La tercera tenía que ser la vencida. Después de habérmelos perdido en las dos visitas anteriores (’99 y ‘06) y aunque el festival en Costanera tiraba, no dudé en sacarme las ganas de ir a verlos, porque las ganas de desdoblarme y estar en dos lugares al mismo tiempo parece lejana de concretarse. Para empezar tengo que decir que la cosa no estuvo muy bien organizada que digamos. El concierto empezó dos horas y media después de lo que estaba anunciado en la entrada. Es cierto, tratándose de un boliche, es lógico que haya más barras que baños y que la intención sea promover el consumo dentro, pero…vi gente con ropa de laburo que de haber sabido el horario real, seguro hubiese pasado por su casa, para al menos ponerse un poco de gel en el pelo. Entres otras cosas que sucedieron durante la espera, tocó una banda llamada Victoria Mil. Una falta absoluta de respeto. No ellos, de los que no puedo opinar, sino el sonido que les pusieron. No se les entendió nada, la guitarra era un misterio por ausente a veces, y por saturada otras. Entender una palabra de las letras era más difícil que escuchar a Horacio Molina cantando “Palomita blanca” en medio de los bocinazos del tránsito congestionado. Para colmo el ruido de los extractores en el techo en la planta alta (indispensables para no morir asfixiado) resultaba un zumbido permanente que le daba a la banda un toque “noise” que no sé si realmente se lo proponían. Previendo esto, para el show de los británicos me fui a planta baja y abandoné la posición privilegiada contra la baranda del entrepiso.
Eso sí, tengo que decir que ni bien empezó el show me olvidé por completo de todos estos contratiempos. Echo and The Bunnymen arrancó con una versión poderosísima de “Going up”, primer tema de su primer disco y como bienvenida fue un golpe demoledor que nos preparó para lo que seguiría. Antes de “Show of strenght”, canción que le siguió, Ian McCulloch ya había encendido su primer cigarrillo y no dejaría de fumar a lo largo de todo el show. El tercer tema, “Rescue”, entre su nombre y los lentes negros de Ian pareció un homenaje al sube y baja de mineros que los canales de TV repitieron sin cesar a lo largo del día. Y así siguió un concierto magnífico que resultó un homenaje a su carrera y un regalo para el público, más que la presentación de “The fountain” su último trabajo. Un hit detrás de otro, sin pausa. La banda tiene 30 años de trayectoria, con alguna interrupción, pero saca lo mejor de sí. La gente canta los temas, porque los conoce de memoria. “Silver”, “Seven seas”, “Bring on the dancing horses” son canciones imbatibles de su repertorio, que además en la actualidad siguen sonando perfectas.
Además de Ian, Echo and The Bunnymen solo conserva un miembro original (Will Sergeant en la guitarra), pero eso no afecta a la esencia. Porque todo se centra en Ian MacCulloch. Y no es que esta especie de Morrison británico haga mucho por hacerse notar, porque canta lánguido con las dos manos firmes agarradas al micrófono de pie, apoyándose en él, todos y cada uno de las canciones en la misma postura, y no hace ningún otro gesto. Bueno sí, fuma. Fuma como un escuerzo, como decía mi abuela. Y se pone de espaldas en las partes instrumentales o se retira hacia el fondo del escenario a encender otro cigarrillo. Y eso tal vez es lo que hace más sorprendente la limpieza absoluta de su voz. Clara, fresca, perfecta como si no hubieran pasado los años. Si bien la iluminación del escenario es tenue y oscura, con el violeta como color preponderante, lo que resalta, lo que atrae, es la figura del cantante, que parece tener un imán. Lo cual me hace pensar en el despropósito que significó la empresa de hacer un disco sin él (“Reverberation” - 1990), el que felizmente y como no podía ser de otra manera, resultó un fracaso artístico y comercial.
Las canciones se fueron sucediendo sin pausa. El denso “All my colours” fue fascinante; la versión de “All that jazz” sencillamente arrolladora. “Think I need is too” es el corte del último disco y está a la altura de lo mejor de la banda, y a “Killing moon” la cantamos todos. El cierre fue perfecto con un “The cutter” mágico y todos coreando el riff y repitiendo “say we can, say we will, not just another drop in the ocean”. Pero claro que la cosa no podía quedar ahí. Y al regreso siguieron los clásicos: propios (“Nothing last forever”) y ajenos (“Walk on the wild side”), para cerrar bien arriba con “Lips like sugar” y redondear un concierto magnífico. Que tuvo además un premio extra para el público argentino (mejor que el brasileño, según las propias palabras de Ian, en un acto de demagogia impropio para su estilo desangelado) con más bises: primero “My kindom” y por último “Do it clean” para volver a sus inicios. A ese “Crocodiles” de treinta años atrás. Sucio, distorsionado y bajo la bandera del post punk. Cuando junto a Julian Cope y sus Teadrop Explodes resistían desde el Eric’s el embate del synth pop a pura guitarra. Entonces, por un momento me subo a la tilinguería de rebautizar a Palermo con nombres foráneos, y por ese rato y por esa noche, me siento en Palermo Liverpool. Solo me quedé con ganas de escuchar algo de “Siberia”, el disco que presentaron en su visita anterior y que los devolvió a su mejor nivel. Afuera el taxi venía con Rock & Pop al mango mientras Rage against the Machine hacía “Killing in the name of…”. Pero ya está dicho, no se puede estar en dos lados a la vez. Al menos por ahora.
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