Antes de comenzar,
musicalmente hablando, el show de Massacre anoche en el Gran Rex, se
proyectó un video en donde Ringo no era Bonavena, el boxeador
compadrito pero buenazo de Parque Patricios en quien se inspira el
último disco, sino un robot que como superheroe acude a enfrentar a
un similar que destruye la ciudad a su paso. Un arranque en el que se
despliega parte de toda la imaginería que sobrevuela a la banda: un
mundo mitad ficción y mitad real, expuesto a un apocalipsis
provocado por invasiones extraterrestres, zombies, catástrofes
naturales y epidemias. “La epidemia” justamente fue el tema
elegido para abrir el concierto. Y como si fuera necesario un impulso
temporal antes de adentrarse en el material más nuevo, tocaron
“Resurreción”, cierre de “El mamut”, el disco predecesor a
“Ringo”. “Ya verás, van a crecernos alas” cantaba Walas. Y
aunque a esa hora era demasiado temprano para asegurarlo, uno podía
intuir que aún sin alas, todos íbamos a volar.
Conquistar la calle
Corrientes era un desafío casi caprichoso para un grupo al que a
pesar de la masividad alcanzada en el tramo maduro de su carrera, no
deja de considerarse outsider. Y ese desafío no se limitaba al
asalto del “Broadway argentino”, sino a encarar un show en un
teatro, inusual espacio para la propuesta de Massacre. Y desde el
comienzo quedaron claras las premisas para asimilar y sacar provecho
a las condiciones del teatro: bombardeo de imagenes en las pantallas
y una propuesta lumínica impactante y por momentos lisérgica. Walas
y los suyos tocando en un parque de diversiones. Puesta psicodélica
que se coronó con los habituales muñecos dispersos en el escenario,
tres coristas vestidas de azafata y un Walas de infaltables calzas
rosas, tapado violeta y sombrero de cowboy.
“Ringo” tiene ya un
año en la calle, y las versiones en vivo de los temas se notan
asentadas. Para colmo “Tengo captura”, temazo capaz de poner los
pelos de punta a quien lo oiga, fue el primero en sonar en la noche
del Ringo Rex. Aunque mejor debería decir LA noche, así en
mayúscula, y cualquiera que haya vivido las casi tres horas del show
de Massacre de ayer sabe perfectamente de lo que estoy hablando.
Hicieron un show demoledor de principio a fin. Las lista de temas
incluyó clásicos de todas sus épocas, muy bien dosificados entre
las canciones más nuevas, y así fue como “Celebrity” dio paso a
“Try to hide”, o más adelante “Muerte al faraón” hizo lo
inverso, y nos sumergió en el pasado de “El espejo” y “Mi mami
no lo hará” (a mi gusto, de lo mejor dentro de un show
energéticamente parejo). “Todo bien?” pregunta Walas por enésima
vez en la noche, y aunque lo sabe innecesario, ese tic mantiene su
efecto en la complicidad que genera con el público.
Massacre es exageración
en todo sentido; desparpajo y absurdo. La realidad y la ficción se
cruzan todo el tiempo y el límite se borra en su ambigüedad. Si se
trata de publicidad, las piernas de Mercedes Morán son los huesos de
Misfits, y la desagradable imagen de un tipo escupiendo espuma blanca
con sangre en una publicidad de dentífrico, una pesadilla de Walas.
Nada es real, o todo es tan real que nos cuesta hacernos a la idea.
Walas interroga a su público, y de allí surgen los veredictos:
Schoklender culpable, Madonna antes que Lady GaGa, David Gilmour sí
y David Guetta no; y Walas, que se debate entre ser Ave Fenix o Gato
Felix, disfruta, rie, pasea por el escenario y saluda de nuevo:
hola. Todo bien?
En el primer tramo del
show se destacaron “Te leo al reves” y “La web del siglo” con
un bombardeo de rayos laser que disparados desde el escenario
robotaban en las paredes del teatro y en los ojos de los
espectadores. “Rio siempre” y la deliciosa guitarra de Pablo
Mondello (su hermano Darío tocó como invitado) en “Lo mío no es
tan grave” fueron otros momentos de gran intensidad. Así como unos
días atrás, Walas en TV se apropiara de la célebre frase de la
presidente a sus funcionarios, y la convirtiera en “Solo hay que
temerle a Dios, y un poquitito a los Massacre”, en “1984”, la
consigna en las pantallas también es fruto de la reinvención de los
tópicos orwellianos al universo del grupo, y se transforma es
“Massacre is watching you”. Esa larga primera parte cerró con
“Clavos y globos”, del último disco.
Tan sorprendente como
gratificante resultó el breve set acústico que siguió a los pocos
minutos de descanso: “Three walls” (sí, lo hicieron en la
versión en inglés), “Mi alma en la barca” y “Te arrepiento”
conformaron un mini set exquisito. Y “Sofía, la super vedette” y
“Tanto amor” fueron las encargadas de devolver al concierto al
éxtasis de la electricidad. Walas tiene puesta una remera de Devo, y
en “La octava maravilla” la guitarra del “tordo” Mondello
luce encendida. Y que se entienda: cuando digo encendida no hablo de
luz, sino de fuego. Un científico acerca un theremin para
representar la modernidad en la batalla entre “El robot y la momia
azteca”y el cantante le extrae sonidos fantasmales y espeluznantes.
Walas acusa a Aerosmith
de plagiarles el video de “Tengo captura”, y cuenta como el
skateboard Cabrón modelo Walas llegó a la revista Gente en manos de
la nueva novia de Tinelli. Massacre hace culto de la desmitificación
de egos y vanidades, apelando a la desmesura y al ridículo. Las
celebridades son sus víctimas predilectas, pero el sarcasmo de esa
mirada no elude el espejo de la propia imagen. Entonces en ese
contexto, Jack Black, Spinal Tap y Capusotto son citados como la
trilogía fundacional del disparatado y herejético abordaje del
rock, que tan bien le sienta al espíritu del grupo.
En un principio describí
a la cosmogonía Massacre como apocalíptica, pero observado la
fuerza descomunal que provenía de un escenario que se expande como
en un Big Bang, también podría describirla como la belleza de la
creación en medio del caos, el encanto del sonido del desorden y la
anarquía, la energía disparada en el origen de algo aún incierto
pero ya irresistible. Volviendo al show en sí, la Tori, manager de
la banda, arenga desde la platea: maten a los Massacre! Y los
Massacre desde el escenario responden despidiéndose con la cinéfila
“La orquidea blanca” y “Juicio a un bailarín” con meddley de
“Lago en el cielo” como convocando la presencia etérea de
Gustavo Cerati.
La asistencia al Gran
Rex de Blondie, la pequeña hija de Pity Alvarez, fue la excusa
perfecta para abrir los bises con una versión de “Call me”
mientras volvían los laser, que ahora rebotaban en dos bolas de
espejo que habían descendido a ambos lados del escenario. Y “Plan
B: anhelo de satisfacción” fue el broche de oro para una noche
perfecta. El recuerdo para con los amigos de Catupecu y la banda que
se despide saludando “como nos enseñó Seru Giran”, emulando la
tapa de “No llores por mí, Argentina”. Era tarde y día de
semana. Algunos se apuraban a salir, otros se quedaban pasamados, sin
aliento y hablando solos, haciendo honor a su obsesión.
Massacre en el Teatro
Gran Rex. Hasta suena como titular catátrofe y amarillista para esas
matanzas alocadas que suelen ocurrir en el gran país del norte. Y a
decir verdad, resulta como una perfecta definición de lo que se vio
y sintió anoche. Una masacre en el Gran Rex. Con un gordo en calzas
rosas que disparaba canciones, un guitarrista canoso que ametrallaba
su guitarra acribillando oídos, y unas butacas que dejaron de ser
respaldo confortable para convertirse en el sosten que evitó que
terminemos todos con el culo por el piso.
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