viernes, 27 de abril de 2012

Bob Dylan en el Teatro Gran Rex



Pensé mil veces como empezar a contar el show de Dylan de anoche. A hacer una introducción me refiero, porque.....de Bob Dylan qué más se puede decir? Hablar de mí entonces y hacer una especie de descarga emocional por haberme perdido todas las visitas anteriores, y la venganza que significa que la vencida (la cuarta, y no la tercera en este caso) haya sido en un teatro, lugar óptimo para disfrutarlo, podría haber sido una opción. O contar que aunque no me parecieron muy fundamentadas que digamos, algunas críticas de sus recientes shows en España me habían puesto un poco a la defensiva. Pero no, sentado frente a la PC descubro que la mejor manera de empezar es como lo hacen Dylan y su banda: arrancar sin mucho prolegómeno. Y describir entonces que mientras los parsimonios acomodadores del Gran Rex terminan de indicar las ubicaciones a unos cuantos que llegaron sobre la hora, uno no puede evitar sentir la piel erizarse bajo los compases de “Leopard-skin Pill-box hat” del imperecedero “Blonde on blonde”. Y partir de allí dejarse llevar por el cúmulo de emociones que llegan desde un escenario ocupado por una banda cercana a la perfección, y que se encargará de que la noche resulte ideal.

Todo, pero todo lo que uno ya sabía a partir de videos, crónicas y relatos a los que accedió durante años y más años, se concretará sobre el escenario. La falsa indiferencia de Bob Dylan para con el público, el absoluto abocamiento y concentración de la banda a lo estrictamente musical, ignorando cliches de cualquier tipo. El indeleble rasgo nasal en la voz de Dylan, ahora acompañada por el desgaste de los años, lo cual le imprime acento áspero muy particular. Sus fraseos saben a noche, y por momentos es fácil imaginarse el tintineo de copas, el olor a tabaco, y el teatro bien podría ser un pub y sus butacas, sillas de madera. Un Bob Dylan que cambia del pequeño teclado a la guitarra, y que sobre una base siempre blusera va desgranado las canciones de manera casi misteriosa, convirtiendo a los presentes en arqueólogos de su obra, intentando descifrar el recuerdo de cada original dentro de versiones enrevesadas, que obligan a ese ejercicio fascinante. Reminiscencias en el decir de las frases, destellos en los acordes, pequeñas insinuaciones son los guiños con los que el viejo Bob nos revela sus canciones. El sonido es impecable y el ensamble que lo custodia, insuperable. Y si bien Tony Garnier desde el bajo suele ser el señalado como artífice del sonido musical que acompaña a Dylan estos últimos años, la presencia de Charlie Sexton en la guitarra líder le aporta a la banda detalles exquisitos que lo colocan en el centro de la escena a lo largo de toda la noche.
Preanunciar un setlist de Dylan es tarea imposible, pero a medida que avanza el show uno puede percibir que la lógica de la elección está basada en los extremos de su carrera. Entonces entre “High water (for Charley Patton)” (de “Love and theft”), “Beyond here lies nothing” (de “Together through life”), y “Love sick” ( de “Time of your mind”), aparecen reconstruídos a piaccere clásicos como “It ain't me baby”, “A hard rain's A-gonna fall” y “Highway 61 revisited”. Y en este recorrido tiene una notable preminencia “Modern times” (2006) con “Spirit on the water”, “The levee's gonna break” y la descomunal “Thunder on the mountain”. La platea permanece ensimismada, limitándose a aplaudir al final de cada tema y en el mejor de los casos, seguir con el pie los ritmos más marcados. La presencia de Dylan promueve una reverencia absoluta y esa lejanía que él impone es repetida por la gente, que acepta el tono de la relación como si fuera un contrato inquebrantable. Arriba del escenario la complicidad entre los músicos es absoluta, y sostienen a un Dylan que entre ellos se muestra tan cómodo que hasta se anima a tirar unos sutiles pasos de baile.
El final es el punto culminante. La concreción de lo que se venía cocinando por más de una hora, pero que a fuerza de clásicos únicos, construyen un cierre de set implacable. Primero es “Highway 61 revisited” el que aporta dos gemas: “Ballad of a thin man” (con la guitarra marcando el pulso que en el original está a cargo del piano) y “Like a rolling stone”; y por último “All along the watchover”. Y en ese momento es cuando yo me olvido de todo. El momento en el que deja de importarme que alguna vez pude haberme sorprendido con un Dylan más joven cantando “Maggie's farm” en Obras, que lo pude haber visto abrazado a Jagger y Richards, o que la abundandancia de shows y el precio de las entradas hagan que desde la cima del Gran Rex solo le vea el ala del sombrero. Porque a pesar que uno conoce la importancia del artista, y que sabe de la fuente de inspiración que ha significado su obra para la cultura de la segunda mitad del Siglo XX; y aunque uno perciba la vigencia de su influjo y se maraville por la manera en que su importancia se acrecienta a medida que avanzan los años, hasta no estar frente a Bob Dylan y esos clásicos es imposible tomar real dimensión del encanto y la fascinación que irradia su figura.
Para el final definitivo habrá un tema extra con las siempre vigentes preguntas de “Blowin' in the wind” retornando a nuestro presente. Después las ganas de algo más que nunca llega. Y una salida lenta del teatro preguntándome pretencioso: cuántos caminos sin recorrer, cuántos mares y cielos se ha perdido de gozar un hombre, hasta que finalmente tuvo la oportunidad de ver a Dylan? Y cuando estaba por decirme que ahora sí lo había visto todo, en la radio del taxi cantaba Leonard Cohen haciéndome saber que no, que todavía no me puedo morir tranquilo.

martes, 10 de abril de 2012

Björk - Biophilia Residency en Buenos Aires


Ni bien uno entra al Centro Municipal de Exposiciones puede percibir que lo que va a presenciar no será un recital común y corriente. Un par de pantallas gigantescas y una especie de manifiesto nos da la bienvenida y funcionan como puerta de entrada a la propuesta con la que Björk nos recibe: la naturaleza como eje, y de como esta entrelazada con la música y la teconología nos puede revelar sus componentes invisibles. Björk nos propone la misión de desentrañar los secretos de los perfumes, los colores, el sentido del tacto y por supuesto los sonidos combinados como origen de la música. Y a medida que uno avanza en el salón empieza a notar como con sencillez se introduce en un universo que las palabras de bienvenida podrían augurar pretencioso, y que sin embargo resulta todo lo contrario. Adentro, en un salón en donde una isla central ofrece desde sushi hasta pizzetas, y agua mineral Palau (!), los televisores se repiten recreando videos e imágenes del sitio web interactivo, rodeando un espacio en el que la gente se va ambientando en la propuesta y dentro del cual se puede jugar a crear sonidos con unos Ipads, interesarse por el Biophilia Educational Project o simplemente acceder al merchandising oficial. Telones negros hacen las veces de decorado de todo ese espacio a media luz, que además mediante letreros desaconseja el uso de cámaras fotográficas para poder disfrutar del show en tiempo presente y en el lugar, y no a futuro en casa. Algo que repetirá en inglés un locutor antes de comenzar el show, y que será traducido al español por una chica voluntariosa, aunque con mucha dificultad. Un pibe al lado mío aplaude a rabiar el consejo, mientras se compenetra en el show comiéndose unos nachos (?).
La apertura coral con Óskasteinn finalmente da por iniciado el concierto en sí, que aunque el concepto Biophilia Residency (anunciado como colaboración entre Björk y Michel Gondry allá por 2010) lo excede como tal, uno lo asume inconscientemente de esa manera, ya que más allá de las aplicaciones, los juegos, y los videos interactivos, lo que motiva en primer lugar a estar allí sentado son las canciones y la música de Björk. Y es “Thunderbold” la encargada de ser la primera en sumergirnos en una experiencia única. La voz cristalina de Björk nos invita a anhelar milagros, mientras las pantallas que rodean al escenario desde lo alto proyectan imágenes de la tierra cubriéndose de luz y sombra alternativamente. El negro absoluto que viste el recinto más las estrellitas a manera de cielo nocturno dan la impresión de estar dentro de un planetario. Todo es minimalista. Empezando por el espacio reducido que le da al show un ambiente cálido e íntimo, hasta los sonidos que acompañanan las melodías y que funcionan como música incidental para arropar canciones mínimas que la fragilidad de la islandesa interpreta con su conocida intensidad. Por un momento Björk podría ser una bailarina en medio de una cajita musical, y es notable como los distintos componentes del show fluyen en una armonía asombrosa.
El escenario está ubicado en el centro del recinto con lo cual todo parece más cercano. Una batería electrónica más un set de artilugios sonoros inclasificables a cargo de Manu Delago, más un par de teclados, una colección de laptops, un reactable, y la consola de comando de un órgano huérfano, además de cuatro péndulos ubicados en las esquinas opuestas, manejados por Max Weisel son los encargados de la música. Ellos más el coro Graduale Nobili, compuesto por un grupo de islandesas que parecen escapadas de un relato mitológico nórdico, son todo lo que necesita Björk para adentrarnos en su cosmogonía.
El set está compuesto obviamente por las canciones de Biophilia (tocó todas salvo “Sacrifice”) más una selección de gemas de toda la carrera de la cantante. Las pantallas nos muestran imagenes con paisajes tanto terrestres como marinos, todos ellos paradisíacos, figuras geométricas que se desarman y se reconstruyen en forma de constelaciones, y viajes insondables hacia el interior de moléculas y microorganismos que muestran su vitalidad como revelados bajo la lente de un microscopio. Björk transita el escenario lentamente, casi reverenciándose a cada paso, movimiento que nosotros seguimos encandilados. Es ella, vestida en plateado y azul bajo una peluca tan gigante como bizarra, el centro de ese cosmos creado a partir de la sugestión por la naturaleza, a la que se aborda desde una mirada fascinacinada e inocente. Todo parece primitivo. La voz fragil de Björk bien podría ser la perfecta alegoría del débil equilibrio natural que nos rodea; y los coros que la acompañan la ideal concreción para un ambiente etéreo en un espacio que parece atemporal. En cuanto a la continuidad de la música en sí, “Crystallyne” termina en una furiosa descarga percusiva; “Hollow” apuesta a encontrar el ADN del ritmo por debajo de un órgano enigmático y tenebroso, mientras que temas como “Dark matter” y “Virus” nos mantienen hipnotizados. A ellos se suman y adaptan con una naturalidad asomobrosa canciones como “Hidden place” (de “Vespertine”) y “Mouth's craddle” y “Sonnets/Unrealities XI” (de “Medulla”). También aparecen maravillas como “Joga” y “Pagan poetry”, aunque acá estoy obligado a hacer una salvedad: ver y escuchar a Björk a menos de diez metros interpretando esos temas es una experiencia de tamaña intensidad, que para describirlo requieriría de toda una crónica aparte. En el final hay un retorno a “Biophilia” con “Mutual core” y su alusión a los movimientos tectónicos, y en ese tramo sobresale la belleza única de “Cosmogony”. La despedida es con “Solstice” en la que la islandesa parece definir nuestro espacio en el universo (And then you remember, that you, yourself, you are a light-bearer. A light-bearer receiving radiance from others), mientras se retira lentamente del escenario por un pasillo que divide la platea principal.
Los bises dan cuenta por primera vez de algunas expresiones de admiración histérica, que a mí me fastidian y bastante, pero las canciones son un regalo que excede al universo “Biophilia”. Primero un viaje al pasado, más precisamente a 1995 y “Post”, con “You've been flirting again” e “Isobel”; y después un movido cierre a cargo de “Pluto” (en la gira actual, en los shows extra-Biophilia Residency, “Homogenic” es un disco que aporta muchas canciones al set). Y si me refiero a “Pluto” solmente como movido, es porque si no me quedaría sin palabras para graficar el segundo (e imprevisto) regreso, y un “Declare independence” que convirtió al escenario en una auténtica rave y al Centro Municipal de Exposiciones en un gigantesco boliche. Las coristas se sacudían enajenadas, poseídas por un ritmo que marcaba una especie de final liberador. La energía desprendida por todos se expandía como en un big bang desde el escenario hacia todas las plateas generando un clima celebratorio y vital que, aún cuando no haya sido buscado, cierra una parábola perfecta entre la exploración sensorial made in Biophilia y el éxtasis enfervorizado como punto culminante de la experiencia. Björk nos despide con un “gracias!” mientras vuelve a perderse debajo de las plateas y algún desobediente intenta obtener las últimas fotos de una noche irrepetible.

martes, 3 de abril de 2012

Gogol Bordello en Groove


Después del evento monstruoso y la parafernalia conceptual de Roger Waters, yo necesitaba volver a tierra. Sentir nuevamente las sensaciones y la energía que producen un recital de rock en su versión más básica y por lo tanto, como dicen los narcocatadores, de mayor pureza. Y nada mejor que Gogol Bordello para recuperarlo. La banda de Nueva York tocó anoche en Groove, luego de su presentación por el Lollapalooza chileno, volviendo a la Argentina tras su breve paso por el Pepsi music en el Club Ciudad allá por 2009, en uno de los escenarios mutilados a los oídos porteños por el Santísimo Señor de las Bicisendas. A pesar de llegar relativamente sobre la hora pude escuchar el último tema de la banda soporte “4 pesos de propina”, que mas allá de la obviedad de una rima entre plata y pirata, parecían sonar bastante bien y tener muy buen recepción por parte del público. Pero yendo a la banda principal, mas allá de su identidad gitana, Gogol Bordello no encaja en los parámetros de la llamada “movida balcánica” que Kusturica mediante, tuvo su pequeño auge en el país desde fines de los '90 hasta algunos años avanzado el nuevo siglo. Aún cuando algún oído interesado se haya acercado a la propuesta de Eugene Hutz y los suyos desde aquella movida, lo cierto es que en el caso de Kusturica existe un cierto componente nacionalista que en Gogol Bordello desaparece por completo. Aquí se reivindica al gitano en su versión nómade y asume como propia la causa de todos los inmigrantes del mundo. Mirando remeras uno puede guiarse también sobre lo heterogéneo del público que se acercó anoche hasta Plaza Italia, y mientras esperaba el inicio del show (torturado por el pésimo gusto de DJ de Groove empecinado en el cuarteto y la peor cumbia) pude ver remeras de Free Palestine, The Wall, Mano Negra e incluso un flaco que llevaba puesta una remera de Licenciado Cantinas de Bunbury junto a un buzo de Lacrimosa (???).
Escenario despojado, apenas decorado por una bandera con el símbolo del disco “Gyspy punks”: un puño aferrado a una honda, a punto de lanzar una estrella identificada con la libertad. En el desprolijo ingreso de los músicos, más la botella de vino en la mano izquierda del ucraniano Eugene Hutz, uno tiene el primer síntoma de los condimentos que va a tener el show. Y el comienzo irresistible con “Ultimate”, también apertura de su anteúltimo trabajo“Super Taranta!” (2007), se trata entonces tan solo de una confirmación. A partir de allí será todo delirio y traspiración. Cada riff del acordeón de Yuri Lemeshev y el violín (Sergey Ryabtsev es componente fundamental de la banda) será coreado a toda voz, cada ritmo replicado en saltos y palmas, cada grito liberado acompañado por puños en alto. Punk gitano, innecesaria etiqueta, porque a decir verdad: hay algo en el mundo más punk que los gitanos? Y luego “Sally”, a puro pulso ska, con el violín marcando el ritmo como un cuchillo, para devenir en furia punk. Y no habrá respiro, porque todo el show mantendrá la adrenalina de esos primeros minutos, con ritmos que van desde el reggae hasta el hardcore, a cargo de una banda sanguinea y visceral.
La fiesta permanente de Gogol Bordello estará siempre acompañada por un espiritu rebelde irrenunciable. La actitud frente al escenario es la de “si molestamos, no nos importa. Así somos, tómalo o déjalo (si puedes)”. A los pasos de Sergey llevando a pasear su violín por todo el escenario, y los movimientos desaforados de Hutz, se suma la presencia de Pedro Erazo, el percusionista y MC ecuatoriano del grupo, quien es el encargado de las arengas al público, innecesarias por cierto. Desde la mitad del local veo pasar cuerpos exhaustos que salen del pogo constante para tomar una bocanada de aire (y un poco de cerveza) para regresar renovados a seguirle el ritmo a la banda. Una banda que avanzando en el show arma una continuidad con “Inmigrant punk” y “Tribal connection” que tiene a Joe Strummer como Dios pagano y “The guns of Brixton” como biblia sagrada. Y después sigue con las lejanas reminiscencias españolas de “My companjera”. Este tema es de su último disco “Trans-Continental Hustle”, producido por un Rick Rubin que consiguió la versión más madura de Gogol Bordello, al menos de lo que hasta ahora conocemos de ellos. De allí también sonaron la cumbia “Last one goes the hope” y el momento más calmo del show, con “When universes collide”.
Tratándose de un 2 de Abril, me intrigaba ver como Gogol Bordello se abocaba al tema Malvinas (si es que lo hacían) sin caer en demagogia. Y el encargado fue una vez más Pedro Erazo, quien afirmó: no solo las Malvinas, todo el mundo es nuestro. Perfecto, bien a tono con su espíritu nómade, y ahí nomás pegaron lo que tal vez sea su más elocuente declaración de principios “Inmigraniada (We comin' rougher)”, y el pogo llegó hasta la avenida Santa Fe. Ya para el final quedaron “Break the spell”, el irresistible “Pala tute” y un “Star wearing purple” (con cita al floydeano “Hey teacher, leave the kids alone”, como si el espíritu de Roger Waters aún permaneciera entre nosotros) que nos dejó a todos saltando hasta volvernos púrpuras del calor, mientras Eugene Hutz vaciaba su botella de vino sobre las cabezas de la gente más cercana, y revoleaba lo que quedaba repartiéndolo por todo el escenario.
Breve receso para un regreso que fue más de lo mismo, una fiesta en continuado que solo se tomó un respiro para dar lugar al inevitable canto del público local, porque también Gogol Bordello es un sentimiento que no se puede parar. “Alcohol”, oda que también resulta otra declaración de principios, con menos rebeldía pero más enajenación, y “Think locally, fuck globally”, "Sacred darling" y un final que los encuentra a todos los músicos entrelazados sobre el escenario, mientras suena de fondo la voz de Johnny Cash y su versión de “Redemption song”, un auténtico himno para los inmigrantes del mundo.
Con seguridad las efusivas crónicas de los esperados shows de Foo Fighters en River dejarán en segundo plano lo sucedido anoche en un Groove repleto, pero quienes estuvimos allí sabemos que semejante descarga de energía no será sencillo de ser superada por mucho tiempo. Y tratándose de Gogol Bordello, no será cuestión de pedirles que vuelvan, porque será su andar errante el que inevitablemente los traiga casi sin querer de regreso, para volver a regar esta tierra con mucho vino, más sudor, y ninguna lágrima.