Aunque lo mío ustedes bien saben que es hobby, si nos
ponemos un poco estrictos lo que va a suceder a continuación será el intento de
ustedes, que no saben leer, de tratar de entender lo que yo, que no sé
escribir, pretendo contar de la descomunal noche de Dweezil Zappa y su banda en
el Teatro Opera. Claro que en este caso no se tratará de entrevistar a nadie,
sino simplemente del, de antemano vano, intento de transmitir las sensaciones
de una noche única e inolvidable.
El show del Teatro Opera se había anunciado en el
marco de la gira tributo al 40º aniversario de “One size fits all”. Sin embargo
el jueves, mientras los jugadores de River se tiraban agua en los ojos tratando
de aliviar el ardor provocado por el gas arrojado por hinchas de Boca
impotentes ante la evidente superioridad de un rival que los dejaba fuera de la
copa en su propio estadio, la banda de Dweezil Zappa descargaba en el show
agregado en el Teatro Vorterix, un setlist completamente diferente al de la
gira prometida. Eso le puso un interrogante extra al show, que se dilucidó,
mientras en Paraguay la CONMBEOL hacía gala de su misericordia infinita para
con los agresores poderosos, cuando los puntualísimos músicos salieron a escena
e iniciaron el concierto con “Inca roads”.
Mas allá del jugueteo con la teoría de los platos
voladores y las líneas de Nazca, la música realmente parece llegada de otro
planeta. No porque uno la conozca deja de sorprenderse, y en esos cortes, idas
y vueltas, cambios de ritmos y climas, la música interpela, exige, incomoda y termina
seduciendo a fuerza de una precisión implacable y una interpretación sentida y
cercana a la perfección. Los climas se construyen en función del álbum, el jazz
fusión del comienzo, la cadencia de “Sofa nro1”, el groove de “Po-jama people”,
el rock progresivo con el sello bien ‘70s de “Florentine pogeon”, en un combo de
recorridos musicales que en “San Ber’dino” parecen encontrar su punto de
comunión. Continua en “Andy” y cierra con “Sofa nro 2”.
Para que todo lo que había sucedido hasta allí, y
para que se consume la orgía musical que lo sucedió, hubo una banda integrada
por músicos notables que lo permitieron. Dweezil muestra como aprendió cada
detalle de su padre a la hora de tocar la guitarra, y con una humildad delicada
dirige a sus compañeros de banda, que parecen haber hecho el mismo recorrido
que él, pero sin lazo alguno de consanguinidad. Chris Norton inventa sonidos en
los teclados, se luce en los momentos más jazzeros de la noche y es dueño de un
falsete imprescindible a la hora de temas como “Inca roads”. Ryan Brown marca
los tempos desde a batería, y golpea los tambores dirigiendo los pasajes más
anárquicos en términos de ritmo y contrapuntos. Kurt Morgan toca el bajo casi
siempre de perfil al público, rara vez se pone de frente y tiene un gancho muy
particular con Sheila Gonzalez, ya que por momentos se aíslan y parecen tener
su propio goce compartido al margen de la banda. Seguirlo con el oído solo a
él, por momentos es lo que hice, resultó un placer inigualable. Precisamente
Sheila Gonzalez es un imán. Toca teclados, saxos, flauta, aporta voces, pero esencialmente
vive la música con su cuerpo. Baila, zapatea los ritmos, sonríe siempre, se
adelanta, se complota con Kurt, y hasta es la primera en animarse a una arenga
al público cuando detecta que el coreo de la gente permite acoplarse a algún
pasaje musical reconocible. Por último Ben Thomas es el que con su voz grave
(sin desmerecer el resto de sus aportes en vientos y guitarras) nos permite
cerrar los ojos y sentir que el universo
está consumando lo que el cáncer de próstata nos privó a fines de 1993. Mas
allá de que el apellido ya lo colocaba lejos de esa calificación, Zappa plays
Zappa es mucho más que una banda tributo.
Luego de “One size fits all”, Dweezil nos comunicó, y
Sheila tradujo, que en ese momento era el cumpleaños número siete de su hija
Ceylon. Así que le cantamos un feliz cumpleaños, que fue grabado por un
asistente, y que le llegará via web como regalo. Después sí se empezó a
consumar un espiral de éxtasis tal, que terminó cerca de medianoche con la
gente de pie, agolpada contra el escenario, bailando, sacando fotos, y repartiendo
brazos estirados a modo de saludo. Al happy birthday en honor a Ceylon, Dweezil
nos gratificó con “The torture never stops” (no me voy a extender, pero
imposible no señalar la vigencia de esas palabras en el USA del presente) y “The
black pages #2”. Y a medida de que el show avanzaba se fue haciendo presente el
humor, otra de las características imprescindibles a la hora de convocar el
arte de Frank Zappa en su versión más completa.
Seguir el setlist de memoria es imposible, ya habrá
quien se encargue de citarlo con precisión, pero hubo tramos especialmente
participativos por parte del público: “Baby snakes” seguida del encolerizado “I’m
so cute”, por ejemplo. Un placer detenerse en
los gestos de sorpresa de los músicos cuando la gente coreaba “Peaches en
Regalia” como si se tratase del riff más predecibles y el actual hit
radiofónico. Y como si fuera poco (y en
el mismo orden que en “Hot rats”) le siguió ese blues podrido extraordinario
que es “Willie the pimp”. Captain Beefheart también merecía al menos una cita en
la noche (y no sería solo una).
A la música de Frank Zappa no se la puede querer a
medias. Al que le gusta, le gusta en serio. Por ese motivo quien lea esto y no
haya estado anoche, se estará maldiciendo cuando lea títulos como “Uncle Remus”,
“Cosmik debris”, “Trouble every day” y “The grand Wazoo” (impecable Sheila
Gonzalez en el saxo). Una cantidad indecible e inclasificable de clásicos, como
si Dweezil estuviera pagando la deuda que su padre dejó al no visitar jamás el
continente. Y no había mejor manera de homenajear a Frank que con “Sinister
footwear”, el elegido para cerrar el concierto. Impredecible, inclasificable,
hasta ilógico si uno se limita a la formalidad y pretensión de la mayoría de la
música a la que accede habitualmente.
Para el momento del regreso y los bises, ya la gente de la platea se había agolpado
sobre el escenario. Sonó “Dancin’ fool”, como para que baile todo el mundo. Un (no
tan) pibe sacudía su brazo al ritmo de la música como colgado de un para
avalanchas, sentado en el borde del escenario. Una chica bailaba moviendo su
cuerpo casi con la misma anarquía que la música. Otra fue invitada a subir por
Ben Thomas para las preguntas de rigor: querés tomar algo? sos judía? Sos de
Libra? Alguno aprovechó para una selfie con los músicos. Pasó "I'm the slime" y el final arrollador
con “Muffin man”, como para no olvidar nunca. Como para salir zapateando a
Corrientes, para masticar una porción de pizza y comprobar que uno era capaz de
volver a cerrar las mandíbulas, de una boca abierta por la admiración, la
sorpresa y el avasallamiento de una música única, de una banda notable y de una
historia que por fin, hijo mediante, se había consumado.