Pocos minutos antes de las ocho de la noche empezó un leve movimiento en el escenario de River. La mayoría sabíamos que se trataba de Ciro y Los Persas, que hacían las veces de banda soporte. Las señoras que tenía a mi derecha abrieron los ojos medio espantadas, con cara de “no irán a poner un rockero, no?” Muestra extrema de lo ecléctico del público anoche. Adelante, dos sub-20 aplaudían y empezaban a cantar con “Al atardecer”. El soporte en realidad fue Ciro y dos persas. Media banda en formato acústico solamente para hacer seis temas. Casi inadvertido el pobre Ciro, que supo llenar ese estadio de bote a bote. “Tan solo” levantó un poco a la platea, dedicó “Canción de cuna” a los suyos y se fue deseando que dure la noche de hoy. Deseo que por suerte, se hizo realidad.
Media hora antes de comenzar el show, las pantallas laterales empezaron a mostrar una tira de imágenes que resumía en dibujos, fotos, videos y recortes de publicaciones, la carrera artística de Paul McCartney. La música, aunque en volumen medio, reproducía versiones de sus canciones con base electrónica o hacia el final, convertidas en clásicos soul. Una buena manera de tener presente los tantos temas que no iban a sonar durante el show, que puntualmente empezó con un Paul elegantísimo haciendo “Venus and Mars” pegado a “Rock show”. Pero se sabe que ningún show de McCartney empieza del todo hasta que no se escucha “Yet”. Ahí sí ya estábamos todos en clima. Yo, desacostumbrado a las plateas lejanas, temía por un sonido débil o algún rebote debajo de las tribunas, pero no. Todo era perfecto, y encima Paul arrancó con “All my living”, provocando la primera gran explosión. El show va a ir cambiando de climas según el instrumento que Paul tenga a su cargo. En ese comienzo el bajo cambió por la guitarra eléctrica (el bajo quedó a cargo de Rusty Anderson, una extraña cruza entre el “pollo” Vignolo y Guido Suller) y ese tramo resultó bien rockero. Primero “Letting go” y un cierre con una tremenda versión de “Let me roll it” que incluyó una cita al final a otro zurdo, Jimi Hendrix, con el riff de “Foxy Lady”. Cita homenaje al tipo que cuarenta y tres años atrás, él mismo recomendó en reemplazo de The Beatles para tocar en Monterrey.
Cuando Paul se sentó en el piano, yo sentí que el estadio quedaba grande. Ese tramo del concierto era ideal para un teatro. Claro, habría que ver a qué precio, pero el clima de “The long and winding road” exige intimidad. Después Wings en versión casi progresiva con dos temas: "Nineteen hundred and eighty-five" y “Let ‘em in”, y la primera dedicatoria: “My love” para traer el recuerdo de Linda. Paul sonríe entre tema y tema. Conversa en español con la gente. Repite gestos al final de cada tema y espera la reacción del público. Eleva su brazo festejando las reacciones de la gente y juega con sus tiradores en un gesto de mímica clown. Es prolijo y políticamente correcto. De él no se puede esperar que mande a sacudir las joyas a las primeras filas (que pagaron más de $ 7000). Sabe que su propia presencia basta para que la gente lo adore, que todo lo que haga será bienvenido. Y baja del escenario a buscar una guitarra acústica y uno supone que se viene algo grande. Toca “Two of us” y después “Blackbird”. Y entonces es imposible no lagrimear. Yo me niego a mirar las pantallas laterales que amplifican la figura de Paul. Me quedo con la imagen del escenario y con ese tipo de camisa blanca solo en el medio, iluminado por un único haz de luz. Uno de los más grandes artistas de todos los tiempos haciendo una de las mejores canciones que se hayan compuesto jamás. Ese punto, ese haz de luz, esa guitarra delicada son en ese momento el centro mismo del universo. All my life, I was only waiting for this moment to arise.
“Here today” dedicada a Lennon se transformó en el segundo homenaje de la noche. “Dance tonight” retomó el clima festivo, con Abe Laboriel Jr. bailando detrás de su batería. El gordo es un fenómeno. No solo por su simpatía y por lo que toca la batería, sino porque su apoyo vocal es fundamental para envolver y coronar las canciones. Y Paul sigue: “Mrs. Vandebilt” y otra vez a pegar fuerte a las emociones con “Eleanor Rigby”. La gente canta todo. Se anuncia otro homenaje, esta vez para Harrison. Y arranca un “Something” que tiene reservado un momento conmovedor, cuando la banda se suma a Paul y en ese preciso instante la pantalla muestra una foto de un joven McCartney en blanco y negro con su cabeza reposando sobre el hombro de George. Esa imagen, reemplazada luego por otras de la época Beatle arranca lágrimas a todos. Y desde el escenario se nota y deciden bajar un poco ese tono. Entonces el clima se corta con “Sing the changes” de The Fireman, con la imagen de Obama armándose y desarmándose desde las pantallas, como símbolo de una esperanza que la últimas noticias llegadas del norte parecen desmentir.
De allí en más, todo fue cantar, cantar y cantar. “Band on thu run” abrió ese tramo, y pegadito “Ob-la-di ob-la-da”. Y yo que siempre creí que esa era una canción indigna en la discografía de The Beatles, sentía que podía quedarme idiota tarareando ese estribillo por el resto de mi vida. “I’ve got a feeling” (alguna duda?), “Paperback writer” y “A day in the life” con el estribillo de “Give peace a chance” como corolario y que resulta el auténtico homenaje a John en la noche. Las pantallas muestran por primera vez a la gente, que canta y sacude sus brazos. En una de las tomas me parece identificar a Charly García cantando, pero la cámara viaja rápido y la toma no se repite. Paul sube al piano y empieza “Let it be”. Nadie podrá encontrar palabras para la emoción porque no existen. Por suerte no todo puede describirse con palabras, pienso, y me dejo ser. Y después la adrenalínica “Live and let die”, con las explosiones efectistas, los fuegos artificiales y el escenario teñido de un tono rojo anaranjado. Otro punto culminante del show. En medio del humo, alguien acercó un piano multicolor. Paul se sienta y empieza “Hey Jude”. Y todos sabemos que el “na na na, nana na na” va a ser interminable. Paul dirige: ahora solo los varones, ahora solo las chicas y todos de nuevo. Las plateas de atrás se habían vaciado y mucha gente se agolpaba a las vallas que le señalaban el límite de su espacio. Un paso más adelante vale $ 2000. Paul saluda, llama a sus músicos y se despide. Nosotros seguimos “na naneando” felices.
De regreso Paul hace flamear una bandera argentina. Demagogia o un ex-beatle que se suma al Bicentenario, da lo mismo. El grito de “Argentina, Argentina” no se sostiene, entre otras cosas, porque Paul hace de ese primer bis una extrema descarga de energía beatle: “Day tripper” primero, “Lady Madonna” luego y el cierre con “Get back” que es justamente lo que nos quedamos todos pidiéndole cuando Paul abandona el escenario por segunda vez. Y hubo más. “Yesterday” a esa altura resultó un premio final para el cúmulo de emociones de una noche que ya está guardada entre los tesoros más preciados de mi memoria. Pero Paul no va a dejarnos ir en tono melancólico y se despacha con un “Helter skelter” que nos pasó por arriba. “Sgt. Pepper” y “The end” fueron una excusa para irse a casa batiendo palmas. Último saludo, agradecimientos varios a técnicos y músicos y saludo final. Apenas diez minutos faltaban para cumplir tres horas de show.
No viví a los Beatles. No estuve en el ’93. “Pipes of peace” fue uno de mis primeros discos en inglés después de la castellanización obligada de Malvinas, pero recuerdo haberlo comprado más por la presencia de Michael Jackson en “Say say say” que por el mismísimo McCartney. Cuando avancé en mi conocimiento con la música Beatle, John y George se adelantaron en preferencias a Paul. Pero me bastó tenerlo enfrente esas tres horas para darme cuenta del tamaño de la energía que ese tipo y sus canciones son capaces de provocar. Caminando lento por Udaondo miro el Monumental que se va vaciando y sueño con que la noche de música de Paul todavía escondida entre los rincones del estadio funcione como conjuro para terminar con la mala leche que venimos soportando las gallinas estos años. Pero claro, el sábado tocan los Jonas Brothers, así que es probable que los centros de Chiche Arano sigan pasando lejos, por atrás del arco. Así que será cuestión de encontrar al Brian Epstein capaz de calzarse el buzo de DT, pero ese es otro tema.
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