jueves, 19 de mayo de 2011

Laura Marling en Samsung Studio

Ayer empecé la crónica hablando de pasado. Hoy se trata de presente y futuro. Presente y futuro que tienen un pasado. Reciente, pero pasado al fin. Porque en un principio Tom Anderson y Chris De Wolfe crearon Myspace. Y desde aquella plataforma el mundo virtual empezó a parir artistas de todo tipo. El caso de Liliy Allen seguramente es el más reconocido, pero esperpentos como Tila Tequila de pronto alcanzaban una masividad inusitada. Y al candor de ese espacio, muchos artistas se animaron a dar a conocer sus canciones y empezar a divulgarlas hacia una platea infinita y ávida de nuevas voces. De allí fue que Laura Marling comenzó a hacerse visible y a sorprender con sus canciones tan intensas como mínimas. Y a medida que su espacio crecía en seguidores, nombres como los de Keren Ann y Regina Spektor empezaron a sonar como directas influencias. Hasta algún aventurado llegó a citar el pretencioso nombre de Joni Mitchell. Uno ha aprendido hace rato que a la hora del hype todas las exageraciones son válidas, pero yo la escuchaba y nada me resultaba del todo extremo. Incluso yo sumaba a Jolie Holland a las referencias que su voz me traía a la memoria. Digo todo esto cuando a esta descripción aún le falta un dato fundamental: Laura tenía apenas dieciséis años.
Anoche en el Samsung sucedieron cosas inéditas, como la ausencia de butacas (no era un show para ver de parado, ni siquiera la convocatoria lo justificaba), y entre el público se escuchaban más voces en inglés que en español. En la previa la aparición no anunciada de Pete Roe, tecladista de Laura, quien presentó temas propios mientras en la sala se oía más el murmullo desinteresado de la gente con Stella Artois en la mano y los chistidos de los que quería escuchar, que al pobre muchacho, de quien tengo que decir que no me conmovió para nada. Al rato nomás, sí se descorrió el telón y Laura Marling inició su concierto con “Ghost”, de su primer disco “Alas I cannot swim”. Batería, banjo, piano, contrabajo y cello acompañaban a la voz y guitarra de cantautora británica. En seguida “Devil’s spoke”, de “I speak because I can”, el segundo trabajo que fue el que la terminó de mostrar como una artista inusitadamente madura para sus, ya por entonces, veinte años.
Laura canta mirando por encima de las cabezas de la gente, con los ojos puestos en un punto en un horizonte inexistente que la lleva a ignorar que delante de ella está el público. La rodea un aura de niña tímida que se contrapone con las letras de sus canciones. “He could fall and she could weep. But as holy are her feet and hard with mention. But dear they may not speak We fell tight when there is tension and their eyes could make us weak” canta en “Alpha shallows”, una canción folk con un cierto aire renacentista, que si el Ian Anderson que visité anoche escuchara, recibiría sin dudas con un guiño aprobatorio. El nuevo “Don’t ask me why” es otro momento de alta intensidad. Su fraseo al cantar justifica aquella inicial comparación con Joni Mitchell, pero la cadencia de su tono melancólico y su perfecta dicción, la colocan más cerca de aquellas voces que deslumbraron a fines de los ’60 en las Islas Británicas. Gente como Bert Jansch o John Renbourn se desvivirían por acompañar la amplitud, el colorido y la seductora tersura de esa voz, que es capaz de quedar sola sobre el escenario con su guitarra para hacer maravillas propias, como “Goodbye Endgland (covered in snow)”, o ajenas, como el cover de Jackson C. Frank “Blues run the game”. Y que conmueve al punto de generar un ambiente de cálida intimidad, impregnando la noche con su impronta delicada y levemente frágil. Ese clima que solo se rompe con algún olvido en la letra, como al principio de “Alpha shallows”, o el nombre del propio Jackson C. Frank (aunque en este caso doy por seguro que Laura conoció esa canción más por las versiones de Sandy Denny o Nick Drake, que por la del propio autor); y que toma un cariz simpático cuando Laura responde sonrojada y bajando la mirada, a los “i love you” y los “te amo”, que llegan a sus oídos tanto de voces masculinas como femeninas de la platea.
Canciones como “Blackberry stone”, la inédita “Night alter night” o “Alas I cannot swim” me llevaron al recordar el impacto que me provocó ver a Russian Red (otro producto “made in Myspace”) por primera vez sobre el escenario. Pero lo que en la española es jovialidad y frescura, acá es retraimiento y languidez. Y una complejidad melódica y armónica que la colocan varios escalones por encima de Lourdes.
El final llega con “Rambling man” y la canción que a nombre a su segundo trabajo, “I speak because I can”. “My husband left me last night. Left me a poor and lonely wife. I cooked the meals and he got the life, and now I'm just out for the rest of my time”. Así se despide esta niña dejando en claro una vez más su madurez como artista, ya que además de sus dotes vocales, se muestra saludablemente inquieta e inconformista a la hora de componer. No hubo bises, ella lo había advertido. Solo un saludo leve y una sonrisa cómplice.
A la salida me tomé un taxi y tuve la desgracia de toparme con uno manejado por una mujer. Y mi queja en este caso no se detiene en la divulgada creencia de la incompatibilidad de género con la conducción de vehículos, ni mucho menos. Sino que las mujeres taxistas hablan mucho. Más que un taxista hombre oyente de Gonzalez Oro de los que pide la vuelta de los militares. Y la locuacidad de la señora se contraponía con el estado introspectivo que me había dejado el recital. Y mientras ella contaba que justo iba por Belgrano para bajar hasta el casino para levantar pasajeros allí, yo hacía oidos sordos, mientras trataba de fijar los recuerdos que quedaron plasmados en los párrafos previos. Y las historias de la taxista incluían siempre jugadores empedernidos y borrachos, que no le pagaban los viajes. Para mis adentros yo pensaba que por qué me contaba eso a mí, si los concurrentes más duros de la noche del Samsung de ayer éramos incapaces de resolver ese problema, y que de seguro el Sindicato de taxistas tenía gente más grande y mejor adiestrada para tomar cartas en ese asunto. Eso sí, entre esa especie de masoquismo financiero de la señora y el relato en sí, Tom Waits tenía historias para grabar un disco doble. En mi caso, lo que yo quería era llegar rápido a casa porque tenía hambre. Y al llegar a Parque Chacabuco, no dudé en pagarle el viaje; no sea cosa que después la señora ande hablando mal de los fans de Laura Marling. Y volviendo a Laura, hoy toca de nuevo en al Quilmes Rock. Después de Los Tipitos y antes de Jack Johnson. Lo que se dice, todo un desperdicio.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Ian Anderson's Jethro Tull en el Teatro Gran Rex

Viviendo en el pasado. Ellos y nosotros. Los de la platea esperando ver sobre el escenario algo de la música que nos hizo vibrar en muchos momentos de nuestras vidas. Ellos (o él, Ian Anderson, y sus lugartenientes en este caso) mostrando una versión digna de su gloria de antaño. Nosotros, porque desde la primera vez que escuchamos un disco de Jethro Tull supimos estar ante una música tan única como inclasificable, o, según como se lo mire, merecedora de todas las clasificaciones imaginables. Ellos, porque más allá de cualquier iniciativa en tiempo presente, saben que el brillo de sus mejores gemas se encuentra a sus espaldas. “Let’s go living in the past” propone entonces la inconfundible voz de Ian Anderson desde el primer tema, y nosotros sabemos que con el hombre de la flauta encantada, viajar en el tiempo se trata solo de dejarse llevar. En definitiva, como en la canción de Milanes, el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos. Y si no que lo diga el propio Ian: It was a new year yesterday, but it’s an old day now.
El formato del show de anoche en el Gran Rex era un misterio, al menos para el que no se haya tomado el trabajo de hurgar en videos caseros de los shows previos en San Pablo. La gira se había anunciado inicialmente como una versión reducida y acústica de la banda. Un mes atrás estaban tocando en Moscú junto a una orquesta de cuerdas y en breve inician en Canada y USA la celebración de los 40 años de la edición de “Aqualung”. Pero al tercer tema (“Up to me”) ya no quedaban dudas: Ian Anderson había llegado con una banda que resultó una de las versiones ambulantes de Jethro Tull: con John O’Hara en teclados y acordeón, y David Goodier en el bajo como miembros oficiales, y con Scott Hammond en batería y el ya conocido Florian Opahle en guitarra. La ausencia de Martin Barre motiva el “Ian Anderson’s Jethro Tull” con el cual se presenta el concierto.
“Hare in the wine cup” le puso un poco de humor a la noche, con Ian y sus movimientos de mimo, previos a tomar asiento en su banqueta. Siguieron con un tema nuevo y una buena versión de “Songs from the Woood”. Anderson presenta las canciones citando los años de edición y riéndose de las distintas etiquetas con la cual su música fue clasificada: blues, folk rock, jazz rock, prog rock, y cuanto rótulo se haya inventado. Se pasea por el escenario. Actúa cada movimiento, repite su pose clásica, sosteniéndose con la pierna derecha y cruzando la izquierda sobre su rodilla, al tiempo que eleva su flauta hacia el cielo. El pañuelo atado en su cabeza lo vuelve una especie de corsario que avanza agazapado por el escenario persiguiendo enemigos invisibles, soplando (sí, Anderson sopla) su flauta mientras cambia el paso y el rumbo, tanto de sus movimiento como los de la música. Un arlequín director de orquesta, eso es el británico sobre el escenario. Que cuando corresponde, se pone serio. Como cuando presenta el set clásico a cargo de su amado Bach. Primero el “Preludio en C mayor” a duo con O’Hara, y después su tradicional versión jazzeada de “Bouree”. Sutileza en cada arreglo, belleza encantadora en la melodía y magia flotando en cada rincón del teatro.
Después de Bach llega un momento crucial en el concierto, cuando Ian Anderson anuncia “Thick as a brick”,.en su versión larga. Esta pieza en forma de suite, capaz de combinar el folk tradicional con la música clásica, yendo y viniendo por ritmos y melodías que pasan de la sugestión al éxtasis, y que de chico me cansé de escuchar, aborreciendo el momento de levantarme para dar vuelta el casette. Tanto que me sabía cada variación de tiempo de memoria, y que en algún momento motivó la idea absuda de tener dos veces el mismo casette, con el lado 2 en punta en la segunda casettera del radiograbador. Que es el punto culminante del concierto desde lo musical hasta lo emotivo y que provoca que la sala salude de pie un final prolongado. Vi a Clapton tocando “Crossroads” y Page y Plant haciendo “Since I’ve been living you”, puedo ahora tachar al “Thick as a brick” de Jethro Tull de mi lista de pendientes.
Luego el regreso a Bach, la “Tocatta y fuga” a cargo de Florian Opahle y su guitarra, en un solo que remite a los guitar hero del metal. Florian lleva años tocando al lado de Anderson y se acopla con comodidad con las canciones de Jethro Tull; sus contrapuntos con la flauta de Anderson no desentonan ni mucho menos, y hacen que nos olvidemos por un rato (solo por un rato, que quede claro) de Martin Barre. Después de “A change of horses”, llega el tramo final del concierto, que resulta una delicia para los fans. Primero “My God”, con Anderson y su frulato característico, sus canturreos en correlato y sus pulmones que felizmente han pasado los sesenta años y todavía guardan capacidad para que nuestro héroe haga estallar su flauta, al punto que me lleva a pensar que si Hendrix hubiese sido flautista, en ese momento prendería fuego la flauta. Y en seguida el tono desciende al misterio y encanto de “Budapest”, una joya de “Crest of a Knave”, aquel disco del ’87 que les valió el insólito Grammy a mejor banda de hard rock. Y el cierre con “Aqualung” en una versión extraña, con un inicio minimalista y elriff a cargo del acordeón de O’Hara, pero que hacia el final estalla y recupera su paso rockero arrollador.
Los músicos no se hicieron esperar mucho para el bis y el teclado marcó los acordes que dan comienzo a la apoteosis de “Locomotive breath” que a casi dos horas del inicio del show nos quita el aliento que nos quedaba. El muchacho que tenía sentado al lado, que cometió la herejía de llegar cuatro temas tarde, y que en ese momento se disponía a enviar un SMS, se quedó con el dedo tieso apuntando a un teléfono que casi se le suelta de la otra mano atónita con la energía que provenía del escenario. Un padre le golpeaba el hombro a su hijo adolescente y le repetía “escuchá, escuchá”, al tiempo que el pibe, sin despegar los cinco sentidos del escenario, le respondía indiferente: “Sí pa. Escucho, escucho.” Y yo que empezaba a querer que no se termine nunca, porque me había perdido las cuatro visitas anteriores a Buenos Aires, y que no sabía si agradecer por estar en la quinta o autocondenarme por la ausencia en las anteriores. Pero no solo termina, sino que además hay que apurar el paso, porque la mayoría estams grandes y salimos mirando el reloj pensando en la hora que hay que levantarse al otro día. Así que mientras algunos se quedan haciendo números para volver hoy, y otros piensan en el show de Asia del sábado, la mayoría nos vamos canturreando anonadados con la voz de Anderson que desde algún lugar de la conciencia nos aconseja “No way to show down”.

miércoles, 11 de mayo de 2011

The Cult en el Teatro de Flores

“Te parecés al de The Cult”, me dijeron alguna vez. Debía tener unos diecisiete años y aunque al incipiente melómano que era, la imprecisión en eso de “el de The Cult” le molestaba un poco, y los posters de mi cuarto lo desmentían, en ese momento lo creí una de las cosas más lindas que me habrán dicho en unos años en los que cualquier cosa que llegara a mis oídos con voz femenina sonaba linda. Era el tiempo en que la inconfundible voz de Ian Astbury gritaba al límite de quebrarse, el “born to be wild”, aquella sentencia rutera de Steppenwolf que los ponía en el prime time de las radios de rock. Así que anoche, de alguna manera, resultaba para mí una especie de volver a los diecisiete.
El concierto había bajado de las pretensiones del Estadio Islas Malvinas al más modesto, en cuanto a capacidad, Teatro de Flores. Los precios altos, la amplitud de la oferta en cuanto a recitales…, son muchos los motivos en los últimos tiempos por los cuales la convocatoria no es la esperada en más de un show. A mí, en este caso en particular, el cambio me benefició desde lo geográfico. El estadio de La Paternal será muy cómodo, pero la zona se vuelve inhóspita para programar un regreso cómodo a casa en una noche entre semana. El 44 tiene a esa hora menos frecuencia que el Halley, y transitar los paredones de la Chacarita de noche no es el paseo más reconfortante. Así que por mi parte, más que agradecido.
Si dije antes que el concierto me retrotraía a mi adolescencia, el The Cult que vi anoche tuvo mucho de aquel que me empezó a seducir en los ’80. Una banda que resultaba la perfecta mixtura entre la oscuridad post punk y el misticismo zeppeliano. Esta comunión les otorgaba un sello indeleble y un encanto muy particular, que con el tiempo en parte fueron perdiendo. Nunca defraudando, está claro. Pero mis preferencias siempre permanecieron en esa primera versión de la banda. Y anoche, en un show en el que repasaron toda su carrera, haciendo base minuciosamente en cada uno de sus trabajos discográficos, The Cult me dio el gusto y sostuvo su concierto en sus dos primeras gemas: “Dreamtime” y “Love”.
Abrieron el concierto con “Everyman and woman is a star”, uno de los temas nuevos, entregados en esas pequeñas producciones a las que se han abocado y que llamaron “Capsule”. Pero el idilio con la gente y la primera respuesta energética desde abajo del escenario llegó cuando se escucharon los primeros acordes de “Rain”. En seguida un descenso a la prehistoria con “Horse nation”, y pegadito el “Sweet soul sister” de “Sonic temple”. En el fondo del escenario, los tradicionales símbolos piratas encarnados en la calavera y dos tibias cruzadas completaban y justificaban el look de Astbury: lentes oscuros, pañuelo rojo aprisionando su recuperada cabellera y una barba descuidada. Gordo. Además Ian Astbury está gordo. A su izquierda, Billy Duffy ofrecía lo mejor de sí: acordes y texturas complejas, riffs precisos y punteos hirientemente rockeros. La banda se completó con Chris Wise en el bajo, un segundo guitarrista (Mike Dimkitch) que con sus anteojos oscuros, su sombrero y la campera de cuero ajustada, parecía salido de un concierto de Los Violadores a medidos de los ’80, y John Tempesta ( ex White Zombie) en la batería.
En tren del repaso de su carera que The Cult se propuso para esta gira, la banda no cayó en facilismos. No apostó todo a los hits seguros y revalorizó temas como el hipnótico “White” (de “Ceremony”) y el oscuro “Saints are down”, de “The Cult” (1994), los cuales crearon un clima denso en la sala, y que obligó a zambullirse en el trance que proponían los ambientes creados por la guitarra de Duffy. De ese tramo salieron con “Dirty little rock star”, un tema cuyo riff le debe muchísimo al “Undercover of the night” de los Stones. Y para cuando Astbury cantaba aquello de “It rained flowers when the music began, love all around when the music is loud. Every day, nirvana”, esas palabras resultaban una perfecta descripción del clima que se vivía en el teatro.
Tanto, pero tanto se propusieron no dejar ninguna etapa de lado, que hasta incluyeron en el setlist a “Ghost dance” del disco de rarezas. Hubo un breve intermedio con un video que mostraba una cámara recorriendo pasajes desérticos cuya inclusión no se entendió demasiado, más temas nuevos (“Embers” primero y “Until the light take us” hacia el final), y “Go west”, otra joya de “Dreamtime” muy bien recibida por el público. Después la contundencia de “Wild flower” para que no nos olvidemos que los tipos cuando quieren rockean en serio. El cierre fue con “She sells sanctuary” un temazo al que el tiempo no corroe para nada, y la demoledora “Love removal machine” con la inconfundible voz de Ian repitiendo los “baby, baby” hasta el paroxismo adrenalítico final.
Hubo un regreso al escenario, claro. E incluso allí fueron consecuentes en la elección de las canciones: primero “Rise”, de “Beyond good and evil”, que significó en el momento más pesado de la noche, después un increíble “Spiritwalker”, otra vez desde “Dreamtime”. Y para despedirse definitivamente, un único gesto condescendiente: el “Break on through (to the other side)” de The Doors, con Ian Astbury despegándose de la apropiación de Morrison que lo llevara a tomar su papel en aquella banda, y liderando ahora su propio grupo, y homenajeando a una de sus mayores influencias con una versión categórica del clásico. Queda para hoy un segundo concierto en Colegiales con Coverheads como teloneros y el sorteo en una FM de una campera autografiada.
A los diecisiete hubiera esperado una hora el 134. Anoche, con el madrugón laboral por delante, me tomé un taxi. Si no fuera por ese detalle, podría decir que el hechizo del regreso en el tiempo se había cumplido. Y si se trata de reeditar supuestos parecidos, el pelo no ha vuelto crecer, es cierto. Pero yo estoy más flaco.