miércoles, 14 de diciembre de 2011

Roger McGuinn en el Teatro Coliseo


Hace unos meses, cuando los habitantes de la ciudad de Buenos Aires decidieron reelegir al Ingeniero Macri como Jefe de Gobierno, Fito Paez dijo que sintió asco. Más allá del revuelo que se armó en su momento por la expresión de Fito, supongo que aquello tuvo mucho que ver con la impotencia de no poder modificar las cosas como uno desea o cree conveniente. Y tengo que decir que anoche cuando vi la cantidad de butacas vacías en el Coliseo en donde tocaba Roger McGuinn, sentí algo de aquella impotencia del rosarino. Y acá no hay excusa de precios, y la superstición por el martes 13 no cuenta como justificativo. No es que fueran económicas las entradas, sino porque otros artistas de menor talla y con precios más altos han llenado recintos incluso más amplios. En tiempos en donde las ganas de reinterpretar la historia argentina parece haber encontrado apoyo estatal, no estaría mal una especie de instituo de revisionismo rockero urgente. Hay fuentes imposibles de ignorar, y corremos el riesgo de permitir que germine una generación de chicos que crean que el rock empezó con los Artic Monkeys.
Dicho esto, tengo que confesar que los lugares vacíos me dieron la oportunidad de bajar un par de pisos y aprovechar la desidia del resto de los rockers porteños ausentes, porque en mi caso, la original ubicación elevada y lejana en el teatro, sí tenía que ver con los precios y la exagerada inversión en recitales de este año. Pero era imperdible, y si a alguien le quedaban dudas de esto, cuando Roger McGuinn entró con su Rickenbaker blanquinegra de doce cuerdas cantando “My back pages”, las dudas se le terminaron por esfumar. Vestido completamente de negro, con un sombrero que apenas permitía ver sus ojos y en un escenario dueño de una escenografía mínima, Roger camina pausado, toma asiento, cambia la Rickenbacker por la acústica, nos habla de Dennis Hopper, las motos, el destino, y se larga con “Ballad of easy rider”. “Take me from this road, to some other town” , ese será el lema del concierto. Un recorrido por la vida de un tipo que de solo pensar que influyó a los Beatles, que inspiró “afanosamente” a Harrison, que tocó con David Crosby, Gene Clark, Gram Parsons, Tom Petty y Bob Dylan, entre otros, y que además es uno de los responsables del Dylan de Newport y por lo tanto de toda la música pop y rock tal cual la conocimos luego, produce escalofríos. Basta escucharlo tocar la guitarra para preguntarse, por ejemplo, qué hubiese sido de la vida de gente como Peter Buck, sí McGuinn no hubiera existido. Y que además de todo eso, muestra la capacidad intacta para emocionar con gemas como “Mr. Spaceman” , “You ain't going nowhere”, y tomarse tiempo de homenajear a Woody Guthrie con “Pretty boy floyd”.
McGuinn toca sentado, delante de una mesa de bar flanqueada apenas por unos arbustos. A su lado dos guitarras acústicas y la nombrada Rickenbacker esperan pacientes su turno de ser elegidas para cada canción. Roger no escatima en anécdotas para cada tema, por eso cosecha sonrisas cuando recuerda la dedicatoria que junto a Gram Parsons le hicieran al DJ británico Ralph Emery, antes de tocar “Drug store truck drivin' man”; o aplausos cuando nombra a Tom Petty para la estremecedora “King of the hill”. La primera parte del show la cerró con la propia “Russian hill”, el clásico de los Byrds “5th dimension”, “Parade of lost dreams” (compuesta junto a su mujer Camilla) y otra vez los Byrds y “Chimes of freedom”.
Luego del intervalo, anunciado de cinco minutos pero que se prolongó un poco más, Roger repitió el molde para iniciar la segunda parte del concierto: entró con la guitarra eléctrica colgada, y de pie cantó “Lover on the Bayou”. Después vuelta a sentarse y el turno de “Chestnut mare”, “Just a season” y “Jolly Roger”. Roger McGuinn resulta un iman. Sentado delante de la mesita de bar, relatando historias y cantando sus canciones, parece un viajero que ha hecho un alto en el camino y necesita despojarse de sus vivencias. Un auténtico juglar que además marca el ritmo de las canciones haciendo repiquetear sus botas sobre el piso del escenario. Pasa “You showed me” y empieza a cantar “Mr. Tambourine man” con la acústica, a la que de inmediato cambia por la eléctrica (David Crosby dice “no, así no la van a pasar en ninguna radio” rememorando el momento que dio origen al arreglo original). Dije ayer al terminar el concierto y repito ahora: vi en vivo a Roger McGuinn cantando "Mr. Tambourine man". Un día de estos la burocracia celestial se va poner al día, van a ver cuántos sueños llevo cumplidos y me van a mandar los Falcon verdes de Dios a buscarme por abuso. Pero aún faltaba más. El lucimiento en la guitarra para “Eight miles high” y las citas a John Coltrane y Ravi Shankar, que se vio interrumpida por la ruptura de una cuerda. Pero Roger reaccionó rápidamente cambiando de guitarra, y terminó el concierto otra vez de pie, con “Turn, turn, turn”.
Durante el breve segundo intervalo, los asistentes acomodaron un teclado sobre el escenario para confirmar lo que era un secreto a voces: Charly Garcia iba a subir a tocar con Roger. Y el riff de “I'll feel a whole lot better” que empezó a escucharse mientras lo músicos se acomodaban en sus lugares dio inicio a esa reunión cumbre. Tengo que decir que el Charly que subió ayer al Coliseo distaba mucho del impecable de los shows del Rex, pero hay algo que es cierto: anoche Flopa Lestani, a quien le envidié una foto con Roger en el muro de su facebook, comentaba que Charly estaba emocionado como una quinceañera, y que eso habla bien de él. Más que certera la apreciación. Había en la mirada de García un gesto de admiración que conmovía. Gesto para con un tipo dueño de una matriz a la hora de hacer canciones que ha marcado un rumbo que García conoce de memoria, y el resultado entonces tiene más valor emotivo y testimonial que otra cosa, porque desde lo musical, el encuentro no resultó todo lo feliz que a mí me hubiera gustado. Intercambiaron estrofas en inglés y español, pero nunca terminaron de ensamblar. La fragilidad de Charly quedó expuesta ante la emoción, pero de todas maneras se quedó, sin cantar y junto a Fernando Kabusacki en guitarra acústica, para compartir dos temas más: “So you want to be a rock'n roll star” y el “Knockin' on heavens door” con el que cerraron el concierto. Quedó, por insistencia del público y propio placer de Roger un extra con el tradicional “May the road rise to meet you”. Afuera, el hall del teatro convocaba a charlas y comentarios como pocas veces. Todos, absolutamente todos los que estuvimos anoche en el Coliseo, sabíamos perfectamente frente a qué tipo de procer habíamos estado. Pero que del revisionismo rockero se encargue otro, a mí déjenme con las emociones.

sábado, 10 de diciembre de 2011

El Club de Tobi en Samsung Studio


                El viernes feriado era tan feriado que parecía sábado. Y el fin de semana largo guardaba para ese viernes que era sábado dos propuestas con sello uruguayo. En GEBA, No Te Va Gustar despedía su gran año con un concierto masivo, y en el Samsung, con menos pretensiones de concurrencia, pero con las mismas ganas de mostrar de este lado del río el orgullo por un disco que guarda en su espíritu el sello del aire, el fuego y la música rioplatense, El Club de Tobi y su original propuesta. Y yo me decidí por la segunda. Principalmente porque a pesar de escucharlos mucho, no había tenido oportunidad de verlos en vivo, pero también por rescatar el placer que produce escuchar música en un clima de intimidad. El cuarteto de cuerdas uruguayo integrado por Bruno Masci en cello, Fernado Luzardo en viola, y Mario Gulla y Fernando Rosa en violines (más Paolo Buscaglia en percusión) ha adoptado una formación típica de cámara para abocarse a composiciones populares, rescatándolas en sus melodías, revalorizando desde lo sonoro la belleza de lo simple y devolviéndolas a nuestros oídos renovadas, revitalizadas y originales. Presentando un disco (“Tobismo” – 2010) que a pesar de haber sido grabado en el país, en la provincia de San Luis más específicamente, recién ahora tiene su edición local.
Los uruguayos abrieron  el concierto con dedicatoria especial al rock argentino de los ’80. Primero con “Vencedores vencidos”, después “Mañana en el Abasto”. Y desde ese comienzo quedan claro dos maneras diferentes de encarar las versiones. En la primera la cita es literal, reproduce arreglos originales adoptando el sonido propio del grupo, mientras que en el tema de Sumo, se expanden más allá de la melodía y aportan sus propios tintes.  La percusión es mínima, por momentos apenas el golpeteo de los palillos escobilla sobre una tabla, pero alcanza para acompañar a las cuerdas y agregarle fuerza a las interpretaciones.  Después aparecieron temas propios, como “Vida faz vida” o “Arde puch”, en la cual Bruno abandona el arco y con los dedos sobre las cuerdas le da al cello el lugar de contrabajo.  Son los dos violinistas los encargados de entablar diálogos con la gente, sosteniendo con chistes y juegos con los nombres de las canciones, un clima ameno que provoca sonrisas cómplices en el público. Y el concierto avanza en ese clima llevadero, mientras El Club de Tobi salta desde “Funkciona”, el primer tema de su primer disco (“Anselmo” – 2003) hasta “Libre”, de su último trabajo.
En “Milonga japonesa”, otra canción de “Tobismo”, por momentos el cuarteto adquiere una impronta piazzoleana que hace honor a una sala que supo ser Michelangelo, el recinto preferido del gran Astor, y a la  que le llegó a dedicar un tango. Es más, habiendo visto la noche anterior “Midnight in Paris”, bien podría haber imaginado al bandoneonista escondido en alguno de los rincones del Samsung aprobando a los músicos con una sonrisa.  Cuando interpretan “Cheques” de Spinetta queda bien en claro el por qué un cuarteto de cuerdas tiene llegada y se mueve con comodidad  entre el público rockero: no solo es una cuestión de repertorio, sino de la actitud arriba del escenario. Entonces resulta imposible no seguir el ritmo de cada canción, olvidándose de la letra de la versión original. Y ese tal vez sea el mayor mérito de El Club de Tobi: que temas cuyas letras uno sabe de memoria y que no son de tono inocente ni mucho menos, sean olvidadas por un momento, o queden relegadas al segundo plano, para que sea la melodía la que tome preponderancia y la que exhiba todas sus virtudes de manera límpida, absolutamente despojada de palabras.
El mejor momento a mi gusto se da con “Albañil”, un tema de Jorge Lazaroff. Al final, Mario Gulla le pregunta al público si alguien descubrió la intertextualidad presente en la versión, y alguien responde certero: “Construcción” de Chico Buarque. Y en ese juego de adivina adivinador, está otro de los encantos de estar frente a El Club de Tobi. Cada canción tiene idas y vueltas que revelan citas a otras canciones, algunas breves y ocultas, otras más elocuentes, pero siempre significa un desafío para afinar el oído y la memoria.  En “Luna al revés” hay lugar para el lucimiento solista del cello, y “De mí” es otro de los ejemplos en los cuales la letra confesional del original, pasa a segundo plano a favor de la melodía. “Sabadaba” es puro candombe  y fue seguido del momento Marley de la noche, con “Jamming” y la cita al “Get up, stand up” de Tosh, más el lucimiento de Fernando Luzardo en la viola.
El final con “Post crucifixión” (así es el original muchachos, en el disco lo pusieron con doble c) demostró que las cuerdas pueden adquirir la misma potencia que las guitarras amplificadas, y el propio “Fuck you”, con jugueteo made in Vivaldi incluido, marcó el final del show. Hubo tiempo para bis y estuvo a cargo otro vez de Los Redondos: “La bestia pop” mixturada con “Sweet dreams” y una interminable cantidad de citas que ellos mismos serían incapaces de detallar, porque cada uno de los músicos recorre sus propios caminos y caprichos.
Salí encantado del Samsung y me fui a encontrar con mi hija a la salida del show de No Te Va Gustar. Y ya arriba del 64, comprobé una vez más qué bien se llevan ese disco enorme que es “Un día normal en el maravilloso mundo de Ariel Minimal” y Buenos Aires. Pensando en otro sábado de fiesta popular y orgullo peronista, resultó la mejor manera de ir poniéndome a tono.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Kings of Convenience en La Trastienda


Entre la abundancia y superposición de ofertas musicales en Buenos Aires, que un duo folk indie como Kings of Convenience, sin ningún tipo de difusión radial, haya conseguido dos Trastiendas sold out, es todo un mérito. Para ellos obviamente, pero también para una ciudad que demuestra tener púbico para todo, y que mas allá de las figuras masivas guarda especial atención (y dinero) a propuestas alternativas. Y más aún, si estos dos pibes llegan desde Noruega, un país al que la tradición musical pop solo guarda una página importante para los ochentosos A-ha (a no ser que alguien quiera contar a Lene Nystrøm, aquella cantante de Acqua que nos torturara el verano del '98 con “Barbie girl”). Ayer era la segunda presentación del grupo en San Telmo y las repercusiones de la primera noche hicieron que vaya con la mejor predisposición. Lamentablemente uno no vive de ir a recitales, así que no pude llegar temprano para ver todo el set de Rosal, que hacían de teloneros. Pero al menos me recibieron con un “sos un bombón” que levantó mi autoestima de martes laboral, y me dí el gusto de escuchar a Jimena Lopez Chaplin haciendo coros en “La reina de la noche” (busquen “Ojos de plástico”, el disco de Jimena, háganme caso).
El gran desafío para contarles el show de Kings of Convenience es develar como es posible que dos muchachos apocados y tímidos que suben al escenario cantando sobre chicos inconformes que grafitean las paredes para calmar su desolación (My ship isn't pretty) terminen la noche saltando sobre el escenario y poniendo a todo el mundo a bailar. Y para intentar explicarlo no hay mejor fórmula que recurrir a las canciones de Kings of Convenience. A la la sutileza de los arreglos para arropar las melodías, a la delicadeza y el buen gusto de Erlend Øye en cada intervención de guitarra, a la voz suave, susurrante a veces, pero seductora siempre de Eirik Glambek Bøe. A la nueva demostración de que lo simple puede ser bello y emotivo. A las armonías vocales que dejan en claro que la referencia a Simon & Garfunkel es mucho más que un tag caprichoso. Y con todos esos elementos los Kings of Convenience van estructurando un concierto que pasa de la calidez intimista a una especie de fogón, alternativo y nada hippie, con la gente coreando las melodías y chasqueando los dedos según la indicación de los músicos.
Los noruegos editaron su último trabajo en 2009, con lo cual no los ataba ninguna urgencia por presentar nuevas composiciones, y eso les permitió hacer un recorrido parejo por su carrera. De “Declaration of dependence” tocaron “24-25”, “Peacetime resistence”, “Me in you”, y “Mrs.Cold”, un acercamiento a la bossa nova que envidiaría el más avezado de los tropicalistas. Pero también hubo lugar para retroceder en su carrera y dedicar tiempo a perlas como “Misread”, “Know how” (en cuya versión original participaba Feist), “Failure” o la irresistible “Toxic girl”. Es Eirik el que generalmente lleva la primera voz y deja la partes de primera guitarra a cargo de Erlend, quien se ocupa desde su instrumento de reproducir los arreglos que en las grabaciones originales incluyen mayor instrumentación, especialmente las partes de violines que obran como riffs en muchas canciones. Pero a veces invierten los roles, y el resultado es igual de convincente. A medida que el show avanza los noruegos se vuelven más locuaces y van convocando a la gente a participar, o mejor dicho, ordenan a la gente en sus ganas de participar. Les marcan el ritmo de los aplausos, se los hacen cambiar por chasquidos cuando corresponden, o reparten los sectores del público encargándoles a cada uno una parte diferente en los coros.
Hacia el final, los noruegos llamaron al escenario a los músicos que acompañan a María Ezquiaga en Rosal para hacerlos partícipes de un cierre festivo con “Boat behind” (imposible no seguir coreando las partes de guitarra a cargo esta vez de Ezequiel Kronenberg supliendo a los violines ausentes). La despedida del escenario fue con el primer hit de la banda “I'd rather dance with you”. Prefiero bailar con usted a conversar con usted, pedazo de estribillo para pasarse la noche embobado repitiéndolo mil veces y más. Y por supuesto, con semejante nivel de aceptación y participación, iba a haber bises. Primero fue con “Homesick” y Erlend Øye imitando con increíble fidelidad el sonido del saxo con su boca. Después “Little kids” por dulpicado, porque primero fue frustrada por un micrófono rebelde que desconectó la guitarra de Eirik, y de postre se dispararon unas programaciones para una versión de “Rule my world” acorde con la remixada. Euforia absoluta y baile extasiado fue lo que se vivió arriba y abajo del escenario. “Only someone who's morally superior can possibly and honestly deserve to rule my world” ja! Tomá, y te lo digo poniendo a todos a bailar, parecen decir los Kings of Convenience, que a esa altura no se parecen en nada a los dos guitarristas sosegados que empezaron la noche en tono íntimo y apacible.
Una perla para el final. El lunes, luego de la primera función, la gente de los locales Louder Than Motion esperó a Erlen y a Eirik a la salida para pedirles un autógrafo en el ukele. La cosa terminó con todos juntos en la calle cantando “Time to say goodbye” y según me cuentan anoche pasó algo parecido. Al próximo que me diga que los nórdicos son frios, lo mando de picnic a la isla de Utoeya.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Catupecu Machu en el Luna Park - Presentación de "El mezcal y la cobra"


Refugio para ocultarme de esta feroz tormenta. Así cuenta la letra del tema de “El número imperfecto” que si bien no sonó ayer era la perfecta descripción para el significado que tenía para mí la música el domingo, en una ciudad de Buenos Aires que sacó a pasear toda su mugre y olía más pestilente que nunca. Un refugio para borrar cualquier tipo de referencia deportiva de mi mente. Ideal entonces el Luna Park, ideal además que sea con Catupecu, una de las pocas bandas de las consideradas grandes que escapó a la parafernalia futbolera que a veces rodea al público de rock. Noche de celebración musical porque Catupecu hacía la presentación oficial de “El mezcal y la cobra”, su último trabajo discográfico. En el mismo lugar elegido para presentar el anterior (“Simetría de Moebius”), pero que esta vez quedó grande. Las populares cubiertas por cortinados, con la gente que tenía esa ubicación reacomodada entre los lugares libres de la platea y del campo, daban cuenta como la sucesión de figuras internacionales (y los precios de esos tickets) afecta injustamente a las bandas locales. Me pregunto por ejemplo si el Indio fue capaz de cortar los 80,000 tickets que se había propuesto cortar en Tandil. Cada uno en su nivel, claro. Pero lo que indigna es la manera en que la venta y promoción de los grandes espectáculos incita a la gente a comprar entradas con seis meses de anticipación, mintiendo deliberadamente sobre la disponibilidad de lugares (Pergolini viene anunciado que casi no quedan tickets para los shows de Foo Fighters, lo mismo que hizo con Roger Waters, cuando hoy por hoy se consigues tickets para todas las fechas y en todas la ubicaciones). Como víctima consciente de esto me hago cargo de mi parte de culpa, e intentaré dejar de obrar de financista de “empresarios” que se llenan los bolsillos sin asumir ningún tipo de riesgo.
Bien, parte de esto que conté es lo que estaba pensando cuando las luces del estadio se apagaron y el cortinado que protegía el escenario se derrumbó para mostrar a Catupecu dando inicio al set con “El mezcal y la cobra”. Al comenzar igual que el disco recordé la presentación de “Simetría...” y su interpretación completa y de corrido. La fórmula podría repetirse, pero no. Porque “Confusión” y “Óxido en el aire” como continuidad, quebraron mi orden mental. Catupecu es una banda inquieta e imprevisible. No porque no hayan conseguido plasmar un estilo ni sonido propio, sino porque sobre esa solidez que los años les han dado, han sabido tomar y retomar caminos sin perder identidad. Cada disco guarda secretos y sorpresas, y es dueño de rupturas y reafirmaciones que muchas veces de entrada desconciertan, pero que a fuerza de escuchas terminan convenciendo (y seduciendo). “El mezcal y la cobra” tiene una característica en particular: posee citas sutiles, tanto desde lo letrístico como desde lo musical, a cada uno de los trabajos anteriores de la banda. Los fans saben armar mejor que nadie el rompecabezas. Entonces la presentación salteada de los nuevos temas no resulta inocente, y cada canción es un guiño para su público, pero también hacia ellos mismos. “Gritarle al viento”, un tema que hace años no tocaban, y que anoche tuvo una nueva y acelerada versión fue uno de esos guiños. En especial porque llega desde “Cuadro dentro de cuadros”, tal vez el disco que más empatía tenga con “El mezcla y la cobra”.
La presencia de Agustín Rocino en la batería en lugar de Javier Herrlein le quita teatralidad al vivo de la banda, pero ni un ápice de precisión. El resto es lo conocido: la potencia de tandem Fernando Ruiz Díaz-Sebastián Caceres, y el laboratorio cada vez más preponderante de Macabre en los teclados. Fue con el enigmático “Cristalizado” que Catupecu retomó “El mezcla y la cobra”, aunque la dosis fue otra vez mínima. Pasaron el celebrado “A veces vuelvo”, “Grandes esperanzas” y “Nuevo libro”, pero el show iniciará un espiral ascendente hacia el clímax a partir de “Klimt...pintemos”. Fernando lo presentó como su tema preferido del disco y contó como mucha gente del staff se lo pedía como primer corte. Mientras lo tocaban en las pantallas seccionadas detrás del escenario, se deshacía y reamaba “El beso”, clásico trabajo del pintor austríaco. Catupecu se mostró bien a gusto con su nueva canción. Un orgullo más que justificado, por otra parte. Y de allí al pasado. Porque Fernando quedó solo en el escenario para cantar a capella la lejana “Hay casi un metro de agua”. Tengo que confesar que esta costumbre adoptada ya hace un tiempo no me termina de convencer. Es más, la canción elegida bien merecía una versión más moderna, a tono con los nuevos tiempos de la banda. Pero la anécdota que la acompañó, y en la que Fernando recordó un casette sonando en un Escort durante la primera gira de Catupecu en la costa, allá por el '94, terminó por redondear un momento cálido. Después “Persiana americana”, y los deseos y rezos para Gabriel Ruiz Diaz y Gustavo Cerati.
“Metrópolis nueva”, el primer corte del disco volvió a poner a la gente a los saltos y cantando el estribillo irresistible. Y si las cruces del cementerio son las que nos recuerdan que estamos acá, entonces todos a respirar, emborracharse, morir y seguir viviendo. “Magia veneno” entrega entonces otro puente entre dos etapas del grupo. Y lo que siguió fue una sorpresa de las lindas. Fernando solo con la guitarra empezó a cantar eso de “Se sentaba en el pasto y tanto amor no les entraba en el corazón”, mientras Walas y Pablo M. de Massacre se acomodaban sigilosos a sus espaldas. El histrionismo de Walas se hizo cargo del esenario, y la versión de “Plan B” resultó estremecedora. Sorpresa que siguió cuando continuaron haciendo “Danza de los secretos”, un tema al que reconocieron que le habían dedicado apenas un ensayo juntos. Un lujo, porque sobre el escenario estaban presentes los máximos responsables de dos de los mejores trabajos del año en estas tierras (yo le sumo al trío máximo a “Mugre” de Acorazado Potemkin, y pido perdón a Valle de muñecas, Pez, Pablo Krantz entre otros excelentes discos). Entre tanto Fernando rescató una billetera perdida en el pogo cuya dueña, a pedido del público, subió a recibirla y se llevó un “bombonazo!” de parte de Walas como piropo.
“Aparecen cuando bailamos”, “Toro terciopelo” son de las canciones más potentes del disco y sonaron juntas para decantar en el “Origen extremo” de (otra vez) “Cuadro dentro de cuadros”. Después “Eso espero” con renovados arreglos. Y las pantallas que anuncian “Come on”, “Allez” y un ideograma chino (o japonés, vaya uno a saber) que lo que sigue es “Dale!”. Las rondas de pogo se arma y desarman, y si alguien más perdió la billetera, ya no hubo cantante que la rescate. La gente descargó sus últimas energías con un grito de ánimo que desde el accidente de Gabriel, tiene dedicatoria exclusiva.
El cierre fue con otro invitado de lujo, Zeta Bosio, que se hizo cargo del bajo y permitió que “Y lo que quiero es que pises sin el suelo” suene a dos guitarras con una contundencia superlativa. Dueño de uno de los mejores riffs de la historia del rock argentino (si no me atrevo a decir el mejor, es porque Pescado Rabioso grabó alguna vez un tema llamado “Post Crucifixión”), “Y lo que quiero...” era un cierre ideal para la noche, pero Catupecu eligió darle un tono diferente. Porque la despedida estuvo a cargo de “Musas” y su cadencia intimista que rompe en un emotivo estribillo que en su repeteción se vuelve épico. El clima me hizo recordar a aquellas despedidas a principio de siglo con el “Le dí sol” del primer disco. La orquesta suena como en el cine al final, canta Fernando mientras algunos apuran los pasos hacia las bocas de salida pensando en un lunes laborable. A diferencia de conciertos maratónicos, poco más de dos horas alcanzaron para que Catupecu diera testimonio en vivo de un disco cuidado y prolijo, y que en sus pliegues y recovecos, funciona como merecido auto homenaje. El 22 de Diciembre en La Trastienda, la fiesta tendrá una versión más íntima y definitiva. A los que les interese, están avisados.