
De entrada nomás, desde
el programa que entregaban al ingreso, Andres se mostraba “peleador”.
Nada de cámaras, nada de celulares, vivir la experiencia alejados de
la virtualidad. Una propuesta que desde la platea no será asimilada
por completo y que motivará tensión durante el primer tramo del
concierto. Que lo mostrará a Andres quisquilloso, amenazando quitar
canciones del setlist y hasta arrojando el micrófono por encima del
piano.
Yo estoy de acuerdo con
Andres, claro. Ciertamente la propuesta apuntaba a un grado de
intimidad, cercanía y complicidad que imponía ese modo de
comportamiento sugerido por el artista. Pero hay algo en toda esa
actitud que no deja de hacerme ruido: en un punto veo a un señor
grande diciéndole a los más chicos cómo es que deben disfrutar. Me
acordé anoche del disco “Los Abuelos en el Ópera”, en donde
Miguel Abuelo reta a los acomodadores que no dejan a los chicos
bailar sobre las butacas. El público expresándose como le sale.
En fin, todo ese debate
entre el público analógico y el público 2.0 cargó de tensión la
primera parte del concierto. “Todos creemos que buscamos lo mismo”
canta Calamaro en “La libertad”, la canción que eligió para
abrir el concierto, y creo que por ahí viene parte de la respuesta.
Como sea, la cuestión se terminó resolviendo con un “antes en los
recitales se fumaba porro, ahora vienen con los telefonitos” por
parte del cantante, que fue respondido con una ovación. Porque
cuando no se sabe cómo convencer, un poco de demagogia siempre
ayuda. Andres lo sabe, y está muy bien.

Así como el clima
inicial estuvo condicionado por la cuestión de las fotos, la voz de
Calamaro pareció también necesitar de un tiempo para encontrarse a
punto. Andrés canta lo suyo con soltura, pero cuando interpreta
temas ajenos (“Garúa” especialmente) apela al fraseo made in
Goyeneche para resolver los versos. Otras canciones ajenas, sin
embargo, parecen hechas a su medida, como el caso de “Algo contigo”
de Chico Navarro, o “La copa rota” de Benito de Jesus.
Andres Calamaro asume su
condición de cantor del pueblo (de hecho el disco que publicó junto
a Bunbury en 2015 se llama precisamente “Hijos del pueblo”), de
creador de melodías que forman parte del inconsciente colectivo hace
rato y por ese motivo se permite, a la vez que recorre su carrera,
interpretar a esas otras canciones de artistas populares como si
fueran propias.
A veces, cuando ocurren
este tipo de propuestas, se suele usar la figura del fogón para
definirlas. Pero no es el caso. El clima (si bien las gargantas del
público acompañan las letras, especialmente hacia el final del
show) es el de un cantor dirigiéndose a los suyos. Separando los
espacios, gratificando, pero gratificándose también con el
desafío. La comunión se concreta entonces en la experiencia
sensible entre artista y público, y no en una de esas mancomuniones
que terminan por desigurar los roles.
En términos de setlist,
hubo de todo. Desde Los Rodriguez citados con canciones a pedido de
las gargantas ajenas (“Tuyo siempre”, “Para no olvidar”),
pero también con perlas como “7 segundos”, hasta varias etapas
de su carrera solista (“Bohemio”, “Ansia en plaza Francia”).
Sin embargo el momento crucial del show sucede con los invitados.
Cuando Abel Pintos sube para “Piedra y camino”, y cuando al duo
se le suma Daniel Melingo para una emotiva “Himno de mi corazón”.
Desconozco si Andres Calamaro piensa editar de alguna forma estos
cuatro Gran Rex, pero si algo de eso se concreta, seguro que esa
cita a Los Abuelos será el centro de ese proyecto. Después Melingo
quedará para sumar su clarinete a “Los aviones”.

Para los bises la
propuesta no varió. Primero “Mi enfermedad” y después “Media
Verónica” le abrieron paso a “Paloma”, reclamada por la platea
en cada intervalo entre canciones. Otra vez desamor, soledad y alguna
doble lectura tóxica para el cierre del show y de la gira toda.
Faltaba saludar y las
formalidades del caso, pero Andres tenía guardada una sorpresa.
Provocativo, nadando una vez más contra la corriente, se quitó su
saco, y mientras empezaba a sonar un paso doble, comenzó a emular a
un torero, animando al público a acompañar con “ole” cada uno
de sus movimientos. La gente respondió y recién cayó en la trampa
cuando Calamaro le clavava unas falsas espadas en la espalda a un
Melingo toro que lo embestía. La incomodidad se percibió, pero
nadie reprochó nada. El artista volvió para saludar solo y todo fue
otra vez reverencia. Los teléfonos ya liberados de su momentáneo
ostracismo, capturaban el momento.