domingo, 17 de mayo de 2015

Zappa plays Zappa en el Teatro Opera

        Aunque lo mío ustedes bien saben que es hobby, si nos ponemos un poco estrictos lo que va a suceder a continuación será el intento de ustedes, que no saben leer, de tratar de entender lo que yo, que no sé escribir, pretendo contar de la descomunal noche de Dweezil Zappa y su banda en el Teatro Opera. Claro que en este caso no se tratará de entrevistar a nadie, sino simplemente del, de antemano vano, intento de transmitir las sensaciones de una noche única e inolvidable.
         El show del Teatro Opera se había anunciado en el marco de la gira tributo al 40º aniversario de “One size fits all”. Sin embargo el jueves, mientras los jugadores de River se tiraban agua en los ojos tratando de aliviar el ardor provocado por el gas arrojado por hinchas de Boca impotentes ante la evidente superioridad de un rival que los dejaba fuera de la copa en su propio estadio, la banda de Dweezil Zappa descargaba en el show agregado en el Teatro Vorterix, un setlist completamente diferente al de la gira prometida. Eso le puso un interrogante extra al show, que se dilucidó, mientras en Paraguay la CONMBEOL hacía gala de su misericordia infinita para con los agresores poderosos, cuando los puntualísimos músicos salieron a escena e iniciaron el concierto con “Inca roads”.
         Mas allá del jugueteo con la teoría de los platos voladores y las líneas de Nazca, la música realmente parece llegada de otro planeta. No porque uno la conozca deja de sorprenderse, y en esos cortes, idas y vueltas, cambios de ritmos y climas, la música interpela, exige, incomoda y termina seduciendo a fuerza de una precisión implacable y una interpretación sentida y cercana a la perfección. Los climas se construyen en función del álbum, el jazz fusión del comienzo, la cadencia de “Sofa nro1”, el groove de “Po-jama people”, el rock progresivo con el sello bien ‘70s de “Florentine pogeon”, en un combo de recorridos musicales que en “San Ber’dino” parecen encontrar su punto de comunión. Continua en “Andy” y cierra con “Sofa nro 2”.
          Para que todo lo que había sucedido hasta allí, y para que se consume la orgía musical que lo sucedió, hubo una banda integrada por músicos notables que lo permitieron. Dweezil muestra como aprendió cada detalle de su padre a la hora de tocar la guitarra, y con una humildad delicada dirige a sus compañeros de banda, que parecen haber hecho el mismo recorrido que él, pero sin lazo alguno de consanguinidad. Chris Norton inventa sonidos en los teclados, se luce en los momentos más jazzeros de la noche y es dueño de un falsete imprescindible a la hora de temas como “Inca roads”. Ryan Brown marca los tempos desde a batería, y golpea los tambores dirigiendo los pasajes más anárquicos en términos de ritmo y contrapuntos. Kurt Morgan toca el bajo casi siempre de perfil al público, rara vez se pone de frente y tiene un gancho muy particular con Sheila Gonzalez, ya que por momentos se aíslan y parecen tener su propio goce compartido al margen de la banda. Seguirlo con el oído solo a él, por momentos es lo que hice, resultó un placer inigualable. Precisamente Sheila Gonzalez es un imán. Toca teclados, saxos, flauta, aporta voces, pero esencialmente vive la música con su cuerpo. Baila, zapatea los ritmos, sonríe siempre, se adelanta, se complota con Kurt, y hasta es la primera en animarse a una arenga al público cuando detecta que el coreo de la gente permite acoplarse a algún pasaje musical reconocible. Por último Ben Thomas es el que con su voz grave (sin desmerecer el resto de sus aportes en vientos y guitarras) nos permite cerrar los ojos  y sentir que el universo está consumando lo que el cáncer de próstata nos privó a fines de 1993. Mas allá de que el apellido ya lo colocaba lejos de esa calificación, Zappa plays Zappa es mucho más que una banda tributo.
   Luego de “One size fits all”, Dweezil nos comunicó, y Sheila tradujo, que en ese momento era el cumpleaños número siete de su hija Ceylon. Así que le cantamos un feliz cumpleaños, que fue grabado por un asistente, y que le llegará via web como regalo. Después sí se empezó a consumar un espiral de éxtasis tal, que terminó cerca de medianoche con la gente de pie, agolpada contra el escenario, bailando, sacando fotos, y repartiendo brazos estirados a modo de saludo. Al happy birthday en honor a Ceylon, Dweezil nos gratificó con “The torture never stops” (no me voy a extender, pero imposible no señalar la vigencia de esas palabras en el USA del presente) y “The black pages #2”. Y a medida de que el show avanzaba se fue haciendo presente el humor, otra de las características imprescindibles a la hora de convocar el arte de Frank Zappa en su versión más completa.
      Seguir el setlist de memoria es imposible, ya habrá quien se encargue de citarlo con precisión, pero hubo tramos especialmente participativos por parte del público: “Baby snakes” seguida del encolerizado “I’m so cute”, por ejemplo. Un placer detenerse en  los gestos de sorpresa de los músicos cuando la gente coreaba “Peaches en Regalia” como si se tratase del riff más predecibles y el actual hit radiofónico.  Y como si fuera poco (y en el mismo orden que en “Hot rats”) le siguió ese blues podrido extraordinario que es “Willie the pimp”. Captain Beefheart también merecía al menos una cita en la noche (y no sería solo una).
        A la música de Frank Zappa no se la puede querer a medias. Al que le gusta, le gusta en serio. Por ese motivo quien lea esto y no haya estado anoche, se estará maldiciendo cuando lea títulos como “Uncle Remus”, “Cosmik debris”, “Trouble every day” y “The grand Wazoo” (impecable Sheila Gonzalez en el saxo). Una cantidad indecible e inclasificable de clásicos, como si Dweezil estuviera pagando la deuda que su padre dejó al no visitar jamás el continente. Y no había mejor manera de homenajear a Frank que con “Sinister footwear”, el elegido para cerrar el concierto. Impredecible, inclasificable, hasta ilógico si uno se limita a la formalidad y pretensión de la mayoría de la música a la que accede habitualmente.
        Para el momento del regreso y los bises,  ya la gente de la platea se había agolpado sobre el escenario. Sonó “Dancin’ fool”, como para que baile todo el mundo. Un (no tan) pibe sacudía su brazo al ritmo de la música como colgado de un para avalanchas, sentado en el borde del escenario. Una chica bailaba moviendo su cuerpo casi con la misma anarquía que la música. Otra fue invitada a subir por Ben Thomas para las preguntas de rigor: querés tomar algo? sos judía? Sos de Libra? Alguno aprovechó para una selfie con los músicos. Pasó "I'm the slime" y el final arrollador con “Muffin man”, como para no olvidar nunca. Como para salir zapateando a Corrientes, para masticar una porción de pizza y comprobar que uno era capaz de volver a cerrar las mandíbulas, de una boca abierta por la admiración, la sorpresa y el avasallamiento de una música única, de una banda notable y de una historia que por fin, hijo mediante, se había consumado.