía con Rock & Pop al mango mientras Rage against the Machine hacía “Killing in the name of…”. Pero ya está dicho, no se puede estar en dos lados a la vez. Al menos por ahora.

domingo, 10 de octubre de 2010

Spinetta en el Teatro Coliseo

Después de aquel 4D del año pasado en Velez, después de aquella noche sublime e interminable en la que el flaco nos regaló un compendio de lo mejor de su carrera y en la que revivió a sus bandas eternas. Después de habernos elevado por sobre cualquier expectativa que jamás nos hayamos podido fijar a la hora de gozar de su arte, me resultaba muy difícil volver a ver a Spinetta sobre un escenario desprendiéndome de aquella imagen y hacerme a la idea de un músico “terrestre y humano” que solamente tiene como objetivo brindar “un show más” en su extensa carrera. Así fue que llegué al Coliseo intentando desprenderme del recuerdo de esa noche mágica y reservar esas emociones para la espera del ansiado DVD, que se demora más de la cuenta. Aunque por otra parte, es el flaco Spinetta, qué tanto! Bajar las expectativas es por demás iluso.
El show arrancó contrariando los cánones de los conciertos de rock. Nada de golpe de efecto, porque cuando el telón del teatro dejó el escenario al descubierto, los músicos ya estaban ubicados en sus lugares y Spinetta saluda y empieza por presentarlos. Primero a su banda actual: Nerina Nicotra en bajo, Sergio Verdinelli en batería y Claudio Cardone en teclados. Después a los dos invitados estables: “Mono” Fontana y Baltasar Comotto. Anuncia además una sorpresa para más adelante, casi como al pasar, y ahí nomás arrancan con “Preconición”, “La verdad de las grullas” y “Despierta en la brisa” (primer gran momento de Baltasar Comotto). El sonido fue sencillamente perfecto, lo cual permitió disfrutar cada uno de los arreglos de una banda que se lució desde el primer momento. Sobre el fondo del escenario se proyectaban imágenes que parecían skins del Windows Media Player y visualmente fueron el único aporte en ese sentido.
En ese primer tramo del show hubo algunas sorpresas, rescates gratamente sorprendentes y un par de momentos particularmente emotivos. Tocaron “Guitarra”, el poema de Atahualpa Yupanki musicalizado por León Gieco y que el flaco ya venía haciendo en vivo; se largaron con “Cementerio Club” que motivó el primer estallido del público ni bien se escuchó el “Justo que pensaba en vos, nena”, y además se rescató a Hugo Fattoruso con su “Milonga blues”, un tema que exige un registro bastante más grave que el de Spinetta, limitación que de todas maneras el flaco sorteó sin mayores inconvenientes. Después hubo un rescate muy especial: “Ella bailó”, de “Peluson of milk”, en el cual Claudio Cardone se luce de una manera descomunal, y una estocada a las emociones: “Asilo en tu corazón”, con el “mono” Fontana y Cardone rescatando los arreglos de cuerdas que Carlos Franzetti hiciera para el lejano “La,la,la”. “Amar, amar hasta perder la noción”. Escuchar eso a los dieciseis años equivalió a lo que para otras generaciones significó el “si no hay amor, que no haya nada entonces” del Indio Solari. Los dos momentos especiales sucedieron cuando el flacó tocó “8 de Octubre” justo un día después de que se cumplan cuatro años de la tragedia de Santa Fe, y cuando Spinetta a punto de quebrarse anuncia que en la sala está Lidia, la madre de Gustavo Cerati, a la que le (nos) regala una versión de “Te para tres” que todos escuchamos en ese silencio que a veces simboliza tan bien a la impotencia.
Siguió “Oh magnolia” y después fue el turno de la sorpresa. La invitada fue Vera Spinetta, la hija del flaco que hizo coros en “Proserpina” y “Cabecita calesita”. “Canción de amor para Olga” tuvo una dedicatoria especial para dos personas muy cercanas y queridas por Spinetta que fallecieron en los últimos días: “Beto” Satragni, bajista que lo acompañara en Jade, y Nora, la esposa de Machi Rufino. En ese segundo tramo del show hubo algunos momentos hilarantes. Primero el flaco se despachó a gusto con un periodista que había anunciado el show diciendo que Spinetta se despedía del disco “Un mañana”. Cómo es que un artista se despide de su obra?, se preguntó el flaco, que además rescató la impronta de futuro que tiene el nombre de ese disco y agradeció el detalle “surrealista” que supone despedirse del mañana. “El único que se despide de sus discos es el discóbolo de mirón” sentenció el flaco. Después fueron los clásicos diálogos con su público: alguien le grita que los pantalones blancos le quedan lindos, y él responde que está practicando para trabajar de mozo, e improvisa “hubo un tiempo que fui mozo….” Y más tarde, alguien acierta en su pedido con el tema que seguía en la lista, y Spinetta lo hace acreedor de un oasis en la luna.
Pasaron “Buenos aires alma de piedra” con la banda suelta, con un ritmo increíble y con Nerina Nicotra que sencillamente la rompe, y “Yo miro tu amor” en donde las guitarra del flaco y Baltasar Comotto se sacaron chispas. Luego “Mi elemento”, que fue el tema que acertó el pibe que se ganó el oasis en la luna, y “Tu vuelo al fin” con la banda ganando en volumen y cerrando el concierto de la mejor manera. Aunque, en una especie de coda, la despedida fue con Spinetta y sus dos tecladistas haciendo el “Prométeme paraíso”, de otro de sus hijos, Dante.
Acá quiero traer un recuerdo. Entre los tantos conciertos de Spinetta que tuve la suerte de presenciar, ahora me viene a la mente uno gratuito en Barrancas de Belgrano, a principios del ’86. De este recital me acuerdo por varias particularidades. Una, porque el flaco, excepto en algunos temas en que lo acompañó “mono” Fontana, tocó solo con su Ovation en un show enteramente acústico. El otro motivo por el cual lo recuerdo, es porque fue la primera vez que lo escuché cantar en vivo “Credulidad”, mi canción preferida de toda su obra. Pero además, esa noche llegué a casa en el 42 y pude ver el final de un partido de verano entre River y la Selección de Polonia. Ese partido River lo perdía 4 a 2, lo empató, y en la última jugada, Enzo Francescoli en el borde del área y de espaldas al arco, recibió una pelota de aire, infló su pecho, la elevó apenas por sobre la altura de su cabeza, y arqueándose hacia atrás, clavó una chilena inolvidable. Y anoche, mientras esperaba el regreso de los músicos al escenario, la memoria me trajo ese recuerdo como un símbolo de lo que significa la música de Spinetta. Cómo aquel movimiento plástico del otro flaco, del uruguayo, la música de Spinetta es el punto cumbre de gracia, genio, inventiva y belleza al que cualquier artista pueda aspirar. Un aleph de que compendia talento e inspiración y que irradia su arte de luz infinita, bajo la forma de música y poesía. Y el show del Coliseo tiene entonces el mismo irremediable destino que aquella pelota despedida del empeine de Francescoli en la lejana y calurosa noche de Mar del Plata de veinticuatro años atrás: el ángulo. Porque al regreso al escenario se escuchan “Durazno sangrando” y “A Starosta, el idiota”. Y cuando no hay más nada que decir, lo mejor es ahorrar palabras. Así que, vámonos de aquí.

viernes, 8 de octubre de 2010

Regina Spektor en el Teatro Gran Rex

La idea de desembarazarme de la energía Pixies para disfrutar del concierto de Regina Spektor no había funcionado. Habías sido tantas y tan intensas las emociones que había vivido en el Luna Park que cuando entré al Gran Rex y vi todas esas butacas tapizadas, casi quería arrancarlas de a una. Pero la impuntualidad de la moscovita me vino como anillo al dedo. Porque los cuarenta y cinco minutos de demora (pensar que al “bichi” Borghi lo echaron por salir un minuto tarde del entretiempo….) cumplieron con la función de ponerme en clima. Para colmo mi asiento estaba sobre uno de los laterales de la platea, y no sé si había una boca de aire acondicionado, si por ese pasillo circula alguna corriente antártica o si Regina quería que conozca el clima de su Moscú natal (si era así, un vodka no hubiese estado nada mal), pero la cosa fue que ese tiempo bastó para enfriarme. Además, en un sitio en donde los Sugus confitados tienen el valor de una cazuela de pulpo, que el tiempo se pase comiendo resulta imposible.
Finalmente las luces se apagaron y Regina Spektor entró al escenario para arrancar con “Holding chair” y seguir con “Eat”. El público la adora. Adoración de un estilo que a mí me disgusta un poco, una adulación exagerada, casi adolescente. Pero ella responde con sonrisas, no se la cree y sigue. Su banda se compone de un violín, un cello y batería. En el medio su piano, en el que se sienta de perfil al público. Como una intérprete clásica, o al estilo de Tory Amos, para ser más exacto. Durante ese segundo tema se le volcó una de las botellitas de te (Sí. Té en botellita plástica, nada de Samovar la rusa) y eso hizo que se produzcan un par de diálogos graciosos con el público. Seguido tocó “Blue lips”, para envidia de los que fueron el Miércoles, pero fue a partir de “Sailor song” cuando el recital tomó el rumbo que yo esperaba. Porque ahí apareció la Regina Spektor que me sedujo desde la tapa de “Soviet Kitsch”, rodeada de mamushkas, con gorra de policía y bebiendo vodka del pico de una botella. Una especie de Fiona Apple del este; irresistible. Siguió con “Machine”, el sonido había ganado en volumen, y dentro del estilo, claro, el show iba tomando temperatura.
En la música de Regina Spektor todo es sutil. Preciso y precioso. Cada arreglo de piano es delicado. La voz de Regina, como si fuera poco, luce mejor en vivo que en los discos. Los matices, su amplitud vocal, los falsetes, todo se engrandece sobre el escenario. Y con esos aditivos nada puede salir mal. En su sencillez, en una actitud inocente, a veces exagerada hasta el cinismo, Regina seduce. Pasan las canciones más pop (“Better”, “On the radio”), y Regina se levanta del piano de cola para pararse frente a su público por primera vez, para desde su Yamaha hacer “Dance anthem of the ‘80s”. Después se queda sola sobre el escenario y se cuelga una guitarra para un tándem magnífico: “Bobbing for apples” (Rock and roll, you hate my soul, You sucked dry my bones but you spit out my mole, I'll always opt to fall down these stairs in the end) y una versión de “That time” que la devolvió a sus inicios; a la movida anti folk de New York, bajo los influjos de Moldy Peaches y el empuje de The Strokes. Y seguido volvió al piano para hacer un “Apres moi” que estremeció hasta los huesos. Cada peso del valor de la entrada se pagó con esos breves minutos de la canción extraída de “Begin to hope” en una versión descarnada y conmovedora. El momento más alto del show bajo cualquier concepto, al punto que todo lo que siguió a partir de allí buen pudo haberse obviado. Porque siguió hasta el final sola en el piano haciendo bellezas como “Human of the year”, pero nada iba a igualar a aquel instante. Durante ese tramo un asistente la acercó una silla de madera, y con la mano izquierda sobre el piano y con la derecha golpeando la silla con un palillo de batería, hizo “Poor little rich boy”, como una Rick Wackeman que en lugar de moogs y sintetizadores, repartía sus brazos entre el piano y la percusión. Por último se despidió con la intensa “Man of thousand faces”.
Quedaban los bises, y en el primero de ellos, Regina me regaló el “Samson” que yo había ido a buscar. A mí no me importaba nada de lo que ocurría en el resto del teatro, si había más gente o no. Ella cantaba para mí, el resto podía no existir o efectivamente no existió, no estoy seguro. Solo faltaban el whisky y el habano. El “Us” que siguió fue una excusa, y el “Fidelity” un final alegre, como para irse a casa con una sonrisa placentera. El de anoche fue un gran debut en Buenos Aires de una artista completa, compleja y madura, pero que encuentra su mejor definición en un único adjetivo: Regina Spektor es adorable. Segunda noche del Hernán Fest. El sábado le toca a Spinetta.

jueves, 7 de octubre de 2010

Pixies en el Luna Park

Existe un famoso bootleg de Frank Black de los años ‘92/’93 titulado “The dream is over”. Así el compositor de Boston hacía propia la frase con la que Lennon sentenciara a los Beatles y a la década del ’60 toda, para despedirse de los Pixies. Pero a diferencia del espíritu sesentista, el devenir de su legado tuvo un destino diferente. “Nevermind” mediante, aquellas canciones cobraron una dimensión extraordinaria; la palabra alternativo se volvió un tag con valor agregado y el indie se convirtió en un estilo musical tan abarcativo y ecléctico como la mismísima definición de rock. Y por esos años todos los caminos empezaron a converger hacia Pixies. El inquieto Francis trabajó con The Catholics, fue solista, hizo música de películas, se volvió intimista con “Honeycomb”, produjo discos (lo último, el reciente trabajo de Pete Yorn, que después de la dupla con Scarlett Johanson y el low-fi de “Back and four” volvió al sonido guitarrero de sus mejores discos), y también devolvió a los Pixies a la vida. Acá en Argentina, esa historia está construida a fuerza de cassetes vírgenes, de recomendaciones entre amigos, como un secreto que fue ganando oídos adeptos, y finalmente esa banda que en su apogeo hubiese estado para un Obras, anoche debutó por estas tierras ante un Luna Park repleto. El único antecedente al que se podía recurrir era el show de Kim Deal y sus Breeders, allá por 2003 en La Trastienda, y del cual, quienes tuvieron la suerte de presenciar contaron maravillas, pero poco más.
Lamentablemente no llegué a ver a El otro Yo, que arrancó demasiado temprano, y que por una vez demostraba que cuando se quiere, se puede ser coherente con la elección de los teloneros. Aunque afuera me lo crucé a Walas, y la verdad que tampoco hubiese estado mal que Masacre hubiese tenido la oportunidad. Pero dejo de lado los aperitivos, porque la noche era toda de Pixies. Y de entrada nomás me tomaron por sorpresa. Porque yo venía siguiendo los setlist y me había resignado a quedarme sin “Bone machine”, y los tipos me lo tiran por la cabeza como el primer mazazo. Primero de muchos, porque seguidito vino un tandem punk demoledor (“Broken face” y “Somethings against you”), y después a cantar con “Holidays song” y “Nimrod’s son” (otra a la que me había resignado a no escuchar anoche). Arriba del escenario, Pixies es pura humildad. Nada de poses roqueras. Frank Black se arregla la camisa y afina la guitarra entre tema y tema; Kim es la que se dedica a entablar algún diálogo con el público. La escenografía no es más que cinco globos de papel que cuelgan del techo y un cortinado semitransparente en donde rebotan las luces y los flashes. Indie al 100%.
Si hasta ahí la cosa prometía e iba tomando temperatura, lo que siguió es muy difícil de contar. El riff de “Debaser” coreado por la gente dio inicio a leit motiv de la gira: celebrar los 20 años de “Doolittle”. Entonces ya no hubo sorpresas, porque más allá de alguno que dejaron de lado (“Dead”, “There goes my gun”) los temas fueron pasando de a uno y en fila. Los picos fueron previsibles: “Wave of mutilation”, los saltos y los coros en “Here´s come the man”, al que pegaron “Monkey go to heaven”, y la monada en su propio cielo. Se intentó seguir los cambios de clima de “Mr. Grieves”, y se silbó “La la love you” (alguna vez se pronunció un “i love you” de manera más desangelada que Kim en esa canción?). El final prolongado y denso de “Nº 13 baby” se volvió hipnótico, y como en el disco, la cosa se cerró con el potentísimo “Gouge away”.
Bien, a esa hora con “Doolittle” liquidado solo quedaba por esperar con qué hits se despedían, y ahí nomás arrancaron con “Velouria” y “Dig of fire”. Un cover de Neil Young (“Winterlong”) los sacó del libreto, y volvieron a la carga con “Caribou” y “U-mass”. Cuando empezó "La isla de encanta" el pogo fue descomunal. Y acá las quejas no son de los vecinos sino de los huesos de algunos que ya están grandes para poguear, pero que están dispuestos a sacrificar hasta la última de sus articulaciones. Y yo me acuerdo que la primera vez que escuché este tema, me dije que era ideal para que lo cante Luca. Y juro que sonaba el TDK en el walkman y yo imaginaba la pronunciación del pelado (del otro pelado, del nuestro) diciendo "donde no hay sufremento". Y después fue "Vamos"; la guitarra de Santiago perfora los tímpanos y todo el mundo sigue extasiado hasta que caemos que los tipos se acababan de descolgar los instrumentos y emprendían la salida del escenario.
Pero volvieron. Y el aullido de Kim anticipó en inicio de "Where is my mind?", y el nombre del tema era una pregunta para la que, a esa hora nadie tenía respuesta. Denso, conmovedor, irrepetible. Y para terminar, los Pixies le arrebatan el molde de componer canciones que Cobain les había afanado y nos ponen los pelos de punta con un "Gigantic" tan poderoso, tan imposible de explicar con palabras, que nos deja afónicos repitiendo el "gigantic...gigantic" junto a Francis, que inexplicablemente a esa altura del show, todavía tenía voz. Y yo impregnado de espíritu adolescente decidí en ese momento que a la salida me iba a hacer de una remera con la fecha estampada en la espalda. Una hora y media intensísima, sin descanso. Era el final, eran los saludos. Casi que nadie pedía más y tuvo que ser David Loverling el que levantando su índice insinuó que podía haber una más. Que fueron dos. Primero la versión UK Surf de "Wave of mutilation", y después un “Planet of sound” que nos quitó el poco aire que quedaba. Salí atontado, con el bajo de Kim Deal retumbando en mi cabeza, cosa que permanecerá por días y días y días. Adónde fuiste? A ver a los Pixies fui. Y la de anoche fue la primera escala de esta especie de Hernan Fest que me armé con 5 shows en una semana. Ahora tengo que cambiar el modo Pixies al modo Regina Spektor, que es como pretender bajar la euforia de un éxtasis con un té de tilo. Me quedan algunas horas para intentarlo.

domingo, 8 de agosto de 2010

Adrian Belew en Estudio Samsung

Lindo lugar Studio Samsung para ver al trío de Adrian Belew. Por la mística Piazzoleana del lugar, por el excelente sonido que se consigue en la sala y por la comodidad para ver a tamaños músicos a pocos metros de distancia. Desde que Adrian Belew salió al ruedo con este trío me entusiasmó. “Side one”, de 2005 resultó un disco arrollador y aunque los siguientes perdían algo de fuerza al volverse muy experimentales por momentos, las grabaciones eran una excusa: Belew armó la banda para salir a tocar en vivo. Y eso es lo que fui a ver anoche.
El comienzo del show se demoró algo más de media hora y cuando algunos empezaban a impacientarse se empezó a escuchar a The Beatles y su “Because”. “Because the world is round it turns me on…” decían los de Liverpool, pero no sería el mundo lo único que me iba a dar vuelta la cabeza anoche. Porque ni bien los músicos subieron al escenario y después de un breve saludo arrancaron con “Writing on th wall”, me di cuenta que estaba frente a algo grande. Muy grande. Siguieron con “Ampersand” y cuando no terminábamos de acomodarnos, Belew arrancó con el riff de “Dinosaur”, primera cita al gigante King Crimson, y justamente con un tema salido de “THRAK”, aquel disco del ’95 que la banda pariera en Argentina.
El trío es compacto y poderoso. No da lugar a respiro. Julie Slick (a la que podríamos sumar a Tal Wikenfeld en un grupo de bajistas veinteañeras talentosas que acompañan a grandes guitarristas) es precisa y contundente, y Marco Minnermann se acopla a la perfección y hace que no solo no extrañemos a Eric, hermano de Julie que integró la banda hasta “Side four”, sino que además deja bien en claro que Adrian Belew no se equivoca al considerarlo uno de los mejores bateristas del mundo. Y Adrian Belew, quien no es precisamente un cultor del alto perfil, y que en este formato en el que podría jugar ser un “guitar hero”, se luce sin abandonar su humildad. Toca partes increíbles y mira al público riéndose, como si fuese un aprendiz de guitarra que le dice a la gente y a sí mismo: Vieron lo que me salió?. Los músicos se miran y se hablan todo el show, los gestos y las miradas revelan una complicidad que evidentemente es fundamental para resultado final. Arriba del escenario la pasan de maravillas y se nota. Y abajo, ni les cuento.
El show tiene como molde la performance grabada en el vivo “Side four”, pero guarda lugar para un par de perlas extras: el rescate de “Futurevision”, del disco “Here”, lo último que grabara Adrian antes de la reunión de Crimson en el ’95, y (si de KC se trata) una demoledora versión de “Neurótica”, del disco “Beat” (1982). “Beat box guitar” y “A little madness” son momentos memorables. Se luce Julie Slick y después queda solo Adrian Belew para “Drive”, en donde hace sonar su guitarra de todas las maneras posibles, intercambiando climas y texturas, con la conocida cita a “Within you, without you” de The Beatles. Marco Minnermann descolla en un solo de batería que es un compendio de efectividad, talento y circo, porque además de la notable demostración solista, no se priva de jugar con sus tambores haciéndoles sonar la tradicional “La cucaracha”, y sobre el final del solo sus dedos y palillos hacen un auténtico show de malabarismo. El final llega con “E” tema de su último álbum del mismo nombre, y que se editó el año pasado.
Los bises son un regalo para los fans. La primera vuelta al escenario es con nada menos que “Three of a perfect pair”, del disco homónimo de Crimson de 1984. Y cuando parece que ese fue el final definitivo y algunas luces del Samsung empiezan a encenderse, el trío vuelve y nos quita todo el aliento que nos podía quedar: “Thela hun ginjeet” de “Discipline”. Sin palabras. El que se lo perdió se embroma. Como si te pasaran veinte camiones por encima. Como para que a nadie le queden ganas de pedir más.
Y como entre mis deudas musicales se incluye haber dejado pasar a King Crimson en Argentina, yo voy armándome a la banda a la manera de un rompecabezas. Primero fue Fripp con G3 (aunque ese día Robert estaba más perdido que Luis Majul en congreso de periodismo), después Levin y Mastelotto, y ahora Belew. Algo es algo, me digo para conformarme, pero no pierdo la esperanza. Y si me abrazo a alguna pista dejada por Adrian en los reportajes que dio en estos días, tal vez algún día me pueda dar el gusto.

domingo, 4 de julio de 2010

Divididos en el Luna Park

En una de las tantas publicidades mundialistas, de esas en las que se pretende rescatar la argentinidad desde las características más insólitas y que por al menos tres minutos casi consiguen hacernos sentir los mejores del mundo, se mostraba a europeos sorprendidos porque ante una derrota deportiva los argentinos nos afligimos a tal punto de no salir a bares, a boliches, a cualquier tipo de reunión. A pocas horas de la derrota frente Alemania, Divididos tocaba en el Luna Park. Y ya se sabe: la publicidad miente, y si encima la publicidad es de algún integrante del grupo Clarín, miente dos veces. Porque lo que se vivió anoche en el Luna Park fue una auténtica fiesta. Y en un día en donde las penas nuestras eran de las grandes y las vaquitas parecían más ajenas que nunca, Divididos nos demostró que hay muchas cosas más que nos unen a los argentinos la margen del futbol: la música esencialmente, pero también la tierra, la cultura, la gente.
Fue una noche en la que Divididos reservó su versión aplanadora para el arranque y cierra del show, porque buena parte del recorrido estuvo cargado de sonidos folklóricos, de instantes mágicos, de bombos y vientos milenarios que subían y bajaban del escenario e impregnaban de una intensidad mística cada una de las canciones que la voz de Mollo cantaba al unísono con miles de gargantas. El arranque fue pura energía extraída de “Amapola del ‘66”: “Hombre en U”, “Buscado un ángel”, “Mantecoso” y “Muerto a laburar”. La puesta lumínica fue soberbia. Detrás del escenario giraba un molino que parecía disparar miles de haces multicolores que se aunaban con la música de manera efectiva. Detrás de los platillos, los brazos de Catriel parecían multiplicarse convirtiéndolo en un auténtico (perdón) pulpo. Pero bastó que Mollo y Arnedo tomen asiento y el pulso de la batería marque el inicio de “Vientito de Tucumán” para empezar a entender cual sería el clima en que se enmarcaría el concierto a partir de allí. Le siguió una versión de “Par mil” a la cual la electricidad hizo estremecedora.
Cuando Arnedo se aprestaba para su “Avanzando retroceden” se produjo la única referencia al Mundial de futbol: algunos cantos por Maradona y gritos tibios incitando a saltar al que no sea alemán y que Diego pretendió calmar haciendo un reconocimiento al rendimiento futbolístico de los teutones que a la gente pareció no convencerla del todo. Eso sí, cuando en la noche los “Ole, ole, ole, Diego, Diego” volvieron a escucharse, tuvieron al bajista por exclusivo destinatario. Todo ese tramo del concierto tuvo por condimento el permanente auxilio de invitados que tiñeron las canciones de la atmósfera exacta que Divididos pretendía. Quenas, charangos, cajas, los celebrados Juan Saavedra y Sandra Farías con sus bombos y sus bailes, y especialmente Micaela Chauque que con sus vientos y su voz proveniente de las mismísimas entrañas de la puna fueron los artífices para que el Luna Park haga honor a su nombre y sea un auténtico parque de luna. Fuero los momentos de las imágenes de Tilcara, de “Guanuqueando”, de un “Que ves” convertido en un reggae norteño, del tránsito por los senderos de Jujuy, de la chacarera “La flor azul”, de la potencia del trío conviviendo con los sonidos de la tierra, del pedido por la reforma a la Ley de Minería, de “Crisófolo Cacarnú”, y con dos momentos culminantes: la voz dramática y urgente de Ruben Patagonia, y el ingreso de Fortunato Ramos con su erque para “Mañana en el abasto”, mientras Micaela Chauque improvisaba bagualas citando a Dividos, al Luna Park y a una noche que a esa altura era inolvidable.
Luego de tocar “Todos” en homenaje a las víctimas del Colegio Ecos en el accidente de Santa Fe mientras se proyectaba el video en el que participaron Leon Gieco, Gaston Pauls, Ernestina Pais y Luis Alberto Spinetta entre otros, fue el turno de “El perro funk”, con la presencia de Coco, el perro labrador de Mollo sobre el escenario y que devuelve el sonido de Divididos a los tiempos del recordado “Acariciando lo áspero”. A continuación fue el turno de “Sucio y desprolijo” con el lógico recuerdo de Pappo y un final a toda adrenalina: “Rasputin”, “El 38” y “Ala delta”, esta última precedida por una improvisación de Arnedo en el bajo, mientras cambiaban el parche del bombo en la batería de Catriel Ciavarella. Pero había lugar a más sorpresas e invitados. Ciro Fogliatta en el Hammond y una auténtica selección de voces femeninas (Isabel de Sebastián, Fabiana Cantilo, Hilda Lizarazu y Claudia Puyo) se sumaron al trío para el cover de “With a little help from my friends” en el formato que Joe Cocker inmortalizara en Woodstock. Mas allá de la pelea de mis oídos con la pronunciación que tiene Ricardo Mollo del ingles, la versión fue un gran acierto de Divididos.
Para la despedida quedó “Amapola del ‘66” con el “ponte de pie” con dedicatoria especial a Gustavo Cerati y que terminó con Mollo y Arnedo descolgándose los instrumentos y un escenario ocupado por siete bombos y un siku. Habían pasado casi tres horas, pero el destino nos tenía reservado un plus: la presencia de Roberto Pettinato dio lugar a una furiosa versión de “Next week” para un final apoteósico, en el que las ganas de Petti, Arnedo y Catriel hicieron interminable. Después fue el turno de los saludos de rigor, y mientras las luces del estadio se iban encendiendo de poco, en la lenta salida nadie parecía acordarse del partido de la tarde. Hoy, con los titulares de los diarios y los análisis de la TV devolviéndome a la decepcionante realidad futbolística, me pregunto cómo hubiese resultado el show de anoche con la secuela de un final inverso. Y con el temor de que una eventual y desmedida euforia mundialista hubiese conspirado con el clima del recital de Divididos, en voz baja me autoconvenzo y hasta consigo encontrarle al 4 a 0 un único saldo positivo.