sábado, 19 de diciembre de 2015

David Gilmour en el Hipódromo de San Isidro

“Viendo pasar los momentos que componen un día monótono, desperdiciás y consumís las horas de un modo indecoroso, vagando de aquí para allá por alguna parte de tu ciudad, esperando que algo o alguien te muestre el camino”. Gilmour canta el clásico de “Dark side of the moon” y ese escenario poblado de luces, sonidos e imágens no puede ser otra cosa que ese camino que uno anduvo buscando durante horas (y acá también vale decir días y hasta años), en uno de esos viernes en los cuales la ciudad y sus accesos te agobian, te aplastan y te derrumban. Era el primer tema de los bises, o del tramo de despedida mejor dicho, del demoradísimo debut de David Gilmour en Buenos Aires. Nadie, nadie podía mover sus pies del suelo (un suelo que bien podría ser la alucinación de unos pies desacostumbrados a flotar), atentos a un escenario que despide “Time” con el reprise de “Breathe” en un decaimiento letárgico, para dar comienzo a “Confortably numb”, que al momento de su cénit con el solo más famoso de la historia, mostrará a Gilmour rodeado de lasers, primero verdes, luego rojos, con miles y miles de pares de ojos sin poder despegarse de una escena que configura un auténtico aleph borgeano. Allí estuvo concentrado en ese instante, el universo todo. Cuerpos cansados, entumecidos, tajeados por una fresca insólita que se levantó durante la tarde y que llevó a que el merchandising se quedara corto con buzos que costaba $500, cuerpos confortablemente adormecidos por una música eterna, repetida hasta el hartazgo en equipos de música durante años, y que consumada sobre un escenario, seguramente habrá convencido a más de uno de que ese sería su último recital. Un “ya está, después de esto ya lo vi todo” bien podría haber sido el juicio unánime de una noche inolvidable a la que cualquier adjetivo le resultará corto.
Tres horas antes, con media hora de demora y mientras miles de personas todavía pugnaban por ingresar al predio, Gilmour se había subido al escenario apenas iluminado, y cuando en “5 A.M.” (la breve pieza instrumental que abre “Rattle that lock”) sus dedos estiraron la primera nota alcanzando el sonido inconfudible que lo identifica, todos entendimos que la noche sería única.
Yo había llegado con tiempo. Aunque los vagones del ferrocarril Mitre venían atiborrados de gente, resultó la mejor opción para acercarse al Hipódromo de San Isidro. Si la salida hacia zona norte desde la ciudad, los viernes es más complicada que de costumbre, con el recital masivo de por medio, ayer lo era aún más. Panamericana atascada, y la Avenida Marquez a paso de hombre. A tal punto que estaba terminando la primera parte del concierto, y todavía seguía entrando gente. Una de las peores organizaciones de las cuales tenga memoria, y eso que a mí no me tocó sufrirla. Considerando el lugar, el día y la hora del show, jamás se tomó previsión de facilitar accesos e invitar a la gente a desistir del uso de autos (combis, micros, como se ponen en el Lollapalooza, por ejemplo, hubiesen servido para ese fin). Si bien es cierto que desde el lado de Libertador se accedía algo más facil, eso solo servía para llegarse hasta las afueras del predio. Ya sobre Marquez todo confluía hacia una única entrada, formando un embudo gigantesco, por el que si bien el andar era fluido, jamás iba a alcanzar para permitir el acceso a tiempo de miles de personas que llegaban sobre la hora del show. Y encima, una vez ingresado el Hipódromo, para llegarse hasta el sitio destinado al concierto, había que pasar por un segundo embudo en el que confluían los que íbamos a campo con los de las plateas sin numerar. Un despropósito que ni siquiera sirvió como medida de seguridad: el ingreso fue sin cacheos ni revisiones de mochilas y carteras. A mí me generó incordio, a mucha gente la privó de casi medio show.
Un punto a favor en medio de esa desorganización, fue el sonido. En un predio abierto y una noche ventosa, a más de cien metros del escenario la música llegaba con una calidad de audio digna de un teatro. Jamás se “voló” una nota, jamás decayó el volumen, los climas desde hipnóticos e íntimos hasta los psicodélicos y épicos se transmitieron de forma asombrosa. Y ese punto, sumado a la buena cantidad de pantallas dispuestas a lo largo y ancho del predio, hicieron que en ese sentido nadie salga defraudado.
Para cualquier fan de la música en general y de Pink Floyd y todo lo que lo rodea en particular, el solo hecho de leer la lista de temas, le bastará para tomar conciencia del pedazo de concierto al que asistimos. El comienzo fue tal cual “Ratlle that lock” el último trabajo de David Gilmour que lleva apenas un puñado de meses en la calle. Pero cuando la guitarra de 12 cuerdas hizo reconocible los primeros acordes de “Wish you were here”, los corazones empezaron a sentir los primeros síntomas del cimbronazo emocional al que quedarían expuestos.
El show se dividió en dos partes, con un intermedio de unos veinte minutos. La primera parte tuvo a “Rattle that lock” como protagonista, con “Money” (en una semana tan especial en la Argentina, que si uno no supiera que el tema ya integraba la lista de la gira, pensaría que fue incluida a propósito), “Us and them”, y más tarde, ya citando a ese Floyd que tiene más de Gilmour solista que de Pink Floyd (con perdón de Manson y Wright) , “High hopes”.
El escenario estuve presidido por el reconocible círculo rodeado de luces, tan típico de los shows de Pink Floyd en los '90, dentro del cual se proyectaban imágenes alusivas a los temas, y también primeras tomas de Gilmour y sus músicos. Las luces alrededor de él hicieron el resto.
La segunda parte del concierto abrió con “Astronomy domine”, e iluminación y música construyeron un momento lisérgico que nos elevó los sentidos para que “Shine on you crazy diamond” nos sostenga en el aire por vaya uno a saber cuánto tiempo. Desde algún sitio tan incierto como embriagante, Syd Barret nos guiñaba un ojo.
Si hubo algo que sucedió anoche mientras uno presenciaba el concierto fue que las nociones de tiempo y espacio se borraron. Todo ocurría recreando pasajes que la memoria había registrado hacía ya mucho tiempo y que en ese momento podrían ser reales o bien la concreción de esa fantasía imaginaria. Y en ese conexto, un sol rojísimo tomó el control del escenario durante una bellísma “Fat old sun”, mientras a mi derecha un flaco se abría la campera para mostrarle a nadie que él había venido con la remera de “Atom heart mother”
De allí al final Gilmour eligió citar nuevamente al Floyd de “The division bell” (“Coming back to life”), al de “A momentary lapse of reason” (“Sorrow”) y presentó a su impecable banda antes de la bluseada perla de su último disco: “The girl in the yellow dress”. A propósito de su banda, si arriba del escenario anoche no hubiese estado David Gilmour, le estaría dedicando un par de párrafos al extraodinario trabajo de Phil Manzanera en la segunda guitarra. Sumado a ellos, el curitibano Joao Mello en el saxo tuvos sus grandes momentos en “Money” y “Us and them”. Guy Pratt en el bajo y John Carin en guitarras, teclados y voces, fueron dos de los viejos colabradores que lo acompañaron ayer, y el grupo se completó con Kevin McAlea en teclados, Steven Distanislao en batería, y los coros a cargo de Biran Chambers y Lucita Jules.
A esa altura de la noche, la voz de Gilmour daba signos de cansacio. Algunos agudos o tramos más melódicos eran resueltos con más oficio que entonación, pero cada vez que la guitarra se elevaba por sobre el resto de la banda, un manto de piadosa justicia borraba cualquier reproche posible. Y en ningún momento el público dejó de reverenciar al “gordo”, apodo que ya no podrá sacarse de encima a pesar de que sus formas lo desmienten, y sus casi 70 años lo muestran en buen estado físico.
“Run like hell” (con Manzanera haciendo las voces de Waters, y ambos cubriendo su vista con anteojos negros) fue el apoteósico cierre de un show que quienes presenciamos no olvidaremos jamás, y que tendremos bien arriba a la hora de contabilizar los highlights de nuestras vidas.
Lo que siguió fue el tramo de cierre por donde empecé el relato. Tal vez ese insuperable solo saliendo de los amplificadores por los cuales estalla esa guitarra única bien hubiera valido la inversión de tiempo y dinero que siginificó el viaje (en el sentido más amplio de su significados) a San Isidro. Uno deseaba que no termine nunca, pero como al Pink que protagoniza el tema, un pinchazo nos devolvió a la realidad. En este caso la realidad cobró forma en el silencio de los parlantes y la escena con los músicos abrazados saludando desde el escenario. “Hasta la próxima” dijo Gilmour, y uno que todavía no terminaba de aceptar que la primera visita se había terminado, aún sabiéndolo improbable, le celebraba el optmista saludo final.
La hora, la ventisca y el cansancio hicieron de la desoncentración un andar lento al que me adelanté para evitar lo que seguro fue tan caótico como la llegada. Un colectivo de un número de tres cifras que no me atrevo a repetir me alejó hasta Puente Saavedra.
“De un modo relativo el sol es el mismo. Pero vos sos más viejo, tu respiración es más corta y estás un día más cerca de la muerte” había cantado Gilmour en “Time”. Sin embargo, como aquél incesante led de la tapa de “Pulse”, todos regresamos a casa sintiéndonos más inmortales que nunca.


(Gracias Sandra Calandrino por las fotos!)


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