jueves, 24 de noviembre de 2016

Kraftwerk 3D en el Luna Park

Es imposible hablar del show 2016 de Kraftwerk en Argentina sin citar la tragicomedia que lo antecedió. A doce años de Cromañon, con un gobierno a cargo que tomó definitivamente impulso utlizándola políticamente, y con otras tantas pequeñas tragedias de menor tenor pero de similares características en el condimento de su gestación, la única respuesta que tiene el alcalde ante algún hecho que exhibe fallas en la administración pública, es prohibir. Así fue que ante la muerte de cinco chicos intoxicados con pastillas en la fiesta Time Warp, la respuesta fue prohibir las fiestas electrónicas. A esto se sumó un juez que tiene menos vida que una roca, que no sabe de qué se trata, pero escanea mentalmente un expediente, y si se topa con la palabra “electrónica”, clausura. Así como el algortimo de Facebook no diferencia la exposición del nuevo implante en primer plano de la modelo de turno, de una campaña contra el cancer de mama, el juez toma decisiones según como estén “taggeados” los permisos. Una pena, porque la ciudad sigue teniendo motivos sificientes como para alzarse como cenit cultural en la región, pero está manejada por ineptos. Una ciudad que tuvo que echar a su secretario de cultura por minimizar el genociodio ocurrido en los '70, que aún sostiene a ese mismo personaje al frente del teatro lírico más importante del país, mientras patotea a los artistas que invita a tocar y alquila el teatro para fiestas privadas. Un tipo que no tiene título secundario y que es digno representante de un gobierno local que homenajea a Borges poniendo en su boca frases de libro de auto ayuda de segunda mano, y a Cortazar adjudicándole citas de Betinotti. En fin, la cuestión es que la productora supo moverse, los fans también hicimos ruido, y finalmente anoche estábamos todos en el Luna Park con nuestros anteeojitos 3D colocados, esperando al cuarteto alemán pionero en la música electrónica.
La previa estuvo amenizada por un set de solo piano a cargo de Esteban Insinger. No conocía antes al artista, busqué algo de información al respecto al saber que abría el show y lo único que puedo decir es que, al menos desde una de las cabeceras, el murmullo creciente a medida que se fue llenando el estadio, no fue el mejor contexto para una primera aproximación a su música. Si hubo alguna presentación acerca de lo que tocó, me la perdí porque entré cuando ya había empezado. De todas maneras lo que llegué a escuchar me obliga a tenerlo agendado para un abordaje en las condiciones más favorables.
Hablando de contextos inapropiados, cuando vi a Kraftwerk en 2009, tocaron en el Club Ciudad como apertura del único show en el país (espero que hasta el momento) de Radiohead. Y entre la luz del día, el espacio abierto y la marea humana, la esencia conceptual del proyecto, se había dispersado. Las dos visitan anteriores a Obras (aún con Florian Schneider) habían tenido los mejores comentarios, así que este show con la promesa extra del 3D entraba en la categoría de imperdible.
Excepto por el chiche del 3D un show de Kraftwerk en 2016 no es imprevisible ni novedoso. Claro que eso no significa una experiencia digna de repetir. En definitiva, en la repetición, las secuencias y códigos radica buena parte de su encanto. La escena se reduce a unos atriles desde donde cuatro tipos (que bien podrían no serlo) guian los sonidos mientras los números que anticipan la apertura se desprenden de la pantalla hasta nuestros ojos. Luego “Computer world” nos recuerda a los muchos brazos que el sistema tienda para controlarnos. Desde agencias de inteligencia hasta bancos. Y en “Computer love”, los alemanes presumen de haberse adelantado unos cuantos años a las relaciones amorosas en tiempos de redes sociales.
Entre tantos sonidos reconocibles, el show apela a lo visual. En “The Man-machine” la pantalla reproduce lineas y figuras geométricas que remiten a un Mondrian que se quedó sin el amarillo. En “Spacelab”, Buenos Aires pasa de ser un punto en una imagen satelital, a reducirse a una imagen del Luna Park en primer plano. En medio el satélite y un plato volador avanzan sobre el público provocando unos cuantos “uhhhh” mientras los cuerpos los esquivaban por inercia. A propósito del público: si bien la inmensa mayoría se dedicó a transitar el recital en un microdancing continuo, los coros en “The model”, más un incipiente “olé, olé, olé, Kraftwérk, Kraftwérk” dieron la (mala) nota de la noche.
Kraftwerk grabó dos veces “Radioactivity”. En la primera jugaron con Madam Curie y la radiodifusión. En la segunda hicieron centro en la energía atómica. Y anoche, sumando la palabra “Fukushima” a los alertas desde la pantalla, refuerzan a esa segunda versión. Es precisamente la energía la que guía el concepto de los de Düsseldorf. La cinética (en “Tour de France”) o la aerodinámica (“Aéro dynamik”) ya en la apertura de los bises. “Neon lights” es casi de juguete, la cara amablem atractiva y colorida del sistema. También sostienen en el repertorio sus odas a las grandes infraestructuras, como “Autobahn” (aunque en un tono más contemplativo) y “Trans-Europe express”, que en tiempos en que Europa como unidad comienza a revisarse, hasta puede entenderse como ironía. Pero Kraftwerk no pretende transmitir certezas, sino simplemente trazar guias: palabras, imágenes, secuencias.
El show terminó con “The robots”, con esos híbridos de camisa roja girando en la pantalla y prolongando la mano hasta (gracias al efecto 3D) tenderla hacia el público, como si quisieran escapar de la pantalla (hola Woody Allen). Es ahí, en ese concepto híbrido entre maquina y hombre, donde Kraftwerk sigue encontrando su mejor carta de presentación. Les otorga misterio, un componente futurista y los sostiene como una banda, que si bien en términos tecnológicos ya no sorprende, sigue resultando inquietante y perturbadora.
El final sobrevino con unos cuantos temas (“Planet of visions” y “Techno pop” entre ellos) y terminó con “Musique non-stop”: synthetic electronic sounds, industrial rhythms all around, music non stop. La música en todo lo que nos rodea. Los integrantes se fueron despidiendo de a uno, después de haber hecho todo lo posible para pasar inadvertidos. Nosotros también nos fuimos, todos vivos para tranquilidad de Larreta.
Ya de regreso en el 7, un pibe repasaba el programa que daban en el Luna Park, tenía puesta ua remera de Zappa Plays Zappa y yo me acordé de esos mitos nunca confirmados de que Florian y Ralph le pidieron a Frank que produzca “The man-machine”. Con hambre pasé el resto del viaje pensando en qué hubiera resultado del encuentro.




viernes, 18 de noviembre de 2016

Isabel de Sebastián en el Teatro Picadero

Tal vez resulte injusto, porque hay un presente artístico vital en el que vale la pena sumergirse, pero en los conciertos de Isabel de Sebastián me invade una sensación de nostalgia. Tal vez que Isabel haya venido a Buenos Aires en los últimos trimestres de los últimos dos años, la época en la que comienzan los repasos, influya. Hay otros motivos, claro. La música y las voces con las que uno se formó, más cuestiones más íntimas y de coyuntura, también. Y más que nada el hecho de que la artista resida en el exterior y eso provoque que el concierto tenga mucho de celebración y reencuentro. Es personal esta apreciación, pero cuando en un momento de la noche, mientras cita varios nombres que pueblan la platea, Isabel dice que parece un bar mitzvah o algo así, uno se da cuenta que la caracterización de las sensaciones habían sido las correctas.
Sin mucho preámbulo, el concierto abrió con canciones grabadas en el último trabajo de Isabel de Sebastián (2013). “Skatango” y “Corazón y hueso” (de Daniel Melingo). Del amor perdido a una nueva sumisión en sus laberintos. La estructura de pequeño anfiteatro que tiene el Picadero ayuda a reforzar la sensación de intimidad. Todo parece estar cerca y a mano. Un silloncito termina por definir una escena confidente. Y en ese ambiente, cada canción tendrá una mínima historia que la justifique.
Los ochenta dirán presente temprano con “En camino”. El slide de la guitarra de David Bensimon trae el sonido “ceratiano” al 2016, pero la versión luce con identidad propia. Y en un recorrido sinuoso, la noche atravesó varios climas con la voz en espléndido estado de Isabel de Sebastian como hilo conductor. Habrá bolero en “Te mataría”, folklore en “Aquí” (tributo a Mercedes Sosa, que funciona también como homenaje a Yupanqui), jazz de salón en una preciosa versión traducida de “Is that all there is?” de Peggy Lee, y hasta humor, como cuando la cantante pide perdón en nombre de su generación, por las baterías electrónicas de los '80.
Al principio hablé de nostalgia y tal vez sea el momento en el que suena “Pequeño vals vienes” el tramo en el que mejor se exprese esa sensación. Isabel basa su versión en la de Enrique Morente, que se animó a cantar a Lorca solo después de que el poema se impregne de la impronta de Leonard Cohen. Las palabras viajan de España a Canadá y regresan maduras e intactas en su fuerza poética. Ese ida y vuelta, con sus propios vericuetos, también puede apreciarse en dos canciones propias y nuevas (ambas en ingles). Una que linkea a Coney Island con el recuerdo de Italpark, y otra que pinta a Buenos Aires con extrema belleza, en un exitoso ejercicio de extrañamiento (Isabel tradujo alguno de los versos antes de comenzar).
Con diferentes características, dos tramos reforzaron el clima de intimidad. “Canción del ángel sin suerte”, una vieja letra del flaco Spinetta cedida a Isabel y recién grabada en el último disco, nos trajo el recuerdo del maestro. La presencia de Anibal “la vieja” Barrios asistiendo en el escenario acentuó la cercanía, que la lírica había dejado a flor de piel. Y la presencia de David Telson, hijo de Isabel, que no solo hizo su propia versión de “La Paloma” de Rafael Alberti (con una linda historia familiar detras, en donde el extrañamiento no es un ejercicio sino una imposición del tiempo), sino que además cantó la propia “Compañera”, canción que obliga a futuro a estar atento a lo que provenga de él.
El bolero regresó con “Sin excusas” (de los chilenos Chico Trujillo), pero en ese último tramo lo celebrado fueron las citas a Metrópoli. Primero “Tormenta en la Bristol” y la infaltable “Heroes anónimos”.
El Teatro Picadero está asociado a la resistencia cultural en plena dictadura. Los nuevos tiempos políticos exigen compromiso y la multiplicación de esos heroes anónimos que cita su canción más conocida. Entonces también el concierto de anoche resultó una afirmación. Porque no se trata solo militancia en el sentido más altruista de la palabra, sino de la música, la poesía , el hecho artístico todo como refugio y a la vez expresión de voluntad. Ese “me bombardean otra vez, vuelvo a construir mi casa” es entonces, ahora también, sinónimo de resistencia y perseverancia personal y colectiva.
En la cumbia “Cariñito”, el grán éxito de los peruanos Los hijos del Sol a final de los '70, el encargado de ponerle actualidad al tema fue Machito Ponce, rapeando sobre los modos de tratar a una dama. Y luego de la formalidad del pedido de bises (y en el año en donde varios rockeros indies locales se animaron a homenajear a Jose Luis Perales), el cierre definitivo fue con “Por qué te vas”.
Tanto era una reunión de amigos, que mucha de la gente que presenció el show se aguantó el freco que corría por el pasaje Discépolo, para saludar a la salida. Yo me quedé allí mismo, pero del lado de adentro, comiendo unos fideos en el salon lindero al teatro, que tiene tanto de porteño como detalles de pub neoyorquino en la decoración y la barra. Porque anoche nada pareció ser caual.


viernes, 11 de noviembre de 2016

Carla Morrison en La Trastienda

Julio Humberto Grondona, el que parecía que iba a ser eterno presidente de AFA, llevaba un anillo de oro con la frase “todo pasa” grabado. No solo no se lo sacaba nunca, sino que solía exhibirlo como muestra de fortaleza y de poder. Como símbolo de que el tiempo, la paciencia y el olvido eran sus mejores aliados. A mediados de 2012, Nélida, la esposa de Grondona, falleció. Cuentan que don Julio la noche del velorio se sacó su anillo y nunca más volvió a ponérselo. Evidentemente no, no todo pasa. Hay cosas que no tienen remedio.
Por qué cuento esto abriendo una crónica musical? Porque las noticias del 0-3 de la selección contra Brasil y la muerte de Leonard Cohen me llegaron juntas, justo cuando Carla Morrison cantaba una canción que precisamente se llama así: "Todo pasa". Se mezclaba entonces todo: la música, el fútbol, la poesía, México y la muerte. Después Carla va a pedir que la dejen llorar, citando a uno de sus temas más conocidos. Esa donde suplica “Déjenme llorar, quiero despedirme en silencio, hacer mi mente razonar que para esto no hay remedio”. No se refiere a la muerte sino a un amor perdido. Pero en la intensidad con la que Carla Morrison se toma las cosas, uno nunca puede estar seguro.
La noche había empezado con una agradable sorpresa: Lucio Mantel haciendo canciones de su disco “Confín” más alguna del resto de su repertorio como “En el siguiente suspiro”. Amenizó la espera de la mejor manera y cerró su set de unos veinte minutos con “Miniatura”. El hielo había enfriado el trago y La Trastienda estaba repleta.
Llegué hasta Carla Morrison por varios caminos diferentes. Ya sean sus colaboraciones con Calexico y Bunbury, o alguna canción ofrecida al azar por los caprichos de los algoritmos de la web. Y siempre la referencia ineludible, la que me obligó a levatarme a buscar más info acerca de lo que estaba escuchando fue las misma: su voz soprano, fragil y dulce a la vez. Perfecta. Después llegó el hipsterimos made in Pichfork con la crítica de “Amor supremo”, pero aunque el sitio a veces me provoca más sospechas que certezas, cuando escuché el disco supe al instante que con la mexicana, habían acertado.
Carla abrió su show con “Un beso”, precisamente de ese últmo disco. El tema se sostiene en la percusión mientra Carla promete que “te voy a secuestrar, yo te voy a robar un beso”. Los sintetizadores hacen que esa amenaza de tomar la iniciativa para con un amor prohibido parezca una caricia. Y aunque más adelante habrá muchas otras citas al álbum, alcanza para saber que esa será la propuesta: un sonido envolvente, casi de ensoñación, revistiendo a la voz de Carla cantando una y otra vez sus penas de amor.
Probablemente el punto más flojo del arte de Carla sean las letras. Porque claro, cuando se le canta casi siempre a lo mismo y en primera persona, es mucho el riesgo de repetirse, y en una obsesiva búsqueda por evitarlo, caer en lugares comunes. En esa continuidad de exponer a su corazón roto hay mucho de edulcorado. Pero cuidado, excepto en alguna frase aislada en la que el tarro de azúcar parece habérsele derramado en el cerebro, en ese punto Carla Morrison está más cerca de Juan Gabriel que de Alejandro Sanz.
Además en los tres años previos a la grabación de "Amor supremo", la mexicana se dedicó a vivir y gozar, pero también a construir su madurez (personal y artística) tomando las riendas de su carrera con decisión y encontrando en el budismo algunas respuestas a las razones de su paso por este mundo. Y la experiencia se plasma en la forma de asumir los desengaños, como cuando canta su dolor con fortaleza y aceptación, e incluso sugiriendo que también ella es capaz de destrozar corazones.
En el setlist Carla Morrison va mechando temas nuevos (“Azuca morena”, “Vez primera”) con otros temas de su repertorio inicial (“Eres tú”, “Pajarito de amor”). A veces se muestra con ganas de hablar, de contar los momentos en que nacieron las canciones, de citar la sencillez sabia de de su madre y sus sonsejos, de su Tecate natal. También recordó su trabajo de oficinista en Macy's durante sus primeros pasos en USA. Y obvio, las noticias no podían pasar inadvertidas, aunque Carla disimuló su decepción con una ironía (“No more” dijo cuando hablaba de la migración hacia el norte en busca de oportunidades). En las redes se mostró mucho más afectada al respecto.
Las canciones de Carla que a mí más me atraen son las nuevas. Allí los arreglos cren un clima donde la voz pareciera perderse en sus lamentos. Los sintetizadores y las guitarras toman el mando y el climax llega en “No vuelvo jamás” en donde Carla Morrison definitivamente se vuelve una Elizabeth Fraser latina. Aunque en lo emocional, el efecto más contundente es cuando de rodillas, completamente entregada, canta en “Disfruto” (Déjenme llorar – 2012) que “quiero abrazarte, esperarte, adorarte, tenerte paciencia”. Podría llegar a parecer demasiado, sin embargo cuando Carla nos dice “Si les gusta mi música, son igual que yo”, acierta un gancho a la mandíbula que derriba cualquier pretensión de falsa dureza. En el tramo final, se pasea por entre las mesas cantando y hasta recibe un ramo de flores de un espectador.
Después de un par de bises la despedida final fue con “Yo sigo aquí”, otra de las canciones que muestran a Carla anclada a un amor perdido. Y se va mientras la banda termina de tocar, pero el show no terminó aunque ya no vaya a haber música sobre el escenario. Porque mientras las luces se encienden, empieza a sonar “Idioteque”. Otra voz quebradiza, en otro idioma, relatando un apocalipsis. No puede ser casual. “Aquí estoy vivo, todo el tiempo” canta Yorke mientras el mundo se desploma. Igual que Carla, que unos instantes antes había cantado “yo sigo parada aquí” cuando el mundo que se desplomaba era el suyo.
Afuera, la selección argentina se alejaba de Rusia, Donald Trump tomaba el mando de los EEUU y el mundo ya no tenía a Leonard Cohen para compensar. Atrás quedaba la voz fragil de una chica que no teme cantar con extrema belleza e intensidad, mientras exhibe cada una de sus cicatrices.