viernes, 8 de julio de 2011

Live's Ed Kowalczyk en Niceto

Casi en secreto. En medio de anuncios del regreso de bandas gigantes y festivales. Así llegó por primera vez a la Argentina uno de los compositores fundamentales de la década del ’90: Ed Kowalczyk, la voz de Live. Un nombre que por su peso a muchos nos les dirá nada, pero de quien hacer un recorrido por alguna de sus canciones más conocidas, dará la pauta exacta de la magnitud e importancia de su música. Tan poco dice ese nombre para la mayoría del público, que a la chica de Ticketek hay que deletrearle un apellido imposible, y el impreso de la entrada reemplaza por una “c”, la “k” final del apellido del cantante.
Niceto no estaba repleto, pero sí cobijaba gran cantidad de personas ansiosas que esperaban el concierto como para sacarse un gusto grande. O mejor, saldar una deuda consigo mismo. Y ya desde el comienzo, ni bien Ed pisó el escenario, cantó aquello de “our love is like water…” y apuntó el micrófono hacia la gente, supimos que era una noche para cantar. Siguió con “The great beyond”, una de las canciones de su primer disco solista, y que funciona como un auto-homenaje y reafirmación desde el título mismo: “I’m alive”. Confieso que había oído el disco apenas un par de veces, movido por la cercanía del concierto, y que si Kowalczyk no tuviese la historia que tiene detrás, uno podría valorar mucho más el trabajo. Pero la historia pesa y es inevitable que en el concierto se destaquen los clásicos, como la hermosa “The distance” o el primer gran estallido de la noche: “Selling the drama”. Siguió con “Everlasting love” y “Drive” dos temas nuevos con el sello de Live, y de las que más lo acercan al brillo del pasado. Pero claro, nada se puede comparar a la extraordinaria “The dolphin’s cry” que le sigue. Y mientras canto, sigo con la vista a ese pelado que recorre el escenario entre flashes, doblándose como para que su voz salga desde el fondo de sus entrañas, que se esconde detrás del baterista para reclamar por un retorno que no lo convence del todo, y pienso que ese tipo es el responsable de “Throwing copper”, uno de esos álbumes que por sí solos justifican la existencia de la música en década del ’90 en USA. Editado además en un año (1994), en que Nirvana nos regalaba su “MTV unplugged”, Stone Temple Pilots conseguía con “Purple” su obra cumbre, Pearl Jam descargaba su furia con “Vitalogy”, y Soundgarden editaba el descomunal “Superunknown”. Aunque la música de Live no pueda incluirse de lleno en el movimiento grunge, su recorrido transita a la vera de ese estilo, compartiendo el lugar con bandas como Soul Asylum, por ejemplo.
“Ole, ole, ole…Eduard, Eduard” cantaba la gente en respuesta a esa voz inconfundible; clara, nítida y tan emotiva como en los discos. Que anoche fue acompañada por una banda de músicos nada conocidos, y que fueron los que grabaron “I’m alive” el año pasado: Ramy Antoun en batería, Chris Heerlein en bajo y James Gabbie en guitarra. “Stand”, primer corte del disco solista, incita al público a corear el estribillo, pero es otro clásico, “Heaven”, dedicado a su primer hijo es el que nos devuelve a ese gran fogón eléctrico en que anoche se transformó Niceto. Seguido otra nueva (“Grace”), una versión de “White discussion” que deriva en un final intensísimo, solo superado por el cierre con “I alone”, en donde las gargantas castigadas por una semana de frío polar se desgarran en un “I alone love you, I alone temp you” interminable, mientras la banda crece en energía y alcanza un pico emotivo que nos hace desear que ese estribillo repetido no se acabe nunca. Y la banda se despide en una salida precipitada, que nos llevó a prever que la noche sería breve.
No solo la idea de la brevedad quedó desmentida, sino que además lo mejor estaba por llegar. Una intro prolongada dio pie a “Pain lies on the riverside”, del primer disco de Live, “Mental jewelry”. Una canción que escapa un tanto del formato melodía suave/estribillo intenso característico de la banda, y que rompe esos parámetros desde la estructura rítmica. Luego James Gabbie se sentó en el piano por única vez en la noche para la conmovedora “Overcome”, a la que siguió riff hiriente y rockero de “Lakini’s juice”. Una dosis increíble de energía que nos hizo despegar los pies del suelo. Y el final, el gran final fue con “Lighting crashes”. Tremenda y desgarradora interpetación. Un dramatismo escalofriante en una letra extraordinaria que se aferra a la vida en medio del dolor de la muerte de una madre (lightning crashes, a new mother cries, her placenta falls to the floor, the angel opens her eyes the confusion sets in before the doctor can even close the door) y un “I can feel it” que se hizo carne, en una sentimiento más real que nunca.
Cuando, al cabo de unos minutos, los músicos regresaron al escenario, lo juzgué innecesario. Me dije que nada podría superar al cierre anterior. Y mientras avanzaba el tramo final del show, me convencí en que tenía razón. Dos temas nuevos (“Just in time” y “Zion”) que a esa altura resultaron intrascendentes, y ni siquiera la hermosa “The beauty of gray” pudieron devolvernos al éxtasis que habíamos alcanzado con la primera tanda de bises. El cierre, con la gente coreando un “Dance with you” letárgico, que en su crescendo amenaza a volverse épico y se queda a mitad de camino, pareció una despedida fría para lo que el concierto había entregado. Pero Kowalczyk nos tenía reservada una sorpresa. Y cuando los músicos se van yendo, él solo amaga a seguirlos y se cuelga una guitarra con la que nos regala una interpretación de “Turn my head” hipnotizante. Lo que antes fue pura descarga eléctrica, ahora es sencillez y delicadeza. La voz quebrada y la imagen de Ed solo en el escenario nos entrega una postal perfecta para atesorar la entre los recuerdos más preciados. Y ya con el escenario a oscuras y con el público emprendiendo la retirada, el DJ de Niceto tiene el buen tino de despedirnos con la voz inmortal de Jeff Buckley haciendo el “Hallellujah” de Leonard Cohen. Aleluya entonces por Ed Kowalczyk. Aleluya por ese puñado de canciones inolvidables. Y aleluya por una noche a la que el paso del tiempo nos había empezado a hacer creer que no llegaría nunca.