lunes, 19 de diciembre de 2016

Andres Calamaro en el Teatro Gran Rex - Licencia para cantar

“Y cuando debo quedarme, vida. Me voy andando”. Atahualpa Yupanqui dice en “Piedra y camino”, con su saber pausado y añoso que él, a su manera, también es un salmón que nada contra la corriente. Y anoche en el Teatro Gran Rex, con la extraordinaria voz de Abel Pintos como invitado haciendo una versión de esa canción de Atahualpa, la versión crooner de Andres Calamaro se reafirmó, bajo modos sigilosos, en su espíritu de salmón.
De entrada nomás, desde el programa que entregaban al ingreso, Andres se mostraba “peleador”. Nada de cámaras, nada de celulares, vivir la experiencia alejados de la virtualidad. Una propuesta que desde la platea no será asimilada por completo y que motivará tensión durante el primer tramo del concierto. Que lo mostrará a Andres quisquilloso, amenazando quitar canciones del setlist y hasta arrojando el micrófono por encima del piano.
Yo estoy de acuerdo con Andres, claro. Ciertamente la propuesta apuntaba a un grado de intimidad, cercanía y complicidad que imponía ese modo de comportamiento sugerido por el artista. Pero hay algo en toda esa actitud que no deja de hacerme ruido: en un punto veo a un señor grande diciéndole a los más chicos cómo es que deben disfrutar. Me acordé anoche del disco “Los Abuelos en el Ópera”, en donde Miguel Abuelo reta a los acomodadores que no dejan a los chicos bailar sobre las butacas. El público expresándose como le sale.
En fin, todo ese debate entre el público analógico y el público 2.0 cargó de tensión la primera parte del concierto. “Todos creemos que buscamos lo mismo” canta Calamaro en “La libertad”, la canción que eligió para abrir el concierto, y creo que por ahí viene parte de la respuesta. Como sea, la cuestión se terminó resolviendo con un “antes en los recitales se fumaba porro, ahora vienen con los telefonitos” por parte del cantante, que fue respondido con una ovación. Porque cuando no se sabe cómo convencer, un poco de demagogia siempre ayuda. Andres lo sabe, y está muy bien.
La gira “Licencia para cantar” es una propuesta en la que Calamaro expande el alcance de su álbum “Romaphnic sessions” y se afirma en su función de cantante popular. Apoyado en un trio acústico compuesto por Antonio Miguel en contrabajo, Martín Bruhn en percusión y el exquisito piano de Germán Wiedemer (por momentos se sumarán dos coros ,Juan De Benedictis y Mariano Dominguez), sus canciones apelan a la sensibilidad. De los oídos, pero también, y especialmente, de los corazones.
Así como el clima inicial estuvo condicionado por la cuestión de las fotos, la voz de Calamaro pareció también necesitar de un tiempo para encontrarse a punto. Andrés canta lo suyo con soltura, pero cuando interpreta temas ajenos (“Garúa” especialmente) apela al fraseo made in Goyeneche para resolver los versos. Otras canciones ajenas, sin embargo, parecen hechas a su medida, como el caso de “Algo contigo” de Chico Navarro, o “La copa rota” de Benito de Jesus.
Andres Calamaro asume su condición de cantor del pueblo (de hecho el disco que publicó junto a Bunbury en 2015 se llama precisamente “Hijos del pueblo”), de creador de melodías que forman parte del inconsciente colectivo hace rato y por ese motivo se permite, a la vez que recorre su carrera, interpretar a esas otras canciones de artistas populares como si fueran propias.
A veces, cuando ocurren este tipo de propuestas, se suele usar la figura del fogón para definirlas. Pero no es el caso. El clima (si bien las gargantas del público acompañan las letras, especialmente hacia el final del show) es el de un cantor dirigiéndose a los suyos. Separando los espacios, gratificando, pero gratificándose también con el desafío. La comunión se concreta entonces en la experiencia sensible entre artista y público, y no en una de esas mancomuniones que terminan por desigurar los roles.
En términos de setlist, hubo de todo. Desde Los Rodriguez citados con canciones a pedido de las gargantas ajenas (“Tuyo siempre”, “Para no olvidar”), pero también con perlas como “7 segundos”, hasta varias etapas de su carrera solista (“Bohemio”, “Ansia en plaza Francia”). Sin embargo el momento crucial del show sucede con los invitados. Cuando Abel Pintos sube para “Piedra y camino”, y cuando al duo se le suma Daniel Melingo para una emotiva “Himno de mi corazón”. Desconozco si Andres Calamaro piensa editar de alguna forma estos cuatro Gran Rex, pero si algo de eso se concreta, seguro que esa cita a Los Abuelos será el centro de ese proyecto. Después Melingo quedará para sumar su clarinete a “Los aviones”.
Para el final se encadenaron cataratas de hits, el público abandonó su postura pasiva y acompañó con palmas y voces todo lo que Andres les propuso cantar y aplaudir. “Flaca”, “Carnaval de brasil”, “Estadio Azteca”…..prueben escucharlas en continuado e imagínense adentro de ese teatro. En el medio, una sesión de humor cordobés junto a su baterista, Y luego volvió Abel Pintos para que el desamor y la más trágica historia argentina se amalgamen en una versión de “Crímenes perfectos” que quienes estuvimos allí recordaremos por mucho tiempo.
Para los bises la propuesta no varió. Primero “Mi enfermedad” y después “Media Verónica” le abrieron paso a “Paloma”, reclamada por la platea en cada intervalo entre canciones. Otra vez desamor, soledad y alguna doble lectura tóxica para el cierre del show y de la gira toda.
Faltaba saludar y las formalidades del caso, pero Andres tenía guardada una sorpresa. Provocativo, nadando una vez más contra la corriente, se quitó su saco, y mientras empezaba a sonar un paso doble, comenzó a emular a un torero, animando al público a acompañar con “ole” cada uno de sus movimientos. La gente respondió y recién cayó en la trampa cuando Calamaro le clavava unas falsas espadas en la espalda a un Melingo toro que lo embestía. La incomodidad se percibió, pero nadie reprochó nada. El artista volvió para saludar solo y todo fue otra vez reverencia. Los teléfonos ya liberados de su momentáneo ostracismo, capturaban el momento.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Kraftwerk 3D en el Luna Park

Es imposible hablar del show 2016 de Kraftwerk en Argentina sin citar la tragicomedia que lo antecedió. A doce años de Cromañon, con un gobierno a cargo que tomó definitivamente impulso utlizándola políticamente, y con otras tantas pequeñas tragedias de menor tenor pero de similares características en el condimento de su gestación, la única respuesta que tiene el alcalde ante algún hecho que exhibe fallas en la administración pública, es prohibir. Así fue que ante la muerte de cinco chicos intoxicados con pastillas en la fiesta Time Warp, la respuesta fue prohibir las fiestas electrónicas. A esto se sumó un juez que tiene menos vida que una roca, que no sabe de qué se trata, pero escanea mentalmente un expediente, y si se topa con la palabra “electrónica”, clausura. Así como el algortimo de Facebook no diferencia la exposición del nuevo implante en primer plano de la modelo de turno, de una campaña contra el cancer de mama, el juez toma decisiones según como estén “taggeados” los permisos. Una pena, porque la ciudad sigue teniendo motivos sificientes como para alzarse como cenit cultural en la región, pero está manejada por ineptos. Una ciudad que tuvo que echar a su secretario de cultura por minimizar el genociodio ocurrido en los '70, que aún sostiene a ese mismo personaje al frente del teatro lírico más importante del país, mientras patotea a los artistas que invita a tocar y alquila el teatro para fiestas privadas. Un tipo que no tiene título secundario y que es digno representante de un gobierno local que homenajea a Borges poniendo en su boca frases de libro de auto ayuda de segunda mano, y a Cortazar adjudicándole citas de Betinotti. En fin, la cuestión es que la productora supo moverse, los fans también hicimos ruido, y finalmente anoche estábamos todos en el Luna Park con nuestros anteeojitos 3D colocados, esperando al cuarteto alemán pionero en la música electrónica.
La previa estuvo amenizada por un set de solo piano a cargo de Esteban Insinger. No conocía antes al artista, busqué algo de información al respecto al saber que abría el show y lo único que puedo decir es que, al menos desde una de las cabeceras, el murmullo creciente a medida que se fue llenando el estadio, no fue el mejor contexto para una primera aproximación a su música. Si hubo alguna presentación acerca de lo que tocó, me la perdí porque entré cuando ya había empezado. De todas maneras lo que llegué a escuchar me obliga a tenerlo agendado para un abordaje en las condiciones más favorables.
Hablando de contextos inapropiados, cuando vi a Kraftwerk en 2009, tocaron en el Club Ciudad como apertura del único show en el país (espero que hasta el momento) de Radiohead. Y entre la luz del día, el espacio abierto y la marea humana, la esencia conceptual del proyecto, se había dispersado. Las dos visitan anteriores a Obras (aún con Florian Schneider) habían tenido los mejores comentarios, así que este show con la promesa extra del 3D entraba en la categoría de imperdible.
Excepto por el chiche del 3D un show de Kraftwerk en 2016 no es imprevisible ni novedoso. Claro que eso no significa una experiencia digna de repetir. En definitiva, en la repetición, las secuencias y códigos radica buena parte de su encanto. La escena se reduce a unos atriles desde donde cuatro tipos (que bien podrían no serlo) guian los sonidos mientras los números que anticipan la apertura se desprenden de la pantalla hasta nuestros ojos. Luego “Computer world” nos recuerda a los muchos brazos que el sistema tienda para controlarnos. Desde agencias de inteligencia hasta bancos. Y en “Computer love”, los alemanes presumen de haberse adelantado unos cuantos años a las relaciones amorosas en tiempos de redes sociales.
Entre tantos sonidos reconocibles, el show apela a lo visual. En “The Man-machine” la pantalla reproduce lineas y figuras geométricas que remiten a un Mondrian que se quedó sin el amarillo. En “Spacelab”, Buenos Aires pasa de ser un punto en una imagen satelital, a reducirse a una imagen del Luna Park en primer plano. En medio el satélite y un plato volador avanzan sobre el público provocando unos cuantos “uhhhh” mientras los cuerpos los esquivaban por inercia. A propósito del público: si bien la inmensa mayoría se dedicó a transitar el recital en un microdancing continuo, los coros en “The model”, más un incipiente “olé, olé, olé, Kraftwérk, Kraftwérk” dieron la (mala) nota de la noche.
Kraftwerk grabó dos veces “Radioactivity”. En la primera jugaron con Madam Curie y la radiodifusión. En la segunda hicieron centro en la energía atómica. Y anoche, sumando la palabra “Fukushima” a los alertas desde la pantalla, refuerzan a esa segunda versión. Es precisamente la energía la que guía el concepto de los de Düsseldorf. La cinética (en “Tour de France”) o la aerodinámica (“Aéro dynamik”) ya en la apertura de los bises. “Neon lights” es casi de juguete, la cara amablem atractiva y colorida del sistema. También sostienen en el repertorio sus odas a las grandes infraestructuras, como “Autobahn” (aunque en un tono más contemplativo) y “Trans-Europe express”, que en tiempos en que Europa como unidad comienza a revisarse, hasta puede entenderse como ironía. Pero Kraftwerk no pretende transmitir certezas, sino simplemente trazar guias: palabras, imágenes, secuencias.
El show terminó con “The robots”, con esos híbridos de camisa roja girando en la pantalla y prolongando la mano hasta (gracias al efecto 3D) tenderla hacia el público, como si quisieran escapar de la pantalla (hola Woody Allen). Es ahí, en ese concepto híbrido entre maquina y hombre, donde Kraftwerk sigue encontrando su mejor carta de presentación. Les otorga misterio, un componente futurista y los sostiene como una banda, que si bien en términos tecnológicos ya no sorprende, sigue resultando inquietante y perturbadora.
El final sobrevino con unos cuantos temas (“Planet of visions” y “Techno pop” entre ellos) y terminó con “Musique non-stop”: synthetic electronic sounds, industrial rhythms all around, music non stop. La música en todo lo que nos rodea. Los integrantes se fueron despidiendo de a uno, después de haber hecho todo lo posible para pasar inadvertidos. Nosotros también nos fuimos, todos vivos para tranquilidad de Larreta.
Ya de regreso en el 7, un pibe repasaba el programa que daban en el Luna Park, tenía puesta ua remera de Zappa Plays Zappa y yo me acordé de esos mitos nunca confirmados de que Florian y Ralph le pidieron a Frank que produzca “The man-machine”. Con hambre pasé el resto del viaje pensando en qué hubiera resultado del encuentro.




viernes, 18 de noviembre de 2016

Isabel de Sebastián en el Teatro Picadero

Tal vez resulte injusto, porque hay un presente artístico vital en el que vale la pena sumergirse, pero en los conciertos de Isabel de Sebastián me invade una sensación de nostalgia. Tal vez que Isabel haya venido a Buenos Aires en los últimos trimestres de los últimos dos años, la época en la que comienzan los repasos, influya. Hay otros motivos, claro. La música y las voces con las que uno se formó, más cuestiones más íntimas y de coyuntura, también. Y más que nada el hecho de que la artista resida en el exterior y eso provoque que el concierto tenga mucho de celebración y reencuentro. Es personal esta apreciación, pero cuando en un momento de la noche, mientras cita varios nombres que pueblan la platea, Isabel dice que parece un bar mitzvah o algo así, uno se da cuenta que la caracterización de las sensaciones habían sido las correctas.
Sin mucho preámbulo, el concierto abrió con canciones grabadas en el último trabajo de Isabel de Sebastián (2013). “Skatango” y “Corazón y hueso” (de Daniel Melingo). Del amor perdido a una nueva sumisión en sus laberintos. La estructura de pequeño anfiteatro que tiene el Picadero ayuda a reforzar la sensación de intimidad. Todo parece estar cerca y a mano. Un silloncito termina por definir una escena confidente. Y en ese ambiente, cada canción tendrá una mínima historia que la justifique.
Los ochenta dirán presente temprano con “En camino”. El slide de la guitarra de David Bensimon trae el sonido “ceratiano” al 2016, pero la versión luce con identidad propia. Y en un recorrido sinuoso, la noche atravesó varios climas con la voz en espléndido estado de Isabel de Sebastian como hilo conductor. Habrá bolero en “Te mataría”, folklore en “Aquí” (tributo a Mercedes Sosa, que funciona también como homenaje a Yupanqui), jazz de salón en una preciosa versión traducida de “Is that all there is?” de Peggy Lee, y hasta humor, como cuando la cantante pide perdón en nombre de su generación, por las baterías electrónicas de los '80.
Al principio hablé de nostalgia y tal vez sea el momento en el que suena “Pequeño vals vienes” el tramo en el que mejor se exprese esa sensación. Isabel basa su versión en la de Enrique Morente, que se animó a cantar a Lorca solo después de que el poema se impregne de la impronta de Leonard Cohen. Las palabras viajan de España a Canadá y regresan maduras e intactas en su fuerza poética. Ese ida y vuelta, con sus propios vericuetos, también puede apreciarse en dos canciones propias y nuevas (ambas en ingles). Una que linkea a Coney Island con el recuerdo de Italpark, y otra que pinta a Buenos Aires con extrema belleza, en un exitoso ejercicio de extrañamiento (Isabel tradujo alguno de los versos antes de comenzar).
Con diferentes características, dos tramos reforzaron el clima de intimidad. “Canción del ángel sin suerte”, una vieja letra del flaco Spinetta cedida a Isabel y recién grabada en el último disco, nos trajo el recuerdo del maestro. La presencia de Anibal “la vieja” Barrios asistiendo en el escenario acentuó la cercanía, que la lírica había dejado a flor de piel. Y la presencia de David Telson, hijo de Isabel, que no solo hizo su propia versión de “La Paloma” de Rafael Alberti (con una linda historia familiar detras, en donde el extrañamiento no es un ejercicio sino una imposición del tiempo), sino que además cantó la propia “Compañera”, canción que obliga a futuro a estar atento a lo que provenga de él.
El bolero regresó con “Sin excusas” (de los chilenos Chico Trujillo), pero en ese último tramo lo celebrado fueron las citas a Metrópoli. Primero “Tormenta en la Bristol” y la infaltable “Heroes anónimos”.
El Teatro Picadero está asociado a la resistencia cultural en plena dictadura. Los nuevos tiempos políticos exigen compromiso y la multiplicación de esos heroes anónimos que cita su canción más conocida. Entonces también el concierto de anoche resultó una afirmación. Porque no se trata solo militancia en el sentido más altruista de la palabra, sino de la música, la poesía , el hecho artístico todo como refugio y a la vez expresión de voluntad. Ese “me bombardean otra vez, vuelvo a construir mi casa” es entonces, ahora también, sinónimo de resistencia y perseverancia personal y colectiva.
En la cumbia “Cariñito”, el grán éxito de los peruanos Los hijos del Sol a final de los '70, el encargado de ponerle actualidad al tema fue Machito Ponce, rapeando sobre los modos de tratar a una dama. Y luego de la formalidad del pedido de bises (y en el año en donde varios rockeros indies locales se animaron a homenajear a Jose Luis Perales), el cierre definitivo fue con “Por qué te vas”.
Tanto era una reunión de amigos, que mucha de la gente que presenció el show se aguantó el freco que corría por el pasaje Discépolo, para saludar a la salida. Yo me quedé allí mismo, pero del lado de adentro, comiendo unos fideos en el salon lindero al teatro, que tiene tanto de porteño como detalles de pub neoyorquino en la decoración y la barra. Porque anoche nada pareció ser caual.


viernes, 11 de noviembre de 2016

Carla Morrison en La Trastienda

Julio Humberto Grondona, el que parecía que iba a ser eterno presidente de AFA, llevaba un anillo de oro con la frase “todo pasa” grabado. No solo no se lo sacaba nunca, sino que solía exhibirlo como muestra de fortaleza y de poder. Como símbolo de que el tiempo, la paciencia y el olvido eran sus mejores aliados. A mediados de 2012, Nélida, la esposa de Grondona, falleció. Cuentan que don Julio la noche del velorio se sacó su anillo y nunca más volvió a ponérselo. Evidentemente no, no todo pasa. Hay cosas que no tienen remedio.
Por qué cuento esto abriendo una crónica musical? Porque las noticias del 0-3 de la selección contra Brasil y la muerte de Leonard Cohen me llegaron juntas, justo cuando Carla Morrison cantaba una canción que precisamente se llama así: "Todo pasa". Se mezclaba entonces todo: la música, el fútbol, la poesía, México y la muerte. Después Carla va a pedir que la dejen llorar, citando a uno de sus temas más conocidos. Esa donde suplica “Déjenme llorar, quiero despedirme en silencio, hacer mi mente razonar que para esto no hay remedio”. No se refiere a la muerte sino a un amor perdido. Pero en la intensidad con la que Carla Morrison se toma las cosas, uno nunca puede estar seguro.
La noche había empezado con una agradable sorpresa: Lucio Mantel haciendo canciones de su disco “Confín” más alguna del resto de su repertorio como “En el siguiente suspiro”. Amenizó la espera de la mejor manera y cerró su set de unos veinte minutos con “Miniatura”. El hielo había enfriado el trago y La Trastienda estaba repleta.
Llegué hasta Carla Morrison por varios caminos diferentes. Ya sean sus colaboraciones con Calexico y Bunbury, o alguna canción ofrecida al azar por los caprichos de los algoritmos de la web. Y siempre la referencia ineludible, la que me obligó a levatarme a buscar más info acerca de lo que estaba escuchando fue las misma: su voz soprano, fragil y dulce a la vez. Perfecta. Después llegó el hipsterimos made in Pichfork con la crítica de “Amor supremo”, pero aunque el sitio a veces me provoca más sospechas que certezas, cuando escuché el disco supe al instante que con la mexicana, habían acertado.
Carla abrió su show con “Un beso”, precisamente de ese últmo disco. El tema se sostiene en la percusión mientra Carla promete que “te voy a secuestrar, yo te voy a robar un beso”. Los sintetizadores hacen que esa amenaza de tomar la iniciativa para con un amor prohibido parezca una caricia. Y aunque más adelante habrá muchas otras citas al álbum, alcanza para saber que esa será la propuesta: un sonido envolvente, casi de ensoñación, revistiendo a la voz de Carla cantando una y otra vez sus penas de amor.
Probablemente el punto más flojo del arte de Carla sean las letras. Porque claro, cuando se le canta casi siempre a lo mismo y en primera persona, es mucho el riesgo de repetirse, y en una obsesiva búsqueda por evitarlo, caer en lugares comunes. En esa continuidad de exponer a su corazón roto hay mucho de edulcorado. Pero cuidado, excepto en alguna frase aislada en la que el tarro de azúcar parece habérsele derramado en el cerebro, en ese punto Carla Morrison está más cerca de Juan Gabriel que de Alejandro Sanz.
Además en los tres años previos a la grabación de "Amor supremo", la mexicana se dedicó a vivir y gozar, pero también a construir su madurez (personal y artística) tomando las riendas de su carrera con decisión y encontrando en el budismo algunas respuestas a las razones de su paso por este mundo. Y la experiencia se plasma en la forma de asumir los desengaños, como cuando canta su dolor con fortaleza y aceptación, e incluso sugiriendo que también ella es capaz de destrozar corazones.
En el setlist Carla Morrison va mechando temas nuevos (“Azuca morena”, “Vez primera”) con otros temas de su repertorio inicial (“Eres tú”, “Pajarito de amor”). A veces se muestra con ganas de hablar, de contar los momentos en que nacieron las canciones, de citar la sencillez sabia de de su madre y sus sonsejos, de su Tecate natal. También recordó su trabajo de oficinista en Macy's durante sus primeros pasos en USA. Y obvio, las noticias no podían pasar inadvertidas, aunque Carla disimuló su decepción con una ironía (“No more” dijo cuando hablaba de la migración hacia el norte en busca de oportunidades). En las redes se mostró mucho más afectada al respecto.
Las canciones de Carla que a mí más me atraen son las nuevas. Allí los arreglos cren un clima donde la voz pareciera perderse en sus lamentos. Los sintetizadores y las guitarras toman el mando y el climax llega en “No vuelvo jamás” en donde Carla Morrison definitivamente se vuelve una Elizabeth Fraser latina. Aunque en lo emocional, el efecto más contundente es cuando de rodillas, completamente entregada, canta en “Disfruto” (Déjenme llorar – 2012) que “quiero abrazarte, esperarte, adorarte, tenerte paciencia”. Podría llegar a parecer demasiado, sin embargo cuando Carla nos dice “Si les gusta mi música, son igual que yo”, acierta un gancho a la mandíbula que derriba cualquier pretensión de falsa dureza. En el tramo final, se pasea por entre las mesas cantando y hasta recibe un ramo de flores de un espectador.
Después de un par de bises la despedida final fue con “Yo sigo aquí”, otra de las canciones que muestran a Carla anclada a un amor perdido. Y se va mientras la banda termina de tocar, pero el show no terminó aunque ya no vaya a haber música sobre el escenario. Porque mientras las luces se encienden, empieza a sonar “Idioteque”. Otra voz quebradiza, en otro idioma, relatando un apocalipsis. No puede ser casual. “Aquí estoy vivo, todo el tiempo” canta Yorke mientras el mundo se desploma. Igual que Carla, que unos instantes antes había cantado “yo sigo parada aquí” cuando el mundo que se desplomaba era el suyo.
Afuera, la selección argentina se alejaba de Rusia, Donald Trump tomaba el mando de los EEUU y el mundo ya no tenía a Leonard Cohen para compensar. Atrás quedaba la voz fragil de una chica que no teme cantar con extrema belleza e intensidad, mientras exhibe cada una de sus cicatrices.


martes, 25 de octubre de 2016

Richard Ashcroft en el Teatro Gran Rex

“Siento que somos lo únicos que estamos vivos” canta Richard Ashcroft en el final de “Hold on”. La canción está inspirada en los levantamientos en Medio Oriente en general, y en las imagenes de lo sucedido en Egipto en 2011 en particular. Es una arenga a no rendirse, un aliento que indica que en el esfuerzo habrá siempre recompensa. Pero cantada en un teatro porteño frente a casi tres mil personas, bien podría ser una sensación común dentro de ese recinto. Es el tercer tema de los bises y el cantante de Wigan está terminando uno de los mejores shows del año en el Gran Rex. El concierto podría terminar allí. El hombre que venció a las drogas y a varios prejuicios, que según su propio creer, torció el destino que la industria de la música le tiene asignado a las estrellas surgidas de la clase trabajadora, consuma la conquista de Buenos Aires en su primera y demorada visita. Podría terminar ahí, sí. Pero faltaba “Bittersweet symphony”, claro.
Por cuestiones que no vienen al caso no vengo programando mucho mi vida social estos meses, así que cuando puedo aprovechar alguno de los shows que hay dando vuelta por allí, lo hago decidiendo sobre la marcha. La visita de Ashcroft era uno de los conciertos que tenía apuntado, en principio en el Personal Fest, pero cuando vi que tocaba también en el Gran Rex, pasé a priorizar este último. Algunas notas en los medios y las repercusiones de su set en el Personal me terminaron de decidir. Además la web que vendía las entradas mostraba el suficiente espacio disponible como para hacer lo que finalmente hice: sacar la entrada más barata en la fila más alta del teatro y ganar una docena de escalones, que en términos de precio, son unos $200 o más. De todas maneras, al comenzar el show, salvo las últimas filas y algún claro a los costados de la pullman, el Gran Rex mostraba una buena concurrencia.
Ashcroft vino al pais con un buen disco bajo el brazo. “These people”, con su altibajos, es un acertado paso en su carrera después del flojo “United nations of sound”. Y ese dato siempre es un reflejo del ánimo con el que se encara el show; y también con el que se lo espera. Más aún cuando se trata de la primera visita a una ciudad. Con esa premisa, el concierto resultó un desbalance perfecto. Varias canciones de “These people”, nada de “United nations of sound”, un tema de cada uno del resto de sus discos solistas, y mucho de The Verve. Y ni siquiera The Verve en alcance amplio, para que no queden dudas, mucho de “Urban Hymns” y punto.
El concierto abrió con el bailable “Out of my body”, con un escenario sin grandes pretensiones, a no ser un impactante juego de luces y flashes que no otorgaría descanso visual en todo el show. Y enseguida “Sonnet”, el primer himno urbano de la noche. De allí en más, sin bien el clima no fue lineal, el show no decayó nunca. Ashcroft se mostró como un gran performer y su voz no evidenció síntoma alguno de desgaste. Tanto a él como a sus músicos se los notó entusiasmados con la respuesta del público local, y además de algunas banderas esparcidas sobre el escenario, el momento demagógico de la noche llegó cuando Richard se calzó una camiseta de la selección que le arrojaron desde la platea. Prometió volver pronto y hasta imaginó un Luna Park
Sin bien los samples abundaron, y las guitarras más las luces le otorgaron un leve efecto psicodélico a los temas en escena, el mayor mérito de la música de Ashcroft radicó en las melodías, que relucieron más allá de los arreglos. En todo el tramo solista del set, las canciones más celebradas fueron “A song for the lovers” y “Music is power”, que arrancó como un country folk y terminó bien arriba, luego del lucimiento de los dos guitarristas.
Los temas intrepretados no fueron muchos, pero las versiones fueron largas, con lo cual cuando el show cerró a puro The Verve, con Ashcrot revoleando las banderas que le arrojaron y la banda tocando “Space and time” primero y “Lucky man” después, yo nunca pensé que apenas habían sonado diez canciones.
Para los bises Richard Ashcroft volvió solo con la acústica. Primero citó sus batallas personales con “Weeping willow” y luego la impotencia ante el drama ajeno (la muerte de su padre) con “The drugs don't work”. Sobre el final volvieron los músicos y la versión derivó en un crescendo muy emotivo. Después sí, “Hold on” y el final con todos de pie y “Bittersweet symphony”. Desencanto frente la sociedad de consumo que en medio de semejante concierto se expresa contradictorio en una auténtica celebración. Después sí, nadie se atreve a pedir más.
En mi cuenta personal de estrellas del brit pop, el álbum de figuritas está lleno. Y a la hora del recuerdo de los mejores shows del año, el de anoche rankeará bien alto. 




sábado, 15 de octubre de 2016

Iggy Pop en Tecnópolis - Festival BUE

Por cuestiones que no vienen al caso (no hablo de mi vida privada….) se me va a hacer difícil una crónica detallada de lo que llegué a ver de la primera fecha del Festival BUE, pero como no puedo permitirme que justo la noche de Iggy Pop no tenga testimonio en este blog, voy a dejar un punteo de ideas al pasar


  • Después de un día laboral largo, atravesar la ciudad un viernes puede ser caótico. Por suerte el 112 vino con asientos vacíos y dormí las casi dos horas del viaje Boedo-Urquiza. Por suerte también el 112 termina en Constituyentes, porque bien podría haber seguido durmiendo hasta Mendoza y este post trataría del partido de Godoy Cruz. O peor, de Independiente Rivadavia.
  • En el mapa los dos accesos parecían más cercanos uno del otro, me metí por el lado del estacionamiento y caminé una enormidad. A veces creo que las peregrinaciones a Luján nacieron de un tipo que le pifió al camino y quiso encontrar significado místico a su error.
  • El cacheo fue ridículamente exhaustivo, a un pibe al lado mio le querían sacar las gotitas para los ojos. Eran al extremo inflexibles con los encendedores, más aún pensando que adentro había vendedores ambulantes de cigarrillos. Por suerte para ellos el ingenio popular en muchos casos triunfó por sobre los controles.
  • Cuando entré, en lo que vendría a ser el escenario 2 estaba terminando el set de Mala Rodriguez. No estaba tan enojada (en el buen sentido) como otras veces. Sobre el escenario lanzaban mucho humo y papelitos, a veces quedaba escondida detrás de todo eso. Me apené no llegar antes, en tiempos en donde el género femenino viene librando duras batallas, su verba resulta imprescindible. Bueno, no sé si imprescindible. Pero sí necesaria.
  • En los puestos cobraban $75 el pancho, $95 el paty y $ 85 la lata de Heineken. Ya es hora que los grandes festivales destinen un sector para la gestión de préstamos personales para los que no vamos comidos.
  • Esuché el comienzo de The Libertines algo alejado y sonaba mal. Si bien se afirmaron mientras el show fue avanzando, el sonido nunca los favoreció. Y buena parte de la responsabilidad les cabe a ellos.
  • Nunca me habían impresionado y esperaba que el vivo les sume algún punto en mi consideración, cosa que no ocurrió. Como banda garagera no le llegan a los talones a los primeros Artic Monkeys. Cuando intentan con alguna melodía, levantan un poco, pero su performance en vivos los opaca. En el balance salen perdiendo (nosostros en realidad, ellos igual ganan), pero cerraron con "Don't look back into the sun" y algo es algo.
  • Pete Doherty y Carl Baràt están en un grado muy elevado de complicidad. Conociendo ese tipo de amores, no me extrañaría que, más pronto que tarde, ese amor se transforme otra vez en odio.
  • Nunca me había pasado de encontrarme con tanta gente conocida en un recital. Iggy Pop es, además de todo, también más grande que Franco Bagnato.
  • En un recital de Iggy Pop que empieza con “I wanna be your dog”, “The passenger” y “Lust for life” nada puede salir mal. El sonido demostró que los del problema eran los libertinos simbióticos.
  • Iggy Pop tenía una remera color piel buenísima que no vendían en el merchandising oficial (?)
  • Si bien de la performance de Iggy Pop suele destacarse el despliegue físico para un tipo al borde de los 70 (70 vividos a un ritmo que  además hay que contarlos como 250 de otro mortal), no puedo dejar de citar el admirable estado de su voz.
  • “Post pop depresion” es a mi juicio uno de los puntos más altos de su carrera (y si alguien no lo valora así ahora, el tiempo lo colocará en ese lugar), pero del disco nuevo solo tocó “Gardenia”. Una señora adelante mio pedía “Paraguay” con una insistencia solo comparable a los “Flaco, tocá Muchacha” en los shows de Spinetta.
  • El setlist recorrió buena parte de su carrera, con preeminencia feliz de “Lust for life”, “The idiot” y los Stooges (en su versión con y sin “Iggy and   “)
  • Tocó “Nightclubbing” !!!!
  • En el tema que hizo para “Repo man” de Alex Cox hizo subir fans al escenario. Algún problema hubo porque los bajaron de mala manera. La proporción de hombres que subió al escenario superó largamente a las mujeres. Que no se entere Lubertino.
  • Un recital de Iggy Pop que termina con “Raw power” y “No fun” es todo lo que está bien en el mundo. Y si el único bis es “Candy” nadie tiene derecho a reclamar más nada
  • El festival seguía, pero yo me fui a casa. Además lo que seguía en el otro escenario era Toot & The Maytals y a esa hora lo que menos quería escuchar era reggae. Además ya tenía hambre sin necesidad de fumar nada antes. Aunque Lingenti en la radio dice que revisaban para que nadie entre porro, doy fe que con Mala Rodriguez la cosa no era así.
  • La segunda fecha del festival está buenísima, tenía muchas ganas de volver a ver a Flaming Lips y por primera vez a Wilco, pero me la voy a perder.




jueves, 8 de septiembre de 2016

Marco Sanguinetti en el Centro Cultural Kirchner - Presentación de "Como desaparecer completamente"

Un poco más atrás encontrarán en este mismo blog un posteo dedicado al evento “Sanguinetti plays Radiohead”. En aquel momento el proyecto se ofrecía como un camino paralelo en el transitar de Marco por los escenarios, cuando todavía andaba presentando su propia música, en especial el disco “Ocho”, publicado a fines de 2013. Un año y medio después, el proyecto creció. Al formato trio inicial se sumaron instrumentos y voces, se amplió el alcance de las canciones abordadas, y se acaba de consumar en un álbum doble, bautizado “Como desaparecer completamente”, que anoche Marco Sanguinetti presentó en una casi repleta Sala Argentina, del Centro Cultural Kirchner.
Y para comentar lo que sucedió anoche, voy a empezar por el final. Por Marco sentado en el piso sobre su pequeño armonio de fuelle manual y la voz de Milena L'argentiere en una íntima versión de “Motion picture soundtrack”. El show había terminado y la melodía sencilla quedó flotando en la sala a modo de un bis por el que no hubo que rogar. Es una canción de despedida, hacia un moribundo o la confesión de un suicida, da igual. “Te veré en la próxima vida” escribió Yorke para “Kid A”, y en parte de eso se trató el show. De los primeros muestras de un proyecto que se asume satisfecho y comienza a despedirse para abrir espacio a vidas nuevas musicales.
Aquel recorrido del que comenté alcanzó con el disco un objetivo que tal vez nunca se había propuesto en el comienzo, y habiendo inquietudes y creaciones propias por mostrar, necesita cerrar su círculo. No se trata de agotamiento pero está claro que Sanguinetti Plays Radiohead es más una pretenciosa (en el mejor de los sentidos de la palabra) evocación, que un kiosquito de alguien que busca hacerse un lugar a fuerza de composiciones ajenas. Así lo contó Marco Sanguinetti anoche durante una de sus intervenciones entre los temas, y en el trato de las canciones, en la forma de presentarlas y describirlas, no resulta muy dificil creerle de manera ciega.
Marco Sanguinetti se toma en “Como desaparecer completamente” el trabajo de deconstruir y reamar las canciones de una banda a la que admira. Y lo hace a sabiendas que probablemente el resultado de esas canciones que a él lo conmueven hayan pasado por un proceso similar antes de ser grabadas, porque claro, es Radiohead. Esa ingeniería sonora y melódica original es consecuencia de un trabajo artesanal donde nada es caprichoso, y también lo será en las versiones moldeadas por el piano de Marco.
El show comenzó con el grupo reducido a piano, batería (Tomás Babjaczuk ) y bandeja de vinilos (DJ Migma), con “Airbag” y “Paranoid android” mientras por encima de los músicos se proyecta la tapa de “OK Computer”. Las canciones se presentan en detalles, motivos que son la excusa para expansión de las propias búsquedas de Marco. Y el heterogeneo público del CCK se sumió con docilidad a la propuesta. Cada canción tuvo en la proyección de la tapa del disco que la contiene, su anclaje visual con sus creadores. El resto de los puntos de contacto, quedó a cargo de la avidez de nuestros oidos.
La premisa es recorrer a Radiohead en todos los formatos y por ese motivo hay canciones de todos los discos de la banda, incluso “Burn the witch” del último trabajo “A moon shapel pool”. Aun los que conocíamos el abordaje no dejamos de sorprendernos por el crecimiento del proyecto. Si bien hay citas que resultan imposibles de no repetir a la hora de una descripción (la chacarera en “Everything in it's a right place”, el sonido jazz progresivo que remite a los neoyorquinos The Bad Plus en “I might be wrong” y “The national anthem”, el piano clásico en tono de drama tanguero en “Creep”), la voz de Milena L'argentiere y la guitarra de Pablo Butelman, que progresivamente se van sumando al escenario, le aportan nuevos tintes y texturas a las versiones, que las llevan a relucir diferentes. “Weird fishes / arpeggi” (voces) y “We suck young blood” (guitarra) fueron algunos de esos ejemplos.
Hubo tiempo para los agradecimiento (al productor Manza Esain, ayer en la consola, Marco lo nombró “nuestro Nigel Godrich”) y para una breve reflexión acerca de la música, su alcance, la importancia del hecho artístico y la necesidad de su difusión para abrir espacios de pensamiento. La función del Estado en esto y el arte como constructor de identidad, como cuando recordó que (luego de haber tocado la canción que traducida da nombre al disco) en su visita del 24 de marzo de 2009, los británicos eligieron “How to dissapear completely” para sumarse a la memoria de las víctimas del golpe de estado del que ese día se cumplían treinta y tres años.
Y si de identidad se trata, creo que allí reside el principal logro de Marco Sanguinetti en “Como desaparecer completamente”: pasear a los temas de Radiohead por nuevos rumbos, desnudarlos en la mayoría de los casos de sus palabras, concretar nuevas imágenes con las mismas piezas del mismo rompecabezas y conseguir que en todo ese nuevo entramado, nunca pierdan su esencia.
Hubo tiempo para “Black star”, “Little by little” y el concierto se cerró con “Idioteque”. Luego sí, ese final mínimo que anticipa nuevas vidas. Milena L'argentiere se aboca a la melodía con sus propios modalidades y tonos, repitiendo a su manera el ejercicio propuesto por Marco Sanguinetti y la canción se esfuma con el último aire que el fuelle permitió “respirar” al armonio. Por lo pronto, de acá a fin de año seguirán los shows de presentación, y luego, el disco doble quedará como único testimonio de una propuesta tan interesante y honesta, como lograda. 





lunes, 29 de agosto de 2016

Nacho Vegas en Ciudad Cultural Konex

De Nacho a Nacho. De Nacho Fernandez en Nuñez a Nacho Vegas en el Abasto. Así terminó mi fin de semana, con un domingo que compuso todo lo que Santa Rosa había desarreglado el sábado. Aunque los meteorólogos en televisión dicen que Santa Rosa no existe. Pero a la televisión mucho no hay que creerle. A los Santos medio que tampoco. En realidad hay poco en lo que uno puede creer, así que no queda otra que aferrarse a lo que uno quiere. A los vinos, cantares y amores, a decir del Nacho Vegas, el asturiano que luego de un año, volvía a pisar Buenos Aires.
Aunque en el último tiempo (y en especial a partir del nacimiento del movimiento 15M en Madrid) ya nos tiene acostumbrados, la versión de Nacho Vegas resultó diferente a la del año pasado. Porque su costado social ha quedado más expuesto que nunca en su EP “Canciones populistas” y lo que en sus letras y repertorio venía insinuándose sutil, se transformó anoche en Ciudad Cultural Konex, en el hilo conductor de su concierto.
La noche no comenzó con él, sino con Manolos, un grupo local que no tiene nada que ver con los rumberos catalanes, y que básicamente me sonaron como un grupo tributo a Sabina. La paradoja es que especialmente más me sonaron como tributo a Sabina cuando hacieron sus propias canciones. Lugares comunes de la lírica y la prosa del madrileño repetidos como fórmula, dieron por resultado un somero anticipo al concierto de Nacho. Con poco para destacar a mi gusto, me resguardo de una opinión definitiva por dos consideraciones: tocaron en un formato acústico que no es el habitual en ellos que bien pudo haber exagerado mi percepción, y a la hora de tocar un tema de Joaquin, eligieron “Con la frente marchita”, lo cual necesariamente supone buen gusto de origen.
Empecé hablando de la diferente versión de Nacho Vegas que nos visitó este año, más que nada por el repertorio. Pero hubo otra diferencia con el concierto del año pasado: vino con banda reducida; apenas un cajón peruano, bombo y platillos en la percusión, y una guitarra eléctrica. Y necesariamente el formato no puede ser casual cuando el asturiano viene reivindicando el formato folk de la canción. Al juglar que se expresa con mínimos aditamentos y que hace de su sensibilidad artística el arma para contactarse con el público.
El show comenzó bien clásico: “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, y varios temas de “Resituación”, en donde se destacó “La vida manca”, cantada por los porteños como si conocieran Gijon como la palma de sus manos. Eso sí, después de los dos primeros temas se sumó al escenario un coro presentado como “Coro Nacional Anti Fascista Tamara Bunke” y que significó la primera aparición de las garras rebeldes de Nacho. Además claro, de la imagen de la guitarra con la insripción “This machine kills fascists”, una forma de homenajear a Woody Guthrie, inevitable cita a la hora de hablar de juglares comprometidos.
A partir de allí comenzó el momento más combativo del repertorio, con temas como “Canción para la PAH” (que retrata el drama de los desahucios en España y colabora con el movimiento social que nació como respuesta a ello), “Polvorado” y “Vinu, cantares y amores”. En este último, el estribillo “Que sin una y vinu, cantares y amor, no, esta nun llega mío revolución” tal vez mejor se expresa el espíritu de este Nacho Vegas de mirada social. No hay renuncia a la bohemia para seguir el tono marcial de una proclama. Las arengas no están excentas de ironía, el humor abunda y el mundo resultante de la revolución será un mundo en donde no falten los brindis y las fiestas. En medio de todo eso, el guitarrista Hans Laguna fue presentado como adherente a la República Socialista Catalana, “odia tanto a España como al macrismo”, agregó Nacho y provocó risas.
Por suerte Nacho no se conformó con eso y nos llevó a pasear también por sus mundos intimistas, como “Dias extraños” (tal vez su mejor aporte al disco en común con Enrique Bunbury) y “Lo que comen las brujas”. De allí hasta el final los climas y temáticas se intercalaron, mientras el público no dejó nunca de cantar e intentó tibiamente algún comentario anti macrista. Pero estaba claro que quien dirigía la batuta era Nacho Vegas desde el escenario, haciendo uso de su tono cansino, a veces tímido, siempre poco adepto a las declamaciones, y felizmente el show nunca dejó de ser tal, evitando caer en clima de mitín (aunque la imagen de una guerrillera metiendo una bomba en el culo de Videla, colada en una canción, se le acercó bastante).
No por eso dejó de haber firmeza y consecuencia desde el lado social, como cuando se sumó el banjo de “El violinista del amor y los pibes que miraban” para una versión de “Santa Barbara bendita (En el pozo Maria Luisa)”, un himno de los mineros asturianos.
Para el final quedaron expuestas, con dos temazos de su repertorio, los diferentes abordajes del universo según Nacho Vegas: “Cómo hacer crac”, y la despiadada pintura de una sociedad a la deriva frente a la crisis, y “La gran broma final”, su tema de “La zona sucia” que recreó el final de su pareja con Cristina Rosenvinge.
Entre aprietes con el horario de cierre de la sala, Nacho se hizo lugar para volver, y de su paso por Chile se trajo una versión de “La Petaquita” de Violeta Parra. La gente le pedía canciones anarquistas e incluso “La internacional” (estuvo haciendo “Los dos gallos” en algunos conciertos de la gira), pero Nacho respondió con la nostalgia hacia su tierra natal cantando “Luz de agosto en Gijon”. Y cuando yo esperaba que el cierre definitivo nos traiga a su recreación de Phil Ochs en “Ámenme, soy un liberal”, Nacho eligió despedirse con Townes Van Zandt y “Que te vaya bien, Miss Carrousell”, con el público agolpado sobre el escenario.
Nacho Vegas agitando y abrigando a la vez en el agosto porteño. Una costumbre que, felizmente, se está volviendo habitual.




sábado, 20 de agosto de 2016

Octafonic en el Teatro Vorterix - Presentación de "Mini Buda"

  Un Buda pequeñito que alcanza su nirvana en una explosión de rock industrial digna de Trent Reznor, es el leit motiv del segundo disco de Octafonic. Un Buda que señala a occidente y su perdición, y que invita a la salvación en una reencarnada vida libre de corrupción espiritual. Una imagen que pareciera encontrarse en el preciso instante de la transformación, de la liberación colosal de energía cuyas consecuencias resultarán impredecibles. Una situación de la que si uno es más o menos consciente, no podrá provocar otra cosa que ansiedad. Y así se percibía el ambiente del teatro Vorterix a pocos minutos del incio del show que significaría la presentación oficial del segundo disco de Octafonic: ansioso.
  Mi tercera visita al teatro en menos de diez días, quienes siguen el blog estaban avisados. Pero a diferencia de las dos visitas anteriores, no se trataba de reencontrarse con un pasado dando pruebas de vigencia, sino de un presente otorgando señales de futuro. Octafonic, la banda más difícil de encasillar del ambiente local, se proponía demostrar que un disco de sonido tan complejo como “Mini Buda” era posible de ser plasmado sobre un escenario. Y aunque mucha gente pareció demorarse en el acceso, al momento del comienzo del show, media hora después de lo anunciado, el recinto se encontraba repleto.
  Un guarda que pide tickets de ingreso en un tema de se llama “Welcome to life”. Si bien cuando uno habla de Octafonic por lo general hace referencia a su sonido, al alcance de los estilos abordados y a la expansión de su búsqueda musical, yo no podía dejar pasar por alto semejante ironía. Porque no hay manera que sea casual. Porque en un disco que se propone trascender, o al menos juega con eso, la parábola mercantilista del nacimiento tiene que ser necesariamente una señal. Y en ese piano que se presenta progresivo y que da comienzo tanto al disco como al concierto, hay mucho de lo que uno va a poder absorber a continuación. Se percibe, fundamentalmente, inquietud.
  El viernes Octafonic no solo ofreció un concierto consagratorio, un nuevo paso en el camino de su creciente popularidad, sino que reafirmó un hilo conductor que es su razón de ser:la fusión de estilos inabarcables desde lo musical, una maquinaria perfecta a la hora de la armonización de sonidos e instrumentos y un repertorio que con dos álbumes en su haber, es capaz de plasmar sobre el escenario una performance que no tiene antecedente directo en el medio local.
  “Nuestros miedos crean un Dios”, terminan sentenciando en “God”, el segundo de los temas del disco nuevo que tocaron y que es una reafirmación de la idea inicial: sentidos y sensaciones cuyas consecuencias son expuestas a carne viva. No se trata solo de lo nuevo: pasan “Mistifying” y “Love” del disco anterior (“Monster” - 2014) y la idea es la misma. En definitiva no hay manera de no linkear, por ejemplo, a “Love” con Radiohead, y más precisamente con el Radiohead de “Lotus flower”, como si una nueva referencias a Buda resultara necesaria.
  un repaso tema por tema de un show que consistió en todo el último disco y casi todo el primero, resultaría tan aburrido como absurdo. Solo puedo decir que hubo de todo: desde disco hasta funk metal (incluso dentro del mismo tema, como en el caso de “Plastic”). Aires house devenidos en más funk, pero cuasi psicodélico (“Sativa”), synth pop que cita a los primeros '80s y hasta citas latinas como en “Nana nana” , donde el calipso es una excusa para terminar dando pasos de baile. Rock industrial con reminiscencias orientales (“Mini buda”) o loops progresivos con estallidos en donde los vientos arman un pandemonium de riffs agresivos (“Wheels”, “Monster”). Y si bien el virtuosismo en Octafonic está puesto al servicio del conjunto, el clima festivo de la presentación dejó lugar a lucimientos individuales, como los de Hernan Rupolo en la guitarra, con un solo citando a Steve Ray Vaughan al final de “Wheels”, a Ezequiel Piazza con solo de batería durante “Monster” y los vientos, con menos ostentación pero igual de efectivos, haciéndose un espacio durante “I'm sorry”.
  Nicolás Sorin dirige una orquesta que se caracteriza por el buen humor. No solo el clima de fiesta se vive abajo del escenario, sino que además se perciba sobre el mismo. Y en un punto el ambiente es hasta familiar, como cuando Lula Bertoldi sube al escenario a sumar su voz y despide a su pareja (Sorin) con un apasionado beso al paso, como s estuvieran en el living de su casa, mientras la banda redondea su noche pasando primero por el paisaje apocalíptico de “Over” y luego se proclama rebelde ante la repetición y el hastío en “Slow down”, casualmente las canciones que cierran cada uno de los álbumes de Octafonic.
  Inevitablemente se recurrió al formulismo de los bises, aunque por la rapidez en salir y volver al escenario, lo de Octafonic haya significado solo tomarse un respiro, quedaban dos canciones por presentar de “Mini Buda”. Primero pasó “Thats OK”, tal vez la más amena desde lo melódico, aunque no exenta del toque incalificable de Octafonic, cuando los vientos guían al estribillo hacia un placidez de ribetes épicos. Y el cierre fue con “What”, otro funk metálico con idas y vueltas en tempos, vientos caóticos y un mensaje que quiebra la ironía inicial y las pretensiones de trascendencia, cuando ante las falsas máscaras y los mensajeros hipócritas, Octafonic se despide anunciando “we´re not gonna stop till it bleeds” a un paso que resulta un espejo del pogo que se ensaya frente al escenario.

  Ya con el clima apaciguado por las luces, las caras de satisfacción en el teatro en retirada, resultaban indisimulables. Aunque más de uno seguro seguía repitiéndose el “what” encolerizado, y andaba con salir por las calles a patear tachos de basura. Diga que estamos grandes para esas cosas.  







domingo, 14 de agosto de 2016

Television en el Teatro Vorterix

 Me ha pasado, felizmente, más de una vez tener dos shows internacionales con apenas horas de diferencia. Y siempre que esto ocurrió, se dio que los shows suponían climas muy diferentes entre sí, más que nada por estilos de cada banda. Eso fue lo que pasó en el salto de Pixies a Regina Spektor, y también con Pulp y Joss Stone con apenas horas entre uno y otro. El sábado volví al Teatro Vorterix que había abandonado el jueves a la noche, luego del show de PIL, para ver por segunda vez en Argentina a los Television de Tom Verlaine. Pero a diferencia de aquellos conciertos disonantes, entre estos dos se encadena una lógica fácil de percibir. Así como Lydon con los Pistols le vomitó al mundo su furia y sacudió la música pop adormecida por el virtuosismo a mediados de los '70, Verlaine desde Nueva York redefinia la etiqueta “punk” con un sonido inédito, junto a Richard Hell, los Talking Heads, y el resto de la movida del CBGB.
Después del concierto de Television en 2013 (en el mismo teatro), saber que volvían y no verlos, hubiera significado una decepción. Los tipos me habían elevado los sentidos por poco más de una hora y media y no había manera de saber que eso podía llegar a repetirse y no estar presente. Y no solo estuve de nuevo, sino que además entré temprano, puesto que me interesaba la apertura a cargo de Barbi Recanati y Gustavo Fiocchi, la mitad de Utopians.
Salieron un tanto más tarde de lo pautado y dedicaron el breve set a mostrar tres de las nuevas canciones que serán parte de “Todos nuestros átomos”, el nuevo álbum de la banda que, producido por Jimmy Rip, presentarán en el mismo escenario el 23 de septiembre. Entre ellas, “El tren de la alegría”, canción que ya circula en las redes. Después, y para afirmar su ADN garagero frente a algún desorientado que aún no los ubique, se despidieron con dos covers: “Hurt me” de Johnny Thunders y “Dancing Barefoot” de Patti Smith. Mas allá de la buena recepción por parte del público (que fue llenando la sala mientras ellos tocaban, por lo que la idea de retrasar el set resultó positiva), y de escuchar los temas nuevos, resultó muy lindo percibir la emoción de los chicos ante la banda que estaban teloneando; una inocultable como sincera admiración.
Luego sí salieron los Television y luego de una breve intro, largaron el show con “Prove it”. Si bien la vez pasada nadie salió disconforme ni mucho menos del Vorterix, sí quedó claro que por tratarse de una banda tan esperada, a muchos nos quedaron varias canciones pendientes, en especial del imprescindible “Marquee moon”. El segundo tema fue “Elevation” entonces si aquellas ausencias en el setlist significaban algún tipo de deuda, Televisión las empezó a pagar con creces la noche del sábado.
Después de “Venus”, Verlaine (bastante parco como de costumbre a la hora de las palabras) miró hacia las bolas de espejos que cuelgan del techo del teatro y comentó que le resultaban hipnóticas. En ese momento a mí me pareció hasta gracioso eso en boca de él, cuando era su guitarra la que estaba produciendo ese efecto en nuestros cuerpos amuchados frente al escenario. Y el descomunal solo en “Tom Curtain” no hizo otra cosa que corroborar esa impresión. Cada vez que Verlaine punteaba en su guiitarra, era cuestión de cerrar los ojos y sentirse volar. A continuación, el turno de lucirse le correspondió a Jimmy Rip, en “1880 or so”(del tercer disco, el menos conocido de la banda), con una impronta más rockera, pero no menos inspirada.
El de anoche sí fue un show hitero, aunque la palabra hitero sea imposible de asociar al universo Television. Pero entre nosotros, cuando digo hitero, me refiero que hubo mucho de Marquee Moon y los nombres que fui citando son prueba de ello. Además volvieron a tocar un par de temas inéditos. “I'm gonna find you”, que es un blues rural al que Verlaine canta desgranando las palabras al estilo de Dylan. Y “Persia” una excusa para un descomunal cuelgue instrumental, donde las guitarras se cruzan en un prolongado ejercicio sonoro, en donde los climas orientales guían al momento más elevado en términos de inspiración. Los punteros laser de los encargados de seguridad que procuraban desalentar a los fumadores no conseguían otra cosa que complementar visualmente el efecto que la música nos traía desde el escenario. En un momento, Tom Verlaine se arrima a Jimmy Rip y le dice algo al oído, y el gesto casi que los vuelve humanos; oírlos complementarse parecía el resultado de un telepatía a prueba de interferencias. Tan ensimismado escribo recordando ese momento sublime, que casi se me escapa nombrar a Billy Ficca, quien desde la batería guió los climas de “Persia” con maestría.
El cierre quedó a cargo de la balada “Guiding light” y por supuesto, “Marquee moon” con los músicos sonriendo de ver a la gente coreado las intrincadas guitarras, que obviamente, vuelven a lucirse en esos más de diez minutos que el vinilo original, despidiéndose en fade, les impidió gozar a los melómanos contemporáneos a la edición del disco. Parafraseando aquella desgraciada traducción del tema de Harrison del Álbum Blanco en la edición local, podría titular a ese momento “guitarra, vas a volar”.

Comencé este posteo recordando el show de Television en 2013 y en el texto que le correspondió a ese show, con vergüenza por la osadía que significaba reclamarle algo a semejantes bestias, me acuerdo que anoté a “Friction” en la columna de pendientes. Pues bien, esa fue la elección de Television a la hora de regresar al escenario y despedirse de manera definitiva. Y entonces, aún para los que nos habíamos quejado de llenos, no quedaba más que reclamar y decir. Simplemente rendirse a que aquel recuerdo idílico, había quedado reducido a anécdota por un concierto todavía más grande que el anterior. Porque solo Television puede superar a Television.