Hay una escena que no
por reiterada no deja de ser emocionante: durante la interpretación
de “Black” la banda baja el volumen lentamente, apenas si quedan
algunos leves punteos de la guitarra de Mike McCready que llegan a
los oídos como despidiéndose, después del “what cant it be
mine?” repetido y agónico de una voz desgarrada, y la gente se
queda coreando por un par de minutos un fraseo que bien podría
volverse eterno. Eddie Vedder mira a su público más austral y
brinda bebiendo otro trago de su botella de vino. Ya sucedió antes,
es cierto, pero es ahí en donde uno termina de darse cuenta de
que Pearl Jam lo hizo de nuevo. Como en 2005 en esos dos Ferro
cargados de magia. Como en 2011 en La Plata, cuando el reencuentro
nos confirmó que aquello de seis años antes no había sido un
sueño, que era concreto y real, y que podía repetirse. Y si esa
segunda vez resultó una confirmación de la empatía absoluta de la
banda de Seattle con el público rockero argentino, este tercer
encuentro resultó una auténtica celebración. En un marco
multitudinario y para cerrar un festival que se pretendió el más
grande de la historia, y que terminó por ser uno más, aunque no por
ello de mérito despreciable.
Yo llegué unas horas
antes exclusivamente para ver a The Black Keys. No niego que los
relatos que llegan sobre el vivo de The Hives no me entusiasmaban,
pero el horario en un día laboral lo volvía imposible. En una
ciudad todavía reponiéndose del temporal, y ya de por sí saturada
de automóviles, a algún genio se le ocurrió juntar dos eventos de
más de cincuenta mil personas con pocas cuadras de distancia. El
partido de los bosteros en su cancha, y el festival en lo que supo
ser la Ciudad Deportiva de ese club. Eso sumado al barro acumulado
transformó el ingreso en bastante engorroso. Claro, lo del barro
resulta lógico y nadie puede objetarle nada a los organizadores en
ese sentido, pero sí remarco que en varios de los lugares más
anegados del predio la iluminación era casi nula. Insólito descuido
de gente que a esta altura debería ser un poco más profesional. El
otro tema a remarcar es que el Festival de la gaseosa/jarabe
pretendió un objetivo altruista en esta edición y lanzó algunas
consignas de buen ciudadano ecologista desde las diferentes pantallas
del predio. Sin embargo a ninguno de los organizadores se le ocurrió
preveer que semejante congestión de gente ameritaba la posibilidad
de organizar una colecta para tanto evacuado que tenemos por estos
días. Boca sí lo hizo en su estadio, a estos la gaseosa berreta les
arruina la única neurona que no se dedica a contar billetes. La cosa
es que finalmente entré, y en el escenario 2 estaba tocando Hot
Chip. No sonaba feo, pero el horario y las largas colas en los baños
públicos me llevaron a ganar tiempo para encontrar una cómoda
ubicación frente al escenario principal.
Con unos quince minutos
de retraso entraron los Black Keys y desde “Howlin' for you” ( de
“Brothers”, el disco de 2010 que los llevara a los primeros
planos) hasta la dupla de “Lonely boy” y “I got mine” con las
que cerraron su set, sencillamente la rompieron. Si el predio estaba
sucio y embarrado, el duo de Patrick Carney y Dan Auerbach
(convertido en vivo en cuarteto) llevó ese ambiente al escenario
dando una demostración de rock primal, abrasivo y contundente que en
vivo se vuelve una verdadera enciclopedia sobre cada uno de
lasinfluencias y orígenes más recónditos que pueda encontrar el
rock and roll. Cada riff es asesino, cada dejo blusero suena
atemporal, cada aullido surge desde la fuerza más elemental. Acá no
hay carisma ni poses arrogantes, es energía con los pies bien sobre
la tierra, una descarga furiosa que atropella y arrasa. El slide de
Auerbach en “Run right back” es un cuchillo que te recorre la
médula espinal, “Girl is on my mind” suena como un viejo disco
de soul atravesado por la Blues Explosion de Jon Spencer, y “Ten
cent pistol” te adormece en un riff letárgico que en vivo gana con
su desprolijidad. Sí, desprolijidad. Porque cada nota arañada y
cada vez que la garganta se pierde en un grito no hacen más que
volver más auténtico y convincente el sonido de una banda que
funciona a tracción a sangre, y que rinde culto al sonido valvular
de los garages. Casi no hay diálogo con el público, parte del cual
celebró los temas más conocidos, pero que también incluyó a
muchísimos que los veían apenas como una curiosidad que demoraba la
llegada de Pearl Jam. Y estoy seguro que no hubo nadie que haya
salido anoche de Costanera Sur que no se haya convencido de que The
Black Keys es una banda que merece muchísima más atención de la
que le dispensaba hasta ayer. No hubo pausa: el comienzo de “Little
black submarines” fue apenas una brisa que en seguida se conviertió
en electricidad pura. Incluso cuando quedaron Carney y Auerbach solos
fueron demoledores. En la formación que más los iguala con la
sombra de White Stripes (pero con baterista de verdad y no de
juguete) no dejan de erizar los pelos de cuanto tipo tengan enfrente.
Y el que tenga dudas que se le atreva al riff saturado de “Money
maker” y después me cuenta.
Las dos bandas
principales tocaron en el escenario 1, con lo cual se evitó el
traslado del público por las lagunas de barro, pero motivó que la
espera para ver a Pearl Jam se prolongue unos cuantos minutos durante
los cuales se pudieron ver por las pantallas algunos celebrados
sketches de Peter Capusotto (La Concha de Rolando y esa vagina
asomando de un jogging cantando “Arde la ciudad” se llevó todas
las carcajadas), y una especie de propuesta/consigna de la
organización animando a la gente con un “Juntos podemos cambiar la
realidad”. A continuación preguntaban “Y vos qué harías para
cambiar el mundo?”, y se escuchaban varias respuestas que no
pasaron de “hacer la música que me gusta” o “dejar de tirar
papeles en el piso”. Nadie le pide a los chicos que se propongan
una campaña en Sierra Maestra, pero la verdad que le podrían poner
un poco más de sal a respuestas que parecen obviedades salidas de
boca de una modelo en un concurso de belleza. Por otra parte la vista
que dejaba la calle España a la salida daba cuenta de que eso de no
tirar papeles al piso no prendió mucho que digamos.
Después sí llegó
Pearl Jam que al igual que en La Plata año y medio atrás eligió a
“Release” para abrir el concierto. Comienzo calmo pero que
funciona como una especie de hechizo que termina de concretarse en el
riff de “Even flow”. De entrada nomás grandes dosis de dos de
los mayores atributos del grupo: la garganta de Vedder que entra
caliente y a punto al escenario, y el solo interminable de McCready
que prolonga a “Even flow” hasta que llega la furia punk de
“Lukin”. Pero remitirse a la lista de temas es un detalle menor
en este caso; con Pearl Jam en Buenos Aires lo que valen son las
emociones. La manera en que la banda y su público congenian y se
engrandecen mutuamente. No importa que hayan pasados dos o seis años,
porque incluso funcionó así la primera vez: Pearl Jam es como esos
amigos lejanos que ni bien descorchada la primera botella de vino, se
borran los rastros del tiempo y la distancia. Siempre fue así,
siempre lo será. Es comunión, complicidad entrañable y (ya usé
esta palabra, pero vale la reiteración) celebración.
Me acuerdo que cuando
terminó el show en La Plata me dije que Pearl Jam es peronismo. Si
bien luego leí varias opiniones de tono similar, y que más allá de
que las iniciales PJ son todo un símbolo, aquella sentencia vino de
la mano de una declaración de Eddie Vedder refieriéndose a las
voces de su público argentino como “música maravillosa”. La
adoración es tan intuitiva como inexplicable y visceral. Hay códigos
y momentos en donde la mística florece y convierte a cada minuto del
show en entrega pasional. “Jeremy” por ejemplo, cuya dosis de
dramatismo suicida queda desdibujado por una devolución absoluta por
parte de la gente. Que acompaña con palmas en “Corduroy”, que
canta a más no poder con “Better man” y que acepta el “Está
bien” del estribillo en español de “Daughter” como si el
despropósito de la improvisación tuviera sentido alguno. Ramones es
una palabra clave en la relación público-artistas, el espíritu de
Baco en la botella vacía al borde del escenario es otro de los
símbolos de la hermandad.
Similitudes y
diferencias: la masividad del show y lo abierto del espacio en donde
se realizó el festival le quitó algo de la dosis de intimidad que
tuvieron los anteriores pasos por el país, aún cuando se realizaron
en estadios. El impacto del componente emocional entonces no llegó
nunca a ser el mismo, a pesar de que sigue siendo el condimento más
destacable de los shows de Pearl Jam en Argentina. A favor de la
noche de ayer queda un sonido impecable que se contrapuso con aquel
saturado y grave de los shows en La Plata. Sin material nuevo la
lista fue similar a la última vez que vinieron, y por otra parte
Pearl Jam sigue sosteniendo los climas de sus conciertos en los
mismos pilares, muchos de los cuales en este caso sonaron en el
prolongado set de bises: “Do the evolution” a la hora de la
energía, “I believe in miracles” y “Rockin' in the free world”
a la hora de los homenajes y los covers, y “Alive” como grito
liberador. Pero más allá de todo el condimento extra que la
relación del grupo y el público local tiene, Pearl Jam es una
poderosa banda de rock con un repertorio infalible. No digo nada
nuevo, pero esos argumentos pagan, y mucho.
Quedará como postal la
imagen de Eddie Vedder y su largavista observando la interminable
continuidad de las más de cincuenta mil cabezas que poblaban la
Costanera Sur. Y la dedicatoria a Fabricio Oberto, uno de sus más
enfervorizados y famosos fans locales, cuyo paso por la popular NBA
le permitió hacerse acreedor de semajante cumplido.
Otra vez quedó para el
final “Yellow ledbetter” y un “I don't wanna stay” tan
metiroso en boca de Vedder como en las gargantas que lo replicaban.
Era tarde, si bien el clima había dado una tregua, todo el mundo
sintió el peso de unas jornadas complicadas. Por eso tal vez la
gente se retiró mansa sin cantar el infaltable “una más y no
queremos más”. Mientras caminaba por España esquivando el barro y
los vendedores ambulantes, yo me fui abrazado a la felicidad
infinita del reencuentro con Pearl Jam, y con la necesidad imperiosa
de que mañana mismo comience el operativo de regreso de The Black
Keys. Buenos síntomas que me preparan para unos días musicalmente
agitados.
2 comentarios:
¿Quién habrá sido el iluminado que programó semejante line-up UN MIÉRCOLES? No estoy seguro siquiera que Glastonbury (*digo, ya que -según leí por ahí- fanfarroneaban con esa estúpidez del "festival más grande de no sé dónde") empiece a mitad de semana. Más allá de la eventualidad catastrófica del temporal y las consiguientes complicaciones, he estado viendo los comentarios en el muro de FB del festival y aparentemente fue un desastre organizativo que podría haber terminado mal-mal /// Pearl Jam / Black Keys es desde los papeles un doble de rock garantizado, aún cuando lo de PJ ya no sea sorpresa.
Impecable, Hernán.
Gracias por hacerme revivir algo que no viví, dado que Tomahawk y A Perfect Circle me sacaron el EFT con una entrada de elevado valor. Pero valió la pena.
Publicar un comentario