La avenida Corrientes en Buenos Aires puede resultar un recorrido placentero, pero se corre el riesgo de toparse con un Ricardo Fort gigante amenzando el buen gusto desde una marquesina. Entonces uno suele sentir la necesidad de huir inmediatamente y esto es algo que me sucedió a mí anoche. Y por suerte, después de esquivar a unas chicas jocosas de mameluco naranja invitando a un ejercicio de improvisación, y huyendo de esa imagen oprobiosa de la marquesina, descendí por una escalera, en cuyo final se abría una puerta, que como si se tratase de un relato fantástico de Bioy Casares, me transportó en tiempo y espacio al Bristol de quince años atrás. Allí, en un pequeño escenario rodeado de unas pocas mesas de madera tocaba Lendi Vexer, la banda argentina que mejor ha encarado el triphop por estas tierras, y aunque tal vez sea injusto con una transportación tan terminante, y pese a la lata de Quilmes al alcance de la mano lo desmienta, consigue hacernos sentir que estamos en otro sitio, bien lejos del ruido ensordecedor del centro porteño.
Lo de Lendi Vexer es delicioso en todo sentido. Construyen canciones melancólicas repletas de detalles sugestivos, en clima de misterio y melancolía, con melodías que desgarran, palabras que resultan desahogos confesionales, y un perfecto ensamble electrónico que los muestra dominadores absolutos del estilo y sus secretos. La voz de Natalie Naveira trasmite y mejora en vivo toda la calidez del estudio, y la presencia de una guitarra como tercer miembro le entrega a las versiones una contundencia que las amplía en su efecto letárgico y emotivo. Diego Guiñazú controla todo desde el bajo, el moog y las programaciones, sosteniendo con precisión los climas con loops hipnóticos y arreglos abundantes en detalles preciosos.
El breve show tiene un recorrido envolvente, que en espiral se va apropiando del espíritu del público y en su encanto lo baña de cada una de las sensaciones que la música pretende transmitir. En el universo de Lendi Vexer la cortesía resulta un exceso, la desilusión un proceso inevitable y la desolación es digna de tributo. Las canciones se suceden en medio de un mágico hilo conductor y la sumisión a su efecto seductor resulta inevitable. Solo por destacar como excusa podría nombrar temas como “Nothing was special”, “Suicidal adage” (en español) y el final con "That fish and the bait", pero todo el show sostiene un clima parejo, sin baches ni descuidos.
Afuera el ruido continúa y el mediático impresentable continúa brillado obseno sobre los letreros iluminados. Más que nunca subir los peldaños que me devuelven a la calle me entrega la sensación de estar saliendo lentamente de un refugio. Sin embargo en el regreso al ruido la música ha construido una especie de coraza que me vuelve inmune a los efectos de la estridencia. Me voy con las melodías y los sonidos guardados como el más secreto de los tesoros, y aunque el regreso a casa coincide con un compañero de viaje cuya interminable conversación por celular supera los límites del absurdo y lo redundante, Lendi Vexer continúa arrullando en mi cabeza y su espíritu intenso ha conseguido conquistar la noche de un Viernes que no prometía más que frío y dejadez.
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