sábado, 19 de diciembre de 2015

David Gilmour en el Hipódromo de San Isidro

“Viendo pasar los momentos que componen un día monótono, desperdiciás y consumís las horas de un modo indecoroso, vagando de aquí para allá por alguna parte de tu ciudad, esperando que algo o alguien te muestre el camino”. Gilmour canta el clásico de “Dark side of the moon” y ese escenario poblado de luces, sonidos e imágens no puede ser otra cosa que ese camino que uno anduvo buscando durante horas (y acá también vale decir días y hasta años), en uno de esos viernes en los cuales la ciudad y sus accesos te agobian, te aplastan y te derrumban. Era el primer tema de los bises, o del tramo de despedida mejor dicho, del demoradísimo debut de David Gilmour en Buenos Aires. Nadie, nadie podía mover sus pies del suelo (un suelo que bien podría ser la alucinación de unos pies desacostumbrados a flotar), atentos a un escenario que despide “Time” con el reprise de “Breathe” en un decaimiento letárgico, para dar comienzo a “Confortably numb”, que al momento de su cénit con el solo más famoso de la historia, mostrará a Gilmour rodeado de lasers, primero verdes, luego rojos, con miles y miles de pares de ojos sin poder despegarse de una escena que configura un auténtico aleph borgeano. Allí estuvo concentrado en ese instante, el universo todo. Cuerpos cansados, entumecidos, tajeados por una fresca insólita que se levantó durante la tarde y que llevó a que el merchandising se quedara corto con buzos que costaba $500, cuerpos confortablemente adormecidos por una música eterna, repetida hasta el hartazgo en equipos de música durante años, y que consumada sobre un escenario, seguramente habrá convencido a más de uno de que ese sería su último recital. Un “ya está, después de esto ya lo vi todo” bien podría haber sido el juicio unánime de una noche inolvidable a la que cualquier adjetivo le resultará corto.
Tres horas antes, con media hora de demora y mientras miles de personas todavía pugnaban por ingresar al predio, Gilmour se había subido al escenario apenas iluminado, y cuando en “5 A.M.” (la breve pieza instrumental que abre “Rattle that lock”) sus dedos estiraron la primera nota alcanzando el sonido inconfudible que lo identifica, todos entendimos que la noche sería única.
Yo había llegado con tiempo. Aunque los vagones del ferrocarril Mitre venían atiborrados de gente, resultó la mejor opción para acercarse al Hipódromo de San Isidro. Si la salida hacia zona norte desde la ciudad, los viernes es más complicada que de costumbre, con el recital masivo de por medio, ayer lo era aún más. Panamericana atascada, y la Avenida Marquez a paso de hombre. A tal punto que estaba terminando la primera parte del concierto, y todavía seguía entrando gente. Una de las peores organizaciones de las cuales tenga memoria, y eso que a mí no me tocó sufrirla. Considerando el lugar, el día y la hora del show, jamás se tomó previsión de facilitar accesos e invitar a la gente a desistir del uso de autos (combis, micros, como se ponen en el Lollapalooza, por ejemplo, hubiesen servido para ese fin). Si bien es cierto que desde el lado de Libertador se accedía algo más facil, eso solo servía para llegarse hasta las afueras del predio. Ya sobre Marquez todo confluía hacia una única entrada, formando un embudo gigantesco, por el que si bien el andar era fluido, jamás iba a alcanzar para permitir el acceso a tiempo de miles de personas que llegaban sobre la hora del show. Y encima, una vez ingresado el Hipódromo, para llegarse hasta el sitio destinado al concierto, había que pasar por un segundo embudo en el que confluían los que íbamos a campo con los de las plateas sin numerar. Un despropósito que ni siquiera sirvió como medida de seguridad: el ingreso fue sin cacheos ni revisiones de mochilas y carteras. A mí me generó incordio, a mucha gente la privó de casi medio show.
Un punto a favor en medio de esa desorganización, fue el sonido. En un predio abierto y una noche ventosa, a más de cien metros del escenario la música llegaba con una calidad de audio digna de un teatro. Jamás se “voló” una nota, jamás decayó el volumen, los climas desde hipnóticos e íntimos hasta los psicodélicos y épicos se transmitieron de forma asombrosa. Y ese punto, sumado a la buena cantidad de pantallas dispuestas a lo largo y ancho del predio, hicieron que en ese sentido nadie salga defraudado.
Para cualquier fan de la música en general y de Pink Floyd y todo lo que lo rodea en particular, el solo hecho de leer la lista de temas, le bastará para tomar conciencia del pedazo de concierto al que asistimos. El comienzo fue tal cual “Ratlle that lock” el último trabajo de David Gilmour que lleva apenas un puñado de meses en la calle. Pero cuando la guitarra de 12 cuerdas hizo reconocible los primeros acordes de “Wish you were here”, los corazones empezaron a sentir los primeros síntomas del cimbronazo emocional al que quedarían expuestos.
El show se dividió en dos partes, con un intermedio de unos veinte minutos. La primera parte tuvo a “Rattle that lock” como protagonista, con “Money” (en una semana tan especial en la Argentina, que si uno no supiera que el tema ya integraba la lista de la gira, pensaría que fue incluida a propósito), “Us and them”, y más tarde, ya citando a ese Floyd que tiene más de Gilmour solista que de Pink Floyd (con perdón de Manson y Wright) , “High hopes”.
El escenario estuve presidido por el reconocible círculo rodeado de luces, tan típico de los shows de Pink Floyd en los '90, dentro del cual se proyectaban imágenes alusivas a los temas, y también primeras tomas de Gilmour y sus músicos. Las luces alrededor de él hicieron el resto.
La segunda parte del concierto abrió con “Astronomy domine”, e iluminación y música construyeron un momento lisérgico que nos elevó los sentidos para que “Shine on you crazy diamond” nos sostenga en el aire por vaya uno a saber cuánto tiempo. Desde algún sitio tan incierto como embriagante, Syd Barret nos guiñaba un ojo.
Si hubo algo que sucedió anoche mientras uno presenciaba el concierto fue que las nociones de tiempo y espacio se borraron. Todo ocurría recreando pasajes que la memoria había registrado hacía ya mucho tiempo y que en ese momento podrían ser reales o bien la concreción de esa fantasía imaginaria. Y en ese conexto, un sol rojísimo tomó el control del escenario durante una bellísma “Fat old sun”, mientras a mi derecha un flaco se abría la campera para mostrarle a nadie que él había venido con la remera de “Atom heart mother”
De allí al final Gilmour eligió citar nuevamente al Floyd de “The division bell” (“Coming back to life”), al de “A momentary lapse of reason” (“Sorrow”) y presentó a su impecable banda antes de la bluseada perla de su último disco: “The girl in the yellow dress”. A propósito de su banda, si arriba del escenario anoche no hubiese estado David Gilmour, le estaría dedicando un par de párrafos al extraodinario trabajo de Phil Manzanera en la segunda guitarra. Sumado a ellos, el curitibano Joao Mello en el saxo tuvos sus grandes momentos en “Money” y “Us and them”. Guy Pratt en el bajo y John Carin en guitarras, teclados y voces, fueron dos de los viejos colabradores que lo acompañaron ayer, y el grupo se completó con Kevin McAlea en teclados, Steven Distanislao en batería, y los coros a cargo de Biran Chambers y Lucita Jules.
A esa altura de la noche, la voz de Gilmour daba signos de cansacio. Algunos agudos o tramos más melódicos eran resueltos con más oficio que entonación, pero cada vez que la guitarra se elevaba por sobre el resto de la banda, un manto de piadosa justicia borraba cualquier reproche posible. Y en ningún momento el público dejó de reverenciar al “gordo”, apodo que ya no podrá sacarse de encima a pesar de que sus formas lo desmienten, y sus casi 70 años lo muestran en buen estado físico.
“Run like hell” (con Manzanera haciendo las voces de Waters, y ambos cubriendo su vista con anteojos negros) fue el apoteósico cierre de un show que quienes presenciamos no olvidaremos jamás, y que tendremos bien arriba a la hora de contabilizar los highlights de nuestras vidas.
Lo que siguió fue el tramo de cierre por donde empecé el relato. Tal vez ese insuperable solo saliendo de los amplificadores por los cuales estalla esa guitarra única bien hubiera valido la inversión de tiempo y dinero que siginificó el viaje (en el sentido más amplio de su significados) a San Isidro. Uno deseaba que no termine nunca, pero como al Pink que protagoniza el tema, un pinchazo nos devolvió a la realidad. En este caso la realidad cobró forma en el silencio de los parlantes y la escena con los músicos abrazados saludando desde el escenario. “Hasta la próxima” dijo Gilmour, y uno que todavía no terminaba de aceptar que la primera visita se había terminado, aún sabiéndolo improbable, le celebraba el optmista saludo final.
La hora, la ventisca y el cansancio hicieron de la desoncentración un andar lento al que me adelanté para evitar lo que seguro fue tan caótico como la llegada. Un colectivo de un número de tres cifras que no me atrevo a repetir me alejó hasta Puente Saavedra.
“De un modo relativo el sol es el mismo. Pero vos sos más viejo, tu respiración es más corta y estás un día más cerca de la muerte” había cantado Gilmour en “Time”. Sin embargo, como aquél incesante led de la tapa de “Pulse”, todos regresamos a casa sintiéndonos más inmortales que nunca.


(Gracias Sandra Calandrino por las fotos!)


jueves, 10 de diciembre de 2015

Morrissey en el Teatro Opera

Ayer era un día muy especial. Tenía expectativas de ver a Morrissey en un teatro, y por ese motivo privilegié la elección del concierto en el Opera al de hoy en el Luna Park. Había riesgos. De no haber defendido tan mal en Parque Patricios, anoche se me podría haber juntado el recital con la final de la Sudamericana. Finalmente Milton Casco se encargó de despejarme la agenda. Pero por otro lado, surgió el acto despedida de Cristina en Plaza de Mayo. Dos hechos consecutivos y a poca distancia. Podía coordinar todo tranquilamente, excepto por un detalle nada menor: llegar ahumado por los chorizos no era la mejor fragancia para entrar en un show de Morrissey. Por suerte en la entrada, un puñado de pibes transpirados me dieron la pauta de que no era el único. Y un hombre que portaba una elocuente remera con la estampa de Perón, terminó por confirmarlo.
Media hora después de lo que anunciaba la entrada, en una pantalla adelantada al escenario comenzó con una proyección de videos, al estilo viejo videobar. Las imágenes saltaron de los Ramones a New York Dolls, de Tina Turner a Aznavour, pasando por Anne Sexton leyendo su “Wating to die” y el “Ding dong, the witch is dead” musicalizando las escenas que retrataban a la Inglaterra que se despertaba con la noticia de la muerte de Margaret Thatcher. Luego sí, se elevó la pantalla (un telón blanco, bastante informal por cierto) y la banda entró al escenario mientras en la parte baja del teatro la gente se amuchaba contra el escenario y quebraba el orden de butacas y pasillos.
En un recital de Morrissey que arranca con “Suedehead” nada puede salir mal. Y así fue. La banda sonó de entrada ajustadísima y el sonido del teatro hacía más que disfrutable cada uno de los detalles. Un par de flores volaron hacia el escenario, pero felizmente la histeria no abundó. “Alma matters” sirvió casi como carta de presentación: la entrega absoluta del artista para con su gente, que lo esperaba ansiosa, después de aquel fallido regreso, cuando la comida peruana le jugó una mala pasada a su sistema digestivo.
“World peace is none of your business” era la excusa para el show, sin embargo los dos años que ya lleva en la calle le permitieron a Mozz armar un setlist de recorrido amplio, con muchos hits, citas a los Smiths y varios guiños para fans. Recién con el festejado “Kiss me a lot”, Morrissey recurrió a su material publicado más reciente.
Si los videos del comienzo exhibieron con sarcasmo su odio por Margaret Thatcher, el tema político y social no dejó de estar presente en el resto del show. Durante “Langlord” se mostraron violentas escenas represivas, y también hubo referencias a esas temáticas en “World peace is none you business” (con el tecladista Gustavo Manzur pasando al frente del escenario y repitiendo el estribillo en español) y “The world is full of crashing bores”. Y desde ya, su lucha anti taurina con “The bullfighter dies”, y el alegato vegano de “Meat is murder” ya hacia el final del concierto. En cuanto a actualidad, la bandera francesa que cubrió la parte trasera del escenario durante “I'm throwing my arms around Paris”, no necesitó explicación alguna.
Hubo algo fundamental en el show de anoche: Morrissey estuvo de un humor excelente. Se lo notó felizmente saludable, en buen estado físico y con esa voz armoniosa que lo caracteriza en excelente estado (a pesar que en la segunda mitad del concierto mostró algún síntoma de ronquera).
Nunca dudó en adelantarse para golpear sus palmas contra los que la extendían hacia él desde abajo del escenario. Liberó de los macizos brazos de un guardia a una chica que se estaba subiendo a abrazarlo durante los primeros temas, y le permitió permanecer a su lado por un ratito. Más tarde haría lo mismo con un chico jovencito, aunque en este caso fue él el que lo buscó entre las decenas de rostros apelmazados. Una de sus camisas fue arrojada hacia la platea para que una decena de manos se la disputen sin concesiones. Y así como otros roqueros eligen congraciarse usando la camiseta de la selección de futbol local, Mozz eligió tararear a capella el clásico estribillo de Leo Garcia que lo invoca, para que lo sintamos como uno de los nuestros.
En cuanto a climas, resultó muy sencillo dejarse llevar por los tonos propuestos por Morrissey: “Everyday is like sunday” sigue transmitiendo buen humor y ese encanto de una calma que puede romperse en cualquier instante. “Istanbul” es otro gran momento de “World is none..”, que ya había tocado aún inédito en GEBA en 2012. “First of the gang to die” fue de los temas más celebrados por el público, “Jack the Ripper” fue oscura y densa, y “Yes, I'm blind” de una intimidad casi condescendiente. Pero si hubo un momento crucial en el show fue la tremenda versión de “How soon is now”, con la banda que terminó envolviendo los oidos en sonidos que su superponían en acoples que fueron cortados como latigazos por los golpes furiosos de un tambor rodeado de luces fluo. A esa altura el show promediaba, pero todos supimos que había alcanzado su cenit.
Para despedirse, Mozz eligió “Let me kiss you”, y yo que venía siguiendo la lógica de los setlist de los últimos tiempos, supe que iba a quedarme sin “This charming man”. Igual se disfrutó, desde ya, y tal vez el único pero a esa altura tuvo que ver con que la melodiosa canción merecía a la garganta del Morrissey de la primera parte de la noche. En seguida, casi que no hubo tiempo para pedirles el regreso, la reina Isabel con un doble fuck you anticipó a “The queen es idead”. Morrissey eligió despedirse de la calle Corrientes con espíritu punk, un espíritu que vamos a necesitar invocar para los tiempos que se vienen.
Salí del teatro en busca de una pizzería y una napolitana aplacó el hambre que a esa hora se hacía notar. Con el cuello inclinado al límite de lo aconsejable, vi como los penales terminaban con la ilusión de Huracán en la Sudamericana, y ya en la calle, autos lujosos hacían sonar sus bocinas celebrando puntuales el fin del mandato de Cristina. Yo cerré mis oidos y a modo de resumen de los último años y la actualidad que asoma, me fui cantando “Oh, I am so sickened now. It was a good lay”




lunes, 9 de noviembre de 2015

Pearl Jam en el Estadio Unico de La Plata

Cuarta vez que voy a ver a Pearl Jam, tercera que voy a dejar registro en este blog, y tengo miedo de mirar los post anteriores y notar la manera en que me repito. No, no es que los shows hayan sido un calco ni mucho menos, pero es imposible no poner en primer lugar a la hora de relatar el evento, la increíble conexión que existe entre la banda y su público argentino. A los picos emotivos, a una serie de escenas que son premeditadamente recreadas, y que siguen funcionando como un intercambio de energías entre los músicos y su gente. Público al que no solo me refiero en general,, a sus actitudes y los códigos que se han creado, sino que cada uno de los que estuvimos anoche tenemos un punto de comunión particular con la banda. Incluso la ciudad, que ya los había recibido en el mismo estadio en 2011, y que cuando vinieron en Abril de 2013 a Costanera, se había levantado azotada por una tremenda inundación, tiene mucho para contar acerca de Pearl Jam. En mi caso el recuerdo pasa por aquel cambio de último momento en los shows de 2011, la salida del estadio de Boca para pasar a Ferro, acercándome a la banda a quince cuadras de casa y evitando tener el recuerdo de ese primer encuentro asociado a un espacio tan poco simpático, cuyos highligts tienen que ver con lo deportivo: una vuelta olímpica y la pelota naranja, una vaselina bajo la lluvia y una aparición agónica de un bastardeado zaguero saltando hacia la inmortalidad.
Ayer llegué tempranísimo, casi que tuve que esperar una hora y media con mis Halls strong ($40 el paquete de Oreo en el estadio) a los Capsula, que hacían las veces de banda soporte. Surgidos de Argentina, radicados en España, tocaron con Pearl Jam en Bilbao en 2010, y ahora los invitaron a abrir este show. Garage rock crudo, mucha actitud en el vivo, aplomo, pero desde donde yo estaba (cabecera) el sonido no ayudó. Si bien el estilo no requiere de sutilezas, por momentos a mis oídos llegó apenas una bola de ruido distorsionada que me impide juzgarlos como corresponde.
A esa hora parecía que la convocatoria en el campo iba a ser menor, pero cuando unos cuantos minutos después de las 21hs, la banda empezó el concierto con “Pendulum”, el marco era el esperado, mientras todavía seguía entrando gente. “Lightning bolt” era la única novedad de la banda desde su visita de 2013, pero dado que el álbum ya tiene mucho rodaje, lo de novedoso resultó relativo. Eso sí, el rojo negro y blanco que caracteriza al álbum era lo que resaltaba desde el fondo de un escenario sin grandes pretensiones, aunque con una puesta lumínica más que efectiva.
Recorrer tres horas de concierto, sus climas, sus diferentes grados de emotividad es más fácil vivirlo que contarlo. El show comenzó, como Pearl Jam nos tiene acostumbrados, tranquilo, ganando en intensidad, una especie de llamado a la inevitable comunión. Así fue el comiendo hasta que “Mind your manners” marcó el primer momento al palo. Y “Do the evolution”, por si alguien todavía no se había despabilado.
La banda sonó bien, Mike Mc Cready la rompió (en especial en “Dissident” y “Even flow”), Eddie Vedder cantó igual de bien que siempre, aunque en algunos agudos la voz le jugó alguna mala pasada (en el falsete de “Sirens” específicamente), y el resto fue todo lo contundente que uno puede esperar de la base Cameron-Ament y el aporte insustituible de Stone Gossard. Y no puede olvidar los teclados de Kenneth Gaspar. Cuando apelan a los medios tiempos y a los climas íntimos, conmueven. Cuando se trata de rockear, arrasan.
Hablar del cuerpo del show resulta relativo, porque anoche sonaron 33 temas y apenas 19 compusieron ese tramo. “Gracias por hacernos sentir tan grandes, ahora nuestras vergas están iguales”, chapuceó en español Eddie Vedder en uno de los tramos en los cuales entabló contacto extra musical con el público. A veces las charlas (en especial cuando son en inglés, porque Vedder habla fluido y la gente capta el mensaje igual) resultan de una complicidad entrañable. El vino, en copa primero, de la botella más tarde, suele acompañar esos tramos, como cuando Vedder contó sobre su año difícil, sobre el acierto de traer a su hija a la gira, y verla asombrada por el cariño del público. Obvio, ahí sonó “Daughter”. Y después de la conmovedora “Inmortality”, el show cerró a puro nervio grunge con “Life wasted” y “Rearviewmirror”, y un pico de electricidad y adrenalina como solo Pearl Jam puede alcanzar .
De allí al final el concierto transitó un espiral de épica que ni las luces encendidas del estadio, ni la suave despedida final con “Indifference” pudieron atenuar. Si de entrada “Footsteps” fue un mimo particular para fans (al clásico B Side de "Jeremy" no lo habían tocado en ninguna de las visitas anteriores), lo que siguió fue de igual tenor, mezcla de la sorpresa ante lo imprevisible, y la gratitud común cuando lo predecible tiene tanto de afinidad. A Lennon se lo homenajeó con “Imagine”. A Johnny Ramone con su tema favorito de la banda (“Corduroy”) y con la versón de “I belive in miracles”. “Jeremy” y “Porch” sonaron antes que la banda vuelva a retirarse a tomar un poco de aire (eso si es que después de “Porch” quedaba algo de aire dentro del estadio).
“Leaving home”, “Better man” y (a pedido)”Red mosquito” los devolvieron al escenario participativos. Una chica en primer plano no paraba de llorar emocionada mientras las cámaras no dejaban de tomarla. Eddie destacó el trato para con las chicas en los primeros lugares contra el vallado, citó a la marcha de unos meses atrás y desplegó un letrero con la consigna “Ni una menos”. Lógicamente fue ovacionado. Y todo hasta que con “Black” se revivió el momento más íntimo y cómplice que tiene el público local con la banda. El grupo termina de tocar, la gente sigue coreando y la escena se prolonga con los músicos aplaudiendo a la gente. Nada nuevo, claro, pero Eddie Veder contó de cuánto los sorprendió eso la primera vez que vinieron, y cómo se siguen sorprendiendo al ver que se repite en cada visita.
Llegó “Alive” infaltable, y cuando todos esperábamos el “Rockin`in the free world”, se despacharon con una versión de “Baba O’Riley” que dejó en claro que pocas bandas le hacen tanto honor a los Who como Pearl Jam. Las luces en el estadio ya estaban encendidas por completo desde hacía un rato, y solo el hecho de conocer el tono con el que Pearl Jam elige vestir las despedidas nos mantuvo alertas con la vista al escenario.
Alguna vez Eddie Vedder dijo que “Indifference” trata sobre la impotencia de quien transitó su vida sin dejar huella; de las vidas irrelevantes. Así que la elección de despedida casi que resultó una ironía. Todos los que estuvimos ahí salimos con una nueva marca indeleble en nuestra memoria. Cuarta visita al país, quinto show en Argentina, y las sorpresas, y la intensidad de las emociones siguen tan vigentes como aquel amor a primera vista de 2005. Y, por supuesto, prometieron volver.





sábado, 17 de octubre de 2015

Isabel de Sebastian en Bebop Club

Hay una especie de frase hecha que dice que la música sana y a la que, como con todas las frases hechas, cuando a uno le cuadran a la perfección, no puede evitar la tentación de recurrir a ella. Así que un poco de eso se trató mi noche ayer en el downtown porteño, en el hermoso sótano Bebop Club, con una copa de vino y una seguidilla de canciones a cargo de Isabel de Sebastián y su banda, que dieron vuelta una semana dificil.
La excusa de la noche era la presentación del video de “En camino”, dirigido por Adrián Caetano, y que luego de algún problema técnico se empezó a proyectar justito cuando la focaccia se llegaba a mi mesa. Un video en tono vintage, con algunas citas melancólicas para teñir a ese sinuoso, inseguro y perseverante camino entre espejismos. Seguramente en breve estará en la web, así que no me voy a extender en la descripción. Simplemente decir que si bien la presentación era la excusa, la noche terminó siendo una gran noche de música y evocación. De amores y desamores, de poetas, de los '80, de amigos, de músicos, de fantasmas que parecen sobrevolar algunos momentos más intensos como para seguir aferrados a esta tierra. Intimidades y complicidades.
El show en sí abrió con el “Skatango” de Roberto Marcelo Delgado. “Dónde va el amor cuando se va?” pregunta Isabel cantando, y luego en tono íntimo complementa preguntándose por los temores para cuando el amor llega. Podría ser un detalle menor, pero no lo es. Porque ese será el tono del show. Cada canción será acompañada por una historia. Propia o ajena, íntima o pública, un recuerdo o un estado de ánimo. Todo el concierto terminará por ser un recorrido íntimo y a la vez festivo que terminará por crear ese tono evocativo que cité al comienzo.
Los '80 llegan con “Tormenta en la Bristol”, pasa Melingo con “Corazón y hueso”, y el enorme homenaje a Mercedes Sosa con “Aquí”. Los sonidos latinos (con la impronta rockera del oeste que le aporta la guitara de David Bensimon) que gobernarán el show, se hacen a un lado para dar espacio a aires folklóricos que se expanden y exceden en su tributo a Mercedes Sosa, incluyendo en la cita a Atahualpa Yupanqui.
Después llegan las idas y vueltas de poetas españoles. Renaceres. Isabel canta “Se equivocó la paloma”, pero en el arreglo de su hijo David. La historia es casi mágica: un joven lee a su bisabuelo y decide que el poema “La paloma” merece tener música sin saber que ya la tenía. Y la madre del joven canta reinventados los versos de quien fuera la pareja de su propia abuela. Y de Rafael Alberti, a Federico García Lorca: “Pequeño vals vienes”. Su poesía que via Enrique Morente regresa al idioma español luego de ser tamizada por el sello canadiense de Leonard Cohen. La canción es bella, el vals invita a hamacarse, y los músicos y la voz de Isabel hacen del momento una verdadera delicia.
Todo el tramo musical nos había encantado, pero si hubo algo que cualquiera que haya estado anoche en Bebop contará en primer lugar, será la irrupción de Rita Cortese al escenario, para, champagne en mano, leer a Alejandro Urdapilleta. Los recuerdos de infancia citados con el brío que impone el licor. De nuevo los '80 pero con un tono atemporal, que llegan desde una voz que retumba en un sótano porteño. Si las canciones pudieran opinar, “Sin excusas” (de los chilenos Chico Trujillo) se hubiera quejado de tener que romper con semejante momento.
De allí hasta el final, el concierto mantuvo los tópicos y los climas del comienzo. “En camino” en este caso fue solo música, con la banda levantando temperatura con el aquel tema de “Signos” que Isabel de Sebastián compusiera con Cerati y Alberti. Y Spinetta, que musicalizó “Canción del angel sin suerte” de Rafael Alberti para el truncado proyecto Isabel y Los Milagros, y que fue recuperado para el disco de 2013. El “búscame en el aire” suena tan spinetteano que cuesta vincularlo con el poeta gaditano.
Para “Te mataría” nos privamos de tener a Carmen Baliero, que estaba presentando su musicalización de “Centésimas del alma” de Violeta Parra, a esa misma hora en Almagro. Y decía al principio que cada tema venía acompañado por su historia. Pasaron “Heroes anónimos” (acá la cita es propia, la última vez que la había visto a Isabel de Sebastián sobre un escenario fue cuando subió a cantarla en los 20 años de Catupecu Machu), y “No me prometas cielos”, otra canción de Metropoli, que Isabel confiesa que hoy no compondría, y que fue motivada por las maléficas misas de FAMUS. Los '80 de nuevo, pero en versión lúgubre. Aunque habría rápida revancha, porque para “La apuesta” subió al escenario Celsa Mel Gowland para, en una participación improvisada, recrear el duo de tantas noches de aquella década.
Para el final quedó un tema nuevo (al menos para mí), único en ingles y que se trata de explicarle Buenos Aires a un norteamericano. Después cerraron con “Cariñito”, la cumbia psicodélica de los peruanos Los hijos del Sol, con el rapeo intermedio del último invitado: Machito Ponce.
Casi que pedir el regreso no fue necesario, y la despedida formal fue con el “Por qué te vas” de Jeanette, que, aunque alejado del espíritu ramonero de Attaque 77, resultó lo más rockero de la noche. Y si a esa despedida la llamé formal, fue porque tras unos pocos minutos, la despedida en concreto fue entre abrazos y besos, con Isabel y sus músicos entremezclándose en las mesas, y sellando el encuentro con brindis. 







domingo, 4 de octubre de 2015

Eruca Sativa en el Luna Park

                Había decidido estar en el regreso de Eruca Sativa a los escenarios desde que conocí la fecha. Diferentes circunstancias hicieron que no haya sacado entrada hasta último momento y hubo una inesperada noticia en los días previos que puso mi presencia en duda: El Siempreterno anunció la salida de Ariel Minimal de la banda, y que el del sábado 3 sería su último concierto antes de un impasse sin límite. Aún así, dudando entre uno y otro destino elegí estar en el Luna Park, y aunque ya me contarán que fue lo sucedió “allá”, yo estoy más que conforme con mi elección: Eruca Sativa demostró que le sobra paño para meterse en la primera línea del rock local.
                El Luna Park, con las cabeceras cubiertas con largos telones negros a pesar que se vendían con anticipación (estimo que a los que sacaron allí los reubicaron en las plateas de los codos) y el campo rebalsado de gente, no le quedó grande al trío cordobés, que luego de los embarazos de Lula Bertoldi y Brenda Martin, regresó a los escenarios con su apuesta más pretenciosa desde que empezaron a tocar en Buenos Aires.
                Sin exageraciones  la puesta resultó efectiva. El show comenzó con las chicas golpeando tambores elevadas al costado de Gabriel Pedernera. Debajo de los tres una pantalla de led mostraba símbolos que parecían seguir las indicaciones de un dictado en morse. Lo tribal, lo primitivo cruzado con lo tecnológico. Los signos de la pantalla se resolvieron en una leyenda: No pueden callar la voz. Entonces sí Lula y Brenda acapararon la parte baja del escenario y largaron con “Fuera o más allá”, al igual que como abre el disco “Blanco”, el que las terminó por consolidar entre los oídos porteños. “Paraíso en retiro”, “El genio de la nada”, “La carne” se fueron sucediendo mechando los dos últimos trabajos de estudio.
                Hasta ese momento sentí una sensación extraña. La banda sonaba bien (algunas quejas con el volumen me resultaron injustificadas, al menos desde uno de los codos donde yo estaba), la precisión, la ductilidad arrolladora de la base que conforman Brenda Martin y Gabriel Pedernera (de lo mejor que se haya visto por aquí en años, y aunque esto ya no sea novedad no puedo dejar de decirlo), construían un show técnicamente perfecto, pero algo frio. Las chicas parecían contendidas (intimidadas por el recinto?), como si algo dentro de ellas les indicara que ya no son dos chicas rockeando, sino dos madres rockeando. Como sea, esto se limitaba a arriba, porque abajo el público no tomó nota, a tal punto que el pogo derrumbó uno de los vallados, y después de la gran versión de “Eleanor Rigby”, tuvieron que parar el show hasta reconstruirlo.
                Si se trataba de ir tomando temperatura y coraje, el incidente no ayudó para nada. Brenda agradeció a los que viajaron, y terminó siendo la gente la que corrigió el incómodo impasse. Cuando Gabriel saludó y dijo “desde chico, y no tan chico, siempre quise gritar esto: buenas noches, Luna Park!”, se le pidió un solo. Y luego lo mismo con el bajo. Y lo que la inexperiencia y las dudas arriba no había podido resolver, el empuje desde abajo indició el camino y fue lo que terminó por enderezar la noche. Porque a partir de allí el show no volvió a ser el mismo y Eruca Sativa directamente la rompió.
                Desde “Quemás” en adelante el escenario pareció reducirse. Branda y Lula se animaron a transitar las pasarelas que en “V” se abrían entre la gente. A cruzarse entre ellas, a abandonar el estatismo inicial y devorarse a un público que si bien tenían comprado desde el primer tema, tenían que pasar por arriba. Ese tramo terminó con el “No pueden callar la voz” que lo preanunció: el grito contra el poder sobre un riff machacante, casi trash, un rapeo intermedio y  un impiadoso juicio frente al espejo de “No pueden”.
Después volvió el sonido tecnológico y la pantalla a anticipar el signo del tramo que se venía “Es tiempo de activar el corazón”. Y desde que lo tocaron en “Siempre es hoy”, un homenaje de la TV  Pública a Gustavo Cerati, “Corazón delator” no abandona sus setlist. Gran versión mientras a sus espaldas unas manos enguantadas sostienen a un corazón que late fuera del cuerpo.
De allí al tramo “Huellas digitales”. Brenda y Lula se ponen a la par de Gabriel y muestran otra versión de la banda: guitarra acústica, octopad, y arreglos que llevan a las canciones a lucir en otro plano. “Mi apuesta” y “Tu trampa” sonaron en ese tramo, con el bajo de Brenda Martin alcanzando un sonido melodioso que la puso a la altura del mejor Pedro Aznar.
Cuando volvieron al sonido eléctrico los climas estuvieron tan bien dosificados que todo fue un espiral sigiloso que nos fue envolviendo hasta explotar en un estallido de energía liberadora. La base de “Real ficción” remite a Divididos, pero la intensidad con la que Lula canta y toca sobre ella, la envuelve en intimidad. “Guitarras de cartón” es una de las joyas de “Blanco” y así avanzó ese tramo hasta que Gabriel Pedernera con la acústica dio comienzo a “Amor ausente”. El más logrado cruce entre Hendrix y el folklore desde que Divididos versionara a Yupanqui. En el final, la voz de Bertoldi se desgarra desde lo más profundo de sus entrañas y como si ese grito hubiese significado una señal de largada, el trío se propuso cerrar la noche en un encadenado power que abrió con el estreno (en vivo, porque el tema circula ya hace varias semanas) de “Nada salvaje”, un anticipo que promete y mucho para lo que se viene.
Mas allá de citar nombres de canciones (el conocido pero inédito “El límite”, “Ultimo. Parte I: El balcón”,  “Agujas”, el funk irresistible de “Para que sigamos siendo”, con el público coreando el estribillo sanador), a esa altura yo empecé a valorar otras cosas del desafío de Eruca Sativa en el Luna Park. Eran la primera banda de rock cordobesa en tocar en ese escenario, y asumieron el compromiso solos. Sin invitados, sin sostén alguno, apelando a ellos mismos,  a su esencia, a sus armas y su convicción. Con una puesta lograda  y un set lumínico más que efectivo, volvieron y vencieron. Conquistaron otro templo del rock argentino y preanuncian que la escalada no tiene límites. “Quiero todo el control para hacerlo a mí manera” canta Lula Bertoldi y no parece haber alma dispuesta a negarse a semejante convicción.
Las dudas iniciales se había dispersado y el cierre con el chiste-hardcore pendenciero de “Queloquepasa”, “Desdobla” y “Magoo” cerraron una noche inolvidable y consagratoria, que los despidió de manera demorada repartiendo palillos de batería y saludan con palmas a los más avanzados fans por un largo rato mientras las luces del Luna Park se encendían de a pocoy tres fotos de cada uno de ellos cubría parte del escenario vacío.

Eruca Sativa es la avanzada de una movida de rock cordobesa cada vez más amplia y reconocida. Rayos Laser, Martín Rodriguez, Un Día Perfecto Para el Pez Banana. son algunos otros nombres que suenan cada vez más fuerte. Y a diferencia de otras plazas, por ejemplo, La Plata, en las cuales las propuestas inundan la escena indie, al cordobés la masividad no lo asusta. Y si no, preguntale a las casi diez mil almas que salían anoche extasiadas a la calle, sin percibir que sus remeritas de algodón tenían poca resistencia para ofrecerle al frio de esta inusual primavera porteña.






domingo, 6 de septiembre de 2015

Richard Coleman en La Trastienda

                Después del show del Teatro Opera del año pasado, había vuelto a ver a Richard Coleman otra vez, y también en  La Trastienda. El espacio se lleva a la perfección con Richard y sus fans, y esos shows se convierten en reuniones casi de amigos. Se han vuelto encuentros frecuentes en donde a veces hay sorpresas, amigos,  anuncios, y otras simplemente las ganas de juntarse a tocar y a escuchar música. Aquel show en el Opera había estado enmarcado por las emociones a flor de piel luego de la partida definitiva de Gustavo Cerati. Ayer la situación podía volver a reeditarse, un día antes se había cumplido un año de la muerte de Gustavo y Richard Coleman había participado con otros músicos en un homenaje en el Centro Cultural Kirchner. Y tal vez fue ese evento el que permitió descargar las energías evocadoras porque a pesar de la efeméride, cuando en el show de anoche correspondió apelar al pasado, se limitó al propio.
                Llegué a La Trastienda casi sobre la hora, esta vez había optado por las mesitas del entre piso, así que cuando Richard Coleman y su banda empezar el show con “Jamás”, aún no me habían alcanzado las papas fritas con las que había decidido conformar al estómago hasta una cena que sería lógicamente demorada. Y ni bien arrancó el concierto hubo un detalle que a ningún fan se le podía pasar por alto: Richard Coleman se había vuelo a vestir de negro. Ese dato necesariamente tenía que indicar algo de lo que sería el show, pero en seguida el mismo Coleman se encargaría de citar un dato que terminaría por anticipar el recorrido y el tono de la noche: Ultrapop había reeditado “Siberia Country Club”. A continuación siguieron la furia de “Normal”, y los temas de ese disco que mejor linkean con el sonido post punk de la banda: “Jardines líquidos” y “Cosas”. Y “Es tres” para cerrar un comienzo de show digno de 2012.
                “Veo todo en blanco y negro” canta Richard en “Cosas”, y casi que resultaría una pista para los viajes al pasado que bien dosificados, aparecerían a lo largo de la noche. Porque después del “Prohibida”, primera cita a “Incandescente”, Coleman quedó solo en el escenario para una perla extraída del disco de rarezas de Los Siete Delfines (“Dudosa estrella”), uno de los temas propios inéditos en aquel trabajo: “El corazón de los amables”. Tremenda versión de un tema poco conocido, que merece sin duda un lugar en el próximo DVD a filmarse en Noviembre. Ese show fue otro de los anuncios de anoche. El Vorterix parece ser el lugar elegido, aunque tampoco se lo anunció con absoluta certeza. “Incandescente” resultó una buena elección para seguir en el tono de “El corazón…”, y luego de unos problemas técnicos, su versión de “Computer world”, ya incorporada definitivamente a los setlist.
                Es en “Lo que nos une” en donde Coleman encontró la mejor manera de plasmar las sensaciones y pensamientos durante esos cuatro años en los cuales Cerati se mantuvo en una nebulosa imposible de descifrar. Se trata de lazos invisibles, de recuerdos comunes y también de imaginar lo que nunca será. “Turbio elixir” habla de cuerpos llamados a permanecer, y aunque la función en la lista probablemente haya tenido que ver con seguir citando al reeditado “Siberia Country Club”, resultó una lógica continuidad en ese tramo del concierto.   
                Hace un par de meses, aunque no haya dejado testimonio en el blog, había visto a Coleman en el mismo lugar, y en ese show estuvo de invitada Andrea Alvarez. Luego Richard devolvió el gesto cuando Andrea presentó su excelente “Y lo dejamos venir” en el Vorterix. Pero esta vez el invitado llegó para evocar un pasado común: Roly Ureta. Y aunque parte de ese  recorrido en común incluya un buen tramo  de la vida de Los Siete Delfines, Richard lo presentó como ex Fricción. Y claro, la triada que descargaron a continuación, justificó ese recorte: “Heroes”, “Amar con lástima” y “Enjaulados”. Con los dos guitarristas, sumados a Daniel Castro en el bajo, sobre el escenario estaban 3/5 partes del Fricción que grabó el álbum que incluye esos temas: “Para terminar”.  Habría que buscar antecedentes, pero fue lo más cerca a una reunión que yo tenga memoria.
                Había que bajar de alguna manera. El propio Coleman anunció que de eso se trataba lo que seguiría, y con “Corre la voz” y “Hamacándote”, el concierto se encaminó hacia un final que se concretaría con otra cita al pasado: desde “Nada memorable”, llegó “Tuyo”. Y después sí la despedida, con “Fuego”, que si bien pertenece a “Incandescente”, se acomoda mejor que ningún otro al espíritu de “Siberia…”

                Richard volvió solo para así hacer “Cuestión de tiempo”, y la banda volvió para “Down by the River” de Neil Young  y cerrar otra vez citando a “Siberia Country Club” con “Memoria”.  “Perdí la memoria, no sé qué pasó. No tengo historia y no sé adónde voy” canta Richard en una despedida que si uno la juzgaba con lo que había terminado de vivir, parecía más una ironía que otra cosa. Porque a lo largo de la noche, el pasado había dado buenas muestras de su vigencia, y el artista demostrado de tenerlo bien presente.  Y porque cuando uno miraba a los músicos abrazados despidiéndose de su público, el rumbo a seguir también parece ser preciso: después de otra noche cercana a la perfección, esa banda merece tener su testimonio fílmico. Y felizmente así será, aunque todavía haya fecha confirmada.




miércoles, 19 de agosto de 2015

Nacho Vegas en Niceto

Eran poco más de las diez y media de la noche, y Adrián Paoletti decía algo así como “si quieren ver a Nacho me van a tener que fumar a mí primero”. Sin sacarse, con prudencia y hasta casi con elegancia, respondía a la impaciencia de buena parte del público que empezaba a aplaudir de manera socarrona el final de cada uno de sus temas. Si la cosa no pasó a mayores fue porque todos comprendimos que los culpables no estaban arriba ni abajo del escenario. Y además Adrian, ni su trayectoria, ni sus canciones merecían tipo alguno de destrato. Niceto, siempre Niceto. Nadie esperaba que el show anunciado 20hs empiece puntual, pero dos sets teloneros (El Príncipe Idiota y Adrian Paoletti y los Impares) de más de cuarenta minutos y comenzados pasadas las 21hs resultó demasiado para un día se semana y un show que no convoca precisamente jovenes desprovistos de responsabilidades. Claro que la espera que a esa hora parecía interminable no solo se iba a borrar de un plumazo, sino que además un par de horas más tarde el deseo común sería que la noche no se terminara nunca.
Mi llegada a Niceto había empezado con un rápido paso por la barra y la búsqueda de un lugar que, a medida que iba entrando gente, se veía que iba a escasear. Sabía de los artistas teloneros (a más de uno lo tomó por sorpresa) así que me tomé las cosas con calma, aunque no era fácil evadirme del cinismo nervioso que me rodeaba. La expectativa era alta, por diferentes motivos no había visto a Nacho Vegas en ninguna de las dos veces que anduvo por Buenos Aires, y que para abrir el concierto haya elegido un tema de “Desaparezca aquí” fue casi como una bendición. “Nuevos planes, idénticas estrategias” es una historia dylanesca repleta de personajes palpables, escenas diarias reconocibles (otras no tanto), y el esbozo de un plan de supervivencia. Nacho Vegas en estado puro.
Camisa blanca con el cuello desabrochado, saco abierto, el pelo del largo justo para que cubra sus ojos con solo inclinar la cabeza, pose de crooner tomando al micrófono con ambas manos, hablando poco, desgranando sus historias cantadas entre una falsa apatía y la confesión sentida. Ese es Nacho Vegas, que parado delante de su ajustada banda se abocó al magnífico “Resituación” (2014) con “Adolfo suicide”, dedicada, o influida vaya uno a saber, por Adolfo P. Suarez, el ilustrador de “La zona sucia” que parece no haberle caído del todo bien verse reflejado en ese espejo. Siguió “Perplejidad” (de “La zona sucia”) y “Ciudad vampira” (otra vez “Resituación”), el influjo de Daniel Johnston (que alguna vez pisó el mismo escenario) y el reclamo porque “nos devuelvan la ciudad”.
El escenario estaba presidido por el dibujo de una guitarra que llevaba la inscripción “this machine kills fascists”. Desde “Como hacer crac”, Nacho Vegas ha sumado una mirada social a sus muchos tips, una visión descarnada de la actualidad de España y de Europa toda. Sin embargo su rebeldía y su convicción no han cambiado sus modos. Cuando canta “polvo somos, lo sabemos, y en pólvora nos convertiremos” lo hace con tal suavidad, que parece guiado por aquel precepto del Che de no perder jamás la ternura. Aunque tratándose de Nacho Vegas la máxima debería ser “endurecerse sin perder la indolencia jamás”. La indolencia con la que anuncia, por ejemplo, la borrachera que coronará el abandono de “Taberneros”. La bebida, también estará presente junto al desamor, el sexo, y una de sus muchas referencias tangenciales a una probable bisexualidad en “Dry Martini S.A.”.
Cada uno de los personajes que forman parte del imaginario film de “Actores poco memorables” podrían protagonizar una canción completa del cantante. Todos exponen sus timideces, sus conflictos y las pocas certezas que los aferran a su mundo. Él mismo, si contamos que el Nachin medio maricón y con canciones lúgubres a cuestas se presta al juego de la primera persona. Junto con “Dry Martini S.A.”, “Gang bang” fue el momento más explícitamente sexual de la noche y no casualmente estuvieron casi en continuado. Todos mirábamos y cantábamos las canciones ensimismados. Había algún tubio intento de cantito tribunero entre tema y tema, pero el clima no se prestaba para eso. La ensoñación era absoluta. Los climas del show, el sonido de la banda (en especial cuando el órgano pasaba bien al frente) hacían justicia con aquella definición del “Nick Cave asturiano” con la que se lo calificó alguna vez. Quién si no un Nick Cave ibérico puede empezar una canción diciendo “Amanecí con la única certeza de que hoy iba a morir”. “La vida manca” es el tema que mejor expresa el espíritu de “Resituación”, donde la realidad social y los desahucios se mezclan con un recorrido por rincones y refugios de Gijón, amigos, personajes, arrebatos anárquicos (“podríamos llegar a expropiar el club de regatas”), pesadillas dueñas de un humor negro pavoroso (cadaver de Miguel Bosé hinchado flotando en una psicina incluído) y un final elegido, guionado y liberador en un desparramarse hacia el Cantábrico.
Para el último tramo del show, y cuando la noción del tiempo se había borrado y en Niceto nadie podía despegar los ojos del mismo tipo trasnochado que se había subido al escenario poco más de una hora antes, sonaron “Perdimos el control”, y “La gran broma final”, el tema que en “La zona sucia” le puso música y palabras cínicas a la ruptura de Nacho con Cristina Rosenvinge. Un cierre a la medida de un concierto que a esa altura ya resultaba inolvidable.
Nacho Vegas volvió al escenario solo y la “Luz de agosto en Gijón” fue también porteña por un rato. Los músicos se iban reacomodando para cerrar musicalmente la noche mientras un asistente le servía un vaso de whisky al cantante. Después quedó el único tema ajeno del setlist (que ya ha tocado en más de una oportunidad, inclusive en Argentina), que fue “Déjame vivir con alegría” de Vainica Doble, el duo femenino español que la creó a mediados de los '70 y que Nacho presentó como un canto contra el fascismo. El cierre quedó a cargo de otra de las canciones que mejor resumen su carrera, “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, con el tipo desnudándose con versos mientras nosotros tarareábamos la ronda de niñas del estribillo. Después nos prendieron la luz rápido, no sea cosa que nos quedemos pidiendo una más. Para eso Niceto parece que sí es eficiente.
Llegué a mi casa y como nunca (mientras picaba algo, porque el estómago también se había puesto impaciente con el horario) me puse a recrear minuciosamente la lista de temas del show. Necesitaba repasar una y otra vez un recorrido musical que seguramente formará parte de un playlist imginario que me acompañará zumbando en mis oidos por mucho, muchísimo tiempo. 







lunes, 17 de agosto de 2015

Octafonic en La Trastienda

                Que River no haya jugado el domingo me vino fenómeno. Tenía muchas ganas de ver a Octafonic en vivo y un show en La Trastienda era una oportunidad ideal. Correr desde Nuñez ajustando los horarios hubiese resultado engorroso, así que como el calendario de AFA se puso de mi lado, y aproveché la ocasión.
                Confieso que tardé en escuchar “Monster”. No por desconfianza a las críticas que no escatimaban en elogios de manera unánime (eso a veces me resulta sospechoso) sino porque venía privilegiando a la hora de elegir música a la canción en su formato más desnudo, más despojado de arreglos. Había sí escuchado algunos temas y sabía de antemano que cuando me sumerja en el disco, me iba a abstraer en él por un buen tiempo. Y fue la visita de Dweezil Zappa la que me terminó de  dar la excusa para hacerlo, porque fue la que me sacó momentáneamente del espíritu fogonero. Y nadie que exponga sus sentidos ante “Monster” podrá resistir la necesidad imperiosa de ver su concreción en vivo.
                Mucha gente en La Trastienda, todos parecían haber cumplido con sus niños en su día, y se habían liberado de las obligaciones. Eso habla un poco de la edad promedio del público, aunque también hubo muchos jovenes, que por lógica resultaron los más entusiastas al ahora del agite. El origen jazzero de Nicolas Sorin pudo haber sido en un principio una guía para la gente que se acercara a la propuesta de Octafonic, pero el recorrido del grupo (hoy de nueve integrantes) ya ha dejado en claro hace rato que es lo que se va a escuchar y nadie podrá hacerse el sorprendido.
                Cuando el telón se descorrió los integrantes del grupo tenían cubiertas sus cabezas con los gorros de sus buzos y en pose de meditación dieron inicio al show con “Mini buda”. Sus brazos levantados a la altura de sus hombros rápidamente trocaron por movimientos sincopados que seguían al machacante riff que guía el tema. Nada de concentración, la noche proponía liberar energías.
                A la hora de citar influencias de Octafonic, el espectro es muy amplio, pero si alguien pretende trazar una guía en primer lugar aparecerá el inquieto nombre de Mike Patton. Sin embargo si hay un adjetivo que le cabe a la perfección, y que al mismo tiempo también deparará nombres que alguna vez fueron merecedores de la misma particularidad, es el de inclasificable.  Cuando en el segundo tema Nico Sorin canta belicoso “Yo are so plastic” resulta imposible no linkearlo con el “Plastic people” de Zappa (y por consiguiente, si uno pretende ir más allá todavía, con el Plastic People of The Universe de la vieja Checoslovaquia).  Aunque desde lo musical, será en “Adiós” (uno de los temas que no están en “Monster” y que forman parte de sus repertorio en vivo) el momento en el que resulte más apropiado citar el influjo del gran Frank.
                El vivo de Octafonic es la versión exagerada del disco: cada actitud sobre el escenario pareciera responder a la pretensión de llevar la propuesta todavía un paso más lejos. En “Wheels” aparece medio de sorpresa Lula Bertoldi  para el grito final, antes de un prolongado beso con Nicolás. “Monster” devuelve la versión más “industrial” de la banda, que por momentos se prueba el traje de progresiva, pero que en la suma de capas, sonidos, arreglos, efectos y voces procesadas, convierte la música en algo desmesurado. Y aunque esa calificación alguna vez pueda tener connotación negativa, en este caso créanme que es todo elogio.
                A veces el ritmo baja un poco (“estamos viejos” jura Nico Sorin, casi en chiste, como cuando define al grupo como una “bandita de jazz”), y la música adquiere pasajes hipnóticos, como en ese sueño entrañable que se vuelve pesadilla matutina, que es “I’m sorry”. En ese tramo del show aparecen los temas más “accesibles” aunque esa palabra solo pueda concebirse dentro del complejo e impredecible universo de Octafonic. “Whisky eyes”, “Love” fueron algunos de los temas de “Monster” que tocaron anoche, y  además estrenaron un “Dance, dance, dance” instrumental que sigue la guía de lo ya conocido, con una línea de bajo inicial que invita al bailoteo.
                A lo largo de la noche hubo momentos para lucimientos solistas, pero en ningún caso con demasiadas estridencias. La batería de Ezequiel Piazza se lució al final de “Monster”, los vientos antes habían armado su propio pasaje musical, mientras que la guitarra de Hernán Rupolo recurrió más a los pedales que a la digitación. Pero es en momentos como en el oscuro y pesimista “Over” (al que podría linkearse tranquilamente con NIN) en donde la banda pareciera encontrarse a pleno gusto descargando toda su potencia, con cada uno de los sonidos complotados para concretar  ese sonido compacto y arrasador que los caracteriza.
                Hacia el final quedó “Fool moon”, que arranca casi bailable, y que deviene en un pasaje psicodélico en donde toda la banda pareciera suspenderse en una nube sonora para con un click volver de inmediato al irresistible ritmo funk deforme del tema. Y cumplieron con el cover anunciado en notas de prensa de la semana, con un “Happiness is a warm gun”  que les sentó a la perfección y se adaptó con comodidad al sonido y clima de Octafonic. Para el final guardaron el efusivo y visceral “What?”, donde otra vez aparece su versión más cruda, atemperada por un intermedio que amaga con el hip hop, y que renuncia ante el envión descomunal del riff machacante de pulso industrial. El saludo final y las luces que se iban encendiendo dejaron en claro que no habría bises.
                Al salir, por Balcarce iba llegando el público reggae que se aprontaba para el show de trasnoche. Y mientras la seguridad apuraba para que no nos volviésemos y despejemos la zona con rapidez, yo me fui pensando en la cantidad de velas que iban a tener que quemar los rastas para contrarrestar la energía que había quedando rebotando adentro. Si la hierba les resultó o no, que se los cuente otro. A esa hora yo me fui a tomar un vino.







jueves, 23 de julio de 2015

Gastón Urioste en Bebop Club - Presentación de "Últimos soles del verano"

Desde la primera vez que escuché “Últimos soles del verano” me sentí a gusto con el disco. No es que no se requieran un par de escuchas para sumergirse por completo en el clima que propone la música de Gastón Urioste, pero automáticamente el sonido me remitió a intimidad, a pasajes reconocibles, a cercanía. Cada tema, cada melodía y arreglo es fácilmente aplicable a situaciones y paisajes diarios. La música llega a los oidos como procedente de una radio detenida en el tiempo de una ciudad más relajada, amena, imaginaria pero que a la vez resulta reconocible (Santa María, me anima a citar la nacionalidad uruguaya de Gastón, en un acto de asociación libre por demás pretencioso). En la música suenan tenues aires rioplatenses, pero eso no resulta un límite sino todo lo contrario: es un punto de partida para la imaginación y creación de sonidos, que llegan del jazz, pero también pueden evocar a paisajes alpinos, al tango apache parisino o incluso acercarse a los Balcanes. Nada directo, eso si. Todas son suaves reminiscencias, lo cual facilita la expansión imaginativa del oyente, y construye un disco que termina resultando a la medida de cada uno.
Aunque también toca guitarra y armonio, la novedad mayor en este artista uruguayo (que hoy vive en Argentina, pero que supo recalar también en Francia), es la incorporación del oboe como el elemento central de buena parte de sus composiciones. Sin la asiduidad del clarinete, el jazz recurrió a él en más de un oportunidad (Charles Mingus, es el primer ejemplo que se me ocurre), pero en la música popular de estas tierras es una auténtica rareza. Y si apuro a mi memoria al respecto en este mediodía de jueves, solo me devuelve como dato alguna reescritura de “Oblivion” por parte de Astor Piazzolla.
Para su presentación en vivo, Gastón estuvo acompañado por casi todos los músicos que grabaron el álbum: Nicolás Olivera en guitarra eléctrica, Agustín Uriburu en cello, Nicolas Ojeda en el contrabajo, Victoria Zotalis en voz, más el reemplazo de Omar Menendez en lugar de Pedro Bulgakov en la batería. Y en la noche de este miércoles porteño, el disco fue mostrándose reordenado, reforzando aquella primera impresión que me había causado el formato físico: el clima, los pantallazos fugaces que la música es capaz de evocar, cobran vida cualquiera sea el contexto en el que se los escuche. Aunque claro, en la calidez del Bebop y con una copa de malbec a mano, todo resulta siempre mucho mejor.
“Vals de Emilia” (el elegido para abrir el concierto) es un valsesito criollo al cual el tarareo de Zotalis es capaz de situarlo en el Tirol. En “Lemon paisano” el swing es contagioso, y hacia el final la voz de Zotalis y el cello de Uriburu se hermanan provocando un efecto bellísimo. Un cello que al igual que en “Remember la goutte d'or” encuentra sonidos que remiten a caminos piazzolleanos.
En “Ola de lago”, el intenso oboe de Gastón le deja paso al lucimiento de Nicolás Olivera en la guitarra eléctrica, y aunque “Groovy farm” haya sido presentada como una chacarera vaquera, situándola en la soledad de un campo uruguayo, yo no pude evitar que la mente me translade bastante más al norte, y que algunos pasajes de guitarra la hayan detenido en el desierto texano.
La única canción cantada del disco es “Flechazos”. O mejor dicho, la única canción del disco con letra, porque la voz está más que presente, y es un elemento central en la propuesta de Urioste. Hasta ese momento los exquisitos aportes de Victoria Zotalis se limitan a tarareos, a alguna palabra soltada con sentido rítmico, convirtiéndose en otro instrumento que aporta arreglos etéreos a las melodías. Pero en el caso de “Flechazos”, se trata de un poema breve, cantado con gravedad mientras la voz es acompañada por un cello que alterna entre el pizzicato y el arco. Hacia el final, cuando las palabras desaparecen, la voz apaciguada entrega algún rastro spinetteano. Dueño de una encantadora letanía, “Enamorarse es irse al agua cuando sube la marea”, el tema que le siguió, dejó lugar al lucimiento de Nicolas Ojeda en el contrabajo. El bajista, a la hora de la presentación de los músicos, también sería reconocido por Gastón por su aporte en los arreglos.
A partir de allí el concierto sumó un nuevo condimento: la complicidad mas allá de lo musical. Comenzaron algunos comentarios y diálogos entre Victoria y Gastón, que rápidamente encontraron respuesta entre el público. En “Intro” la excusa fue el lugar en la lista de un tema con ese nombre. Pero más adelante el origen oriental de Gastón será excusa también para divertidos contrapuntos. A pesar que en el disco “Intro” dura menos de un minuto, anoche, intervención de Menendez en la batería mediante, se prolongó por un tiempo más. “Levitando” fue el único tema ajeno a “Últimos soles del verano” que se esuchó anoche, aunque se acopla a la perfección con el espíritu del disco.
El final se construyó a partir de climas opuestos: “La goutte d'or” es rítmica, universal y le sentaría a la perfección a una Big Band, aunque al final la melodía baje las pulsaciones y los lamentos en la voz de Victoria Zotalis remitan a lejanos aires flamencos. Y que el cierre (al igual que en el disco) haya sido con “Oh!precipiciovolaromorir” no resultó casual. Es en ese tema en donde el oboe de Gastón Urioste se expresa con mayor profundidad en un cierre plagado de tintes melancólicos, que terminó por redondear una noche más que entrañable.
La vocación abarcativa de “Últimos soles de verano” tendrá sin duda un correlato en la expansión del incipiente recorrido solista de Gastón Urioste, y el soplo de originalidad que su disco significa será capaz de abrirle nuevos caminos y escenarios. Por lo pronto, para los que disfrutamos del concierto en el Bebop, tenemos mucho para contar y recomendar.



sábado, 11 de julio de 2015

Andrea Alvarez en el Teatro Vorterix - Presentación de "Y lo dejamos venir"

A fines de 2014 se editó el libro “El agua mala” de Josefina Licitra, una crónica acerca de la inundación que se llevó puesta a la localidad de Epecuén en Noviembre de 1985. Unos meses más tarde, Andrea Alvarez eligió al mismo pueblo como escenario para la cubierta de su cuarto trabajo solista, “Y lo dejamos venir”. El por qué de Epecuén lo explicitó en su momento la propia Andrea en su sitio oficial: “documento viviente del resultado de la capacidad de corrupción del ser humano”. De la desidia, acoto yo. Del exceso de confianza ante una naturaleza que tarde o temprano nos termina doblegando. Y así como en el libro de Josefina Licitra los testimonios compilados dan cuenta de sentimientos que van desde la impotencia y el asombro hasta la bronca, el disco de Andrea Alvarez expresa a esos mismos sentimientos con una fuerza arrolladora, que los expone a sangre viva y los grita a viva voz, en otro disco de rock directo y sin vueltas, visceral.
Anoche era la presentación en el Teatro Vorterix, una apuesta interesante para un trio que no suele tocar seguido ni habitar los grandes escenarios porteños. Los viernes en la ciudad suelen ser de por sí complicados, y para lo mi lo era doble, así que llegué cerca del horario anunciado para el inicio del show. Aún así pude ver el final del set de Billy James and His One Man Band, un uruguayo que toca blues del delta con su slide guitar mientras usa sus piernas para percutir un bombo y marcar el pulso en el hi-hat. Interesante el sonido, aunque a primera escucha a mí me resultó un tanto repetitivo y lineal. No dejó de ser un buen “amenitie” para la espera del show principal, puesto que lo hice a garganta seca; la barra del Vorterix deberían clausurarla por mal gusto: apenas esa bebida que pretende ser cerveza llamada Quilmes y Fernet con Pepsi (!).
Como si para abocarse al nuevo trabajo fuera necesario calentar motores, el trio dio inicio al show con varias citas de “Doble A”, el disco anterior de Andrea, de 2008: “Alter ego”, “Calladitos”, “Doble A” y “Sapo”. Y si bien el disco aquel y el nuevo tienen muchos puntos en común, en este nuevo trío con Tomás Brugués en guitarra y Lonnie Hillyer en bajo, la propuesta sanguínea de Andrea parece haber encontrado a sus mejores intérpretes. Las premisas son claras, un riff basta para desatar la energía de una banda que toca cada tema como si fuera el último. La potencia es arrolladora, y aunque esta vez la produccción del disco corrió por cuenta propia, el rastro de Jim Diamond y el espíritu de Jack White se perciben todavía en muchos de los temas nuevos. El disco finalmente debutó con “RU fucking with me”.
Como en toda presentación (y más tratándose de una artista que ha colaborado con infinidad de músicos), hubo invitados. Conce Soares fue la primera, y es una percusionista que Andrea conoció en el proyecto “Se trata de nosotras”, un colectivo de artistas femeninas que desde Enero giran por el país concientizando acerca de la trata de personas y la divulgación del número 145 para denuncias. Y el aporte de la percusión fue fundamental para que “Olas” (de “Dormis?” 2004) tuviera un pasaje al que la guitarra de Brugués terminará por darle un tinte “santanesco”. “Se pudre todo” (un tema que ya había tenido una versión de descarga digital y que fue regrabado para “Y lo dejamos venir”) es un grito casi apocalíptico, y “Vende humo” un desafío en modo futbolero que la cae tan perfecto a un político mentiroso como a las promesas vacuas de un ex.
Aunque desde que salió “Doble A” yo dije que el grupo de Andrea Alvarez es el Pappo's Blues de nuestro tiempo, el formato trío en el rock argentino tiene en Manal a su primer gran exponente. Y no fue casual entonces que “Porque hoy nací” haya formado parte del setlist. Andrea estaba contenta y divertida. Emocionada con el lugar, con la gente que había ido, pero especialmente, visiblemente orgullosa con su nuevo trabajo. En escena, su brazo izquierdo en alto por sobre la batería al final de cada tema cuenta como un pararrayos que se extiende para recargar la energía liberada en la interpretación del tema anterior, pero es también sinónimo de victoria. De la victoria de una heroina baterista que con cada tema tema y cada golpe de tambor derriba uno a uno los mitos machistas del mundo del rock.
Richard Coleman fue el segundo invitado, que empezó participando en “Toxico”, pero que escencialmente subió para hacer “Despertándote”, el tema que cierra el disco, y está dedicado a Gustavo Cerati. Y aunque la canción resulta una expresión de incomprensión ante una ausencia inesperada, en un disco cuyo uno de sus vectores es la desidia ante los alertas, el final de Gustavo no deja de resultar una paradoja. Por cierto, nadie lo nombró, pero todos sentimos que su espíritu nos sobrevoló en ese instante. Que de tan intenso mitigó mi pena porque no haya tocado “Aleluya”, la maravilla que hicieran en conjunto para “Doble A”.
“Y lo dejamos venir” (el tema) es un blues denso, pesado, brumoso con un grito agudo como estribillo que marca el punto más alto de Andrea desde lo vocal, y que no hace otra cosa que confirmar mi cita a Pappo's Blues. Después quedó tiempo para el tercer invitado, Mariano Martinez , que participó de “Te lo juro” y “Lastima todo”. Se había hablado de Mollo como invitado también, pero aparentemente una gripe lo dejó afuera.
Hacia el final se encaminaron “Vamos viendo” y “Muerto”, de “Doble A”. “Cargué mi cruz, jugué morir, resucité y te parí. Estás muerto”. Así es todo en las canciones de Andrea Alvarez. No requiere de grandes frases ni juegos de palabras. Son expresiones brutales, honestas, tan elementales como contundentes, expelidas con una fuerza imposible de contradecir y montadas sobre riffs que desentumecen al músculo más agarrotado. Y si el disco ya de por sí es capaz de expresarlo, en vivo la performance duplica el efecto. Las piernas zapatean el piso con cada golpe de redoblante, y en la pista unas chicas chispeadas se atreven a un pogo que reparte salpicaduras de la cerveza que emana de vasos a medio beber.
“Alucinado quiero vivir” propone Pappo en “Algo ha cambiado”, el tema que Andrea Alvarez y su trio (otra vez con Mariano Martinez sobre el escenario) eligieron para cerrar el concierto. Y sí, alucinado, no había otra manera de sentirse después de semajante dosis de rock. Tan convincente resultó, que cuando las cortinas del escenario se corrieron y mientras los oidos aún no dejaban de zumbar, nadie se atrevió a pedir nada más. No solo quedaba la convicción de que la banda lo había dado todo, sino la conciencia de que nuestros cuerpos ya no podían recibir más.