domingo, 20 de junio de 2010

El Cuarteto de Nos en el Luna Park

“Ustedes saben: a veces raros, a veces bipolares”. La voz de Roberto Musso jugando con los títulos de los dos últimos trabajos de El Cuarteto de Nos se parece tanto a un diagnóstico como a una confesión. Promediaba el show de El Cuarteto anoche en el Luna Park y quedaba más a la vista que nunca que con estos uruguayos nunca se sabe cuando hablan en joda y cuando lo hacen en serio. Y ese atributo que los distingue y vuelve un caso único en la escena rioplatense consiguió sostenerse a lo largo de un show en el cual, además, hubo mucha, pero muchísima energía. Al margen de algún tibio intento de Arbol, hay que retrotraerse a los albores de la década del ’80 para encontrar antecedentes de quien se haya animado a hacer de la ironía y el humor la columna vertebral de un grupo de rock. Y tampoco los ejemplos abundan: “pipo” Cipolatti con Los Twist, los delirantes monólogos entre canciones de Luca Prodan con Sumo, y algunos buenos momentos de Miguel Zavaleta con Sueter, y no mucho más. Porque claro, se trata de inteligencia, y ejemplos como aquel bizarro “Disco gay” de Autobus no cuentan en esta historia. Y precisamente es esa década en la que El Cuarteto comienza su recorrido que ha mantenido ese espíritu mordaz y divertido, pero que desde hace unos pocos años ha tomado trascendencia masiva fuera de las fronteras de su país.
El show había abierto con “Mirenme” (con el peyote Fernando Santullo en voz, quien además había hecho las veces de artista invitado en la apertura) y una irresistible triada extraída de “Raro”: “Ya no sé qué hacer conmigo”, “Nada es gratis en la vida” y “Así soy yo”. La escenografía incluía dos grandes pantallas de leds sobre los laterales el escenario, y el logo recortado de “Bipolar” en donde se proyectaban imágenes que deformaban la palabra, la volvían pista de recorridos lumínicos o ejercicios geométricos que bien podrían remitir a Kandinsky. La gente siguió cada una de las letras de las canciones con la dificultad lógica que significa recordar palabras y frases complejas y delirantes, pero no dejó de saltar y guardó pulmones para cantar cada estribillo. A diferencia de otras veces que los había visto en vivo, esta vez sonaron mucho más prolijos y por momentos prodigaron una fuerza arrolladora. La formación de la banda incluyó a Gustavo Antuña en guitarra (quien reemplazo a Ricardo Musso después de la grabación de “Bipolar”, y a Santiago Maerro en los teclados.
Las canciones en primera persona bien podrían ser auto referenciales y consiguen que el público se identifique absolutamente con algunas de sus sentencias: “Mi lista es mi tratamiento en épocas de abatimiento es mi escondite y mi aliento frente al padecimiento Es mi primer y único mandamiento, es un documento y en ella están los nombres causantes de mi sufrimiento” (Mi lista negra); “Ya fui ético, y fui errático, ya fui escéptico y fui fanático ya fui abúlico, fui metódico, ya fui impúdico y fui caótico” (Ya no sé qué hacer conmigo) o “Si tengo vergüenza me sube el color rojo, aunque yo ya no me mojo si me ataca algún miedo, no profeso ningún credo ni me creo ningún macho, alcohólico no soy, pero a veces me emborracho” (Breve descripción de mi persona). El absurdo y la rima transitan momentos sublimes a lo largo de la noche. Las más crueles paradojas del sentido común quedan expuestas en carne viva. En el escenario el espíritu de Zappa se cruza con un flow digno del mejor rapero, y la banda se dispara hacia el público con actitud punk. No faltaron los diálogos ridículos que incluyeron citas a un curso de budismo zen (zencillo, zencible y zensacional), un sueño con una Kyle Minogue insatisfecha; ni los mejores deseos para las selecciones de Argentina y Uruguay en su competencia mundialista. Hubo saltos al pasado (“Solo un rumor”), inocencia naif (“Primavera”, con Santiago Tavella en voz), pop bailable (“Doble identidad”) y alaridos rebeldes (“El hijo de Hernandez”, con otro ex-Peyote Asesino, Juan Campodónico). El calendario hizo un doble aporte: “Pobre papá” tuvo un significado mayor en la previa al Dia del Padre, y el aniversario del nacimiento de Artigas resultó la perfecta excusa para “El día que Artigas se emborrachó”. Pasó “No quiero ser normal”, que en su declamado odio a la navidad bien podría ser un antecedente de la Violencia Rivas de Capusotto y el final llegó de la mano del desaforado “Miguel gritar” e “Invierno del ‘92” con el Luna Park incendiado.
Para los bises Alvaro Pintos tuvo su momento en “Yo soy Alvin, el batero” para exponer el cruel destino de los bateristas a la hora de la popularidad en las bandas de rock ( Yo soy Alvin el batero, ya me vuelvo a mi lugar, como todo buen golero, siempre solo siempre atrás). Y después fue el turno del recuperado himno narcisista y ególatra “Me amo”, más la lisérgica acumulación de rimas de “Yendo a la casa de Damián”, con Juan Campodónico otra vez sobre el escenario.
Al margen de las populares cubiertas por enormes telones oscuros, el Luna Park de El Cuarteto de Nos fue otro salto hacia delante en el crecimiento de su popularidad por estas tierras. Aprovechando los enviones de La Vela Puerca y No te va Gustar, y la masividad de su presentación en una de las noches del Bicentenario, pero sosteniéndose en una trayectoria de veinticinco años y con su inconfundible identidad ácida como bandera.

viernes, 4 de junio de 2010

Madeleine Peyroux en el Teatro Gran Rex

A pesar de no estar repleto ni mucho menos, el teatro Gran Rex presentaba anoche un excelente aspecto y un público ansioso por escuchar a una de las voces más particulares surgidas en los últimos 15 años. Yo venía de una isla de luz en medio del apagón porteño y en el escenario del Gran Rex me encontré con una voz que podía brillar más que todas las luces de la avenida Corrientes, y que sin embargo miraba hacia la platea sorprendida, como si se considerase indigna de tanta admiración.
Pura sencillez y humildad, así es Madeleine Peyroux. Y desde la apertura del show se notó que la noche no tenía una sola protagonista sino que además se presentaba una banda que no iba a pasar inadvertida. Madeleine presentó a sus músicos durante el primer tema y a lo largo del show acompañó con gesto cómplice casa participación solista. Quienes la escoltaron anoche fueron Barak Mori es un bajo eléctrico y contrabajo, Darren Beckett en batería, Ron Miles en trompeta, Gary Versace en teclados y Jon Herington en guitarra eléctrica. Entre todos forman un conjunto sobre la cual Madeleine puede desplegar cada una de sus virtudes con el ambiente perfecto para la ocasión.
Si bien la gira tiene como centro la presentación de “Bare bones”, su trabajo de 2009, el recorrido del repertorio transita por toda su discografía, y hasta se da el gusto de estrenar un par de canciones, entre ellas, la musicalización de un poema de Woody Guthrie. A Madeleine le gusta hablar con su público. Se esfuerza denodadamente para que su español resulte comprensible, aunque la gente le entienda perfectamente en su inglés. Habla de Buenos Aires, de su primera visita y su deslumbramiento con el tango, de los folletos turísticos que invitan a disfrutar de la ciudad; y esa palabra (disfrutar) tal vez por su sonoridad o vaya a saber uno qué tipo de asociación libre la vuelve particularmente hilarante.
La particular voz de Madeleine y el modo que mereció los muchos comparativos con Billie Holiday se luce muchísimo mejor en los temas más jazzeros que en las canciones más cercanas al folk. De todas maneras la cadencia que Madeleine le imprime a las melodías permite hallar su sello en cada una de sus intervenciones. Entre los momentos más destacables de un show compacto, la versión de “La javanese” con los músicos invocando las calles de París mientras rodean a la cantante, es lo más destacable. En “Instead” se luce el slide de Herington, y cuando Gary Versace se arrima a su Hammond, la cadencia soul en el sonido le entrega al recital un clima intenso y atrapante. Leonard Cohen es rescatado en dos oportunidades. Primero en “Half the perfect world” y después en la celebrada “Dance me to the end of love”. “Homless happines” conmueve, “To love you all over again” es cariñosa y optimista. Madeleine consiente a sus músicos, los anima en los solos, responde con sonrisas a las exclamaciones aduladoras del público. “Bare bones” es su primer trabajo compuesto íntegramente por temas propios y las letras de las canciones están repletas de referencias autobiográficas. Entonces Madeleine aprovecha los silencios entre canciones para relatar sobre el motivo que inspira cada letra: el amor, la naturaleza, su ciudad adoptiva (New York) y sobre la de su padre (Nueva Orleans), y de cómo aquel le transmitió la pasión por la música y la bebida (no sé cuál de los dos fue primero, confió), y su simpatía consigue que ninguna de las intervenciones resulté monótona ni innecesaria.
El final llega con una nueva presentación de la banda sobre los acordes de “Bare bones”, y un posterior regreso al escenario para despedirse con “This is heaven to me”, último tema del álbum “Careless love” (2004) y que también sirve como cierre para el concierto. Breve pero consistente paso de Madeleine Peyroux por Buenos Aires, dejando a su paso el timbre inconfundible de su voz, la belleza de sus canciones, pero además rasgos de buen humor, calidez, y una complicidad que invita a pensar en un regreso no muy lejano en el tiempo.