viernes, 17 de julio de 2009

Cat Power en el Teatro Gran Rex

La escena parece salida del final de una película. La estrella camina hacia un lado del escenario, recibe un ramo de rosas y las empieza a repartir entre el público; arroja algunas, entrega en mano otras a algún privilegiado. Es el primer gesto directo de la artista hacia el público al cabo de dos horas de recital. Después la leve flexión de rodillas y la misma reverencia con la que saludó al entrar despiden a Cat Power del Gran Rex y escenario queda finalmente vacío y a oscuras.
Lejos del caos alcoholizado de su primera visita en 2001 en el Teatro Margarita Xirgu, pero también con un disco de versiones bajo el brazo (“The covers record” antes, “Jukebox” ahora), la nativa de Georgia hizo de sus dos horas de show un lento proceso que bien se puede describir con una sola palabra: encantamiento. Porque la voz frágil pero densa de Chan Marshall impregna una característica tan particular a las canciones, que en su monotonía suave y placentera mantienen a la gente en un estado de gracia que se interrumpe apenas en los aplausos al final de cada tema o con alguna explosión instrumental de la banda que la acompaña. En su manera de abordar las canciones, ralentizando las melodías y apoderándose de cada una hasta imbuirlas en la misma atmósfera que las propias, Cat Power hace de su arte una particular manera de homenajear a los artistas que la marcaron a fuego. Y en ese proceso consigue que tres mil personas no puedan despegar sus ojos de ella, que mientras tanto no deja de recorrer el escenario meciéndose lentamente casi abrazando al micrófono, enroscándose con el cable, escondiéndose entre las penumbras de la tenue iluminación que transita entre el lila, el violeta y el azul, y sin otra relación con la audiencia que no sea su voz y sus melodías. Tanto es así, que sobre el final del set, Chan desciende del escenario y empieza a caminar por los pasillos entre la gente, que no atina a levantarse de sus asientos y ni siquiera se atreve a estirar una mano. Hipnosis absoluta.
En el comienzo, la encargada de abrir el show es aquel tradicional que Eric Burdon y Alan Price les devolvieran a los norteamericanos hecho clásico: “The house of the rising sun”. Pero ya está dicho, todo será a su manera. Entonces poco importa que que “Fortunate son” o “Woman left lonely” hayan estado alguna vez en boca de John Fogerty o Janis Joplin, o cuántos artistas de hayan sumergido en “New York, New York” o “Sea of love”, porque todo gira alrededor del universo Marshall. En medio, algunas canciones propias como “The moon”, “Metal heart” o “Song to Bobby” (dedicada a Dylan) que curiosamente son las mejor recibidas por el público. Y detrás de ella una banda que descolla. Porque los Dirty Delta Blues band se amoldan a la cadencia de Chan, y sostienen y engrandecen los climas durante todo momento. El grupo, cuyo nombre surge de la suma de los otros proyectos de sus integrantes (Jim White baterista de Dirty Three, Gregg Foreman tecladista de The Delta 72, Judah Bauer guitarrista de Blues Explosion, acompañados por el bajo de Eric Paparozzi que también incursiona en un vibráfono gigante) lleva la música americana en su ADN, y parecen saber todo sobre rythm & blues, soul, y countryfolk. Sin lucimientos personales, aunque detenerse en Jim White puede resultar un lujo extra, son un ensamble perfecto a la tensa calma de Cat Power y por momentos consiguen climas extremadamente intensos.
En un recital de recorrido parejo, se pueden destacar momentos como “Dark end of the streets” (de James Car), la renombrada “Ramblin’ woman” de Hank Williams, o el “Don’t explain” de Billie Holiday que la devuelve al escenario para los bises, pero no habrá manera de superar el conmovedor final con “Angelitos negros”. Porque a pesar de la pronunciación del español, Cat Power consigue plasmar en su versión lo mejor de sí misma, quebrando la voz, casi suplicando y entregándose con una intensidad única y emocionante. El resto fue la ceremonia final de las flores, arrojando en bollitos también las listas de temas, y la despedida de un público que a esa altura había abandonado en buena parte sus lugares y se había amuchado ensimismado delante del escenario. entonces cuando las luces del teatro tuvieron a cargo la ingrata tarea de romper el hechizo.