Uno de los grandes problemas de los
mega festivales es que puede suceder que haya artistas que uno quiera ver sí o
sí y toquen a horas insólitas. Como el caso de St. Vincent para esta primera
fecha del Lollapalooza 2015. Espero que quienes hayan podido verla la hayan
tratado lo suficientemente bien como para tentarla a volver, porque yo no
llegué. Al margen del horario, el hipódromo de San Isidro queda lejos y trasmano
y para los que trabajamos medio día, nos resulta imposible llegar a tiempo para
esos primeros sets. Pésima elección de zona para un festival. Y seguro que
alguien de Zona Norte que lea esto estará pensando “pero nosotros siempre
tenemos que viajar, era hora que por una vez los porteños muevan el culo”. Y yo
digo: no. Cada uno se mueve acorde a su hábitat y costumbres, y no le pidamos
al chancho que migre. Para eso Dios (!) creó a las golondrinas y a los de Zona Norte.
Bien, como había previsto según mis
cálculos, llegué para el final de Interpol. La verdad es que con ellos tenía
una mala experiencia, y del show gratuito que dieron en Puerto Madero me fui
media hora antes completamente hastiado. Pero mientras buscaba lugar para
tirarme un ratito en el pasto después de los dos millones de kilómetros que hay
que atravesar dentro del hipódromo si se entra por Santa Fe para llegar a la
zona de los escenarios, “Slow hands” sonó como la mejor bienvenida. Y para entonces
ya estaba en clima.
Se supone que una de las gracias de
estos festivales es pasear de escenario en escenario y escuchar un poquito de
cada cosa. Pues bien, yo en esto soy muy conservador, así que elegí lo que iba
a ver y me abstraje de lo que sucedía a mi alrededor. Y para la hora en que yo
llegué, todo se repartía entre los escenarios 1 y 2. Al término de Interpol, llegaba The Kooks,
luego Foster The People, y finalmente Robert Plant y Jack White como plato
fuerte.
Con respecto a las dos primeras
bandas me pasó algo extraño: si bien ninguna de las dos me impresiona
demasiado, esperaba menos de The Kooks, y algo más de Foster The People. Tal
vez un hueco hipster en mi espíritu, no sé. Y resultó al revés. Porque si The
Kooks que arrancó medio demagogo, prolijo y no mucho más, a la altura del
tercer tema sonaban de primera y derrochaban energía. “It was London” y “Bad
habit” resultaron un dueto fantástico. Aunque la gente coreó “Seaside” junto a
Luke Pritchard, a mí esa versión de la banda me resulta menor. Lo mismo cuando
se pretenden una banda de power pop. Sin embargo cuando se ponen más bailables
es en donde se vuelven más interesantes, como en el caso de “Forgive &
forget”. Eso sí, cuando los tipos tocan un hit irresistible como “Junk of the
heart (happy)”, uno comprende que solo por haber hecho eso se merecen todo lo
bueno que les pase.
Para el caso de Foster The People,
mi expectativa estaba puesta en una experiencia algo más psicodélica, que nunca
sucedió. Es cierto que esa característica en ellos aparece en cuenta gotas,
pero mi mente imaginó que el vivo le podría abrir más espacio a esa veta de la
banda. Pero no sucedió. Y si bien parte de la decepción pueda deberse a mis
expectativas equivocadas, lo cierto es que los tipos me resultaron una
heladera. Si el viento del sur había traído de prepo al otoño disfrazado de invierno
la noche anterior, Foster The People se encargó de consolidar el reinado del
frio. No es que los temas estén del todo mal, hay cositas interesantes, pero a
mí no me generaron absolutamente nada. Paradójicamente cuando sí se pusieron a
tono a final del set, especialmente a partir de “Call it what you want”, la
gente se les empezó a ir y repartir entre los dos escenarios linderos,
esperando los sets de Cypress Hill por un lado, y Robert Plant por el otro. “Pumped
up kicks” por supuesto fue la mejor manera hitera de empezar a despedirse, cosa
que sucedió definitivamente con la guitarrera “Don’t stop (color on the walls)”.
A Robert Plant lo había visto en el
Luna Park en 2012 y considerando la ausencia de nuevo material y la
consolidación de los Sensational Space Shifters como banda de apoyo, no
esperaba nada nuevo. Simplemente la felicidad de estar frente a frente ante uno
de los máximos próceres del rock. Sin embargo Plant me sorprendió. De aquel
show de 2012 extrajo los momentos más bluseros y rockeros, dejó de lado los
temas más étnicos, acomodó el setlist al contexto de festival y privilegió los
clásicos. Y literalmente, la rompió. Le costó algo engranar con la voz durante el
“Baby, I’m gonna leave you” con el que abrió (notable y lucida intro en
acústica a cargo del barbado Liam Tyson), y después fue tomando temperatura. “Tin
pan valley” y “Rainbow” le abrieron paso a “Black dog” y su riff bluseado, que
le encuentra una vuelta de tuerca fantástica al clásico. En el medio
aparecieron las intervenciones de Juldeh Camara y su violín africano de una
cuerda, que construye pasajes de auténtico trance en medio de las canciones. “Going
to California” y “Ramble on”, cada una en su clima, son los temas que Plant
toca lo más fiel posible a las originales de Zeppelin, y en momentos como el “Spoonful”
de Willie Dixon o “Fixin’ to die” de Bukka White (lucimiento a cargo del otro
violero, Justin Adams), la banda saca lo mejor de sí. Los samplers y efectos disparados
John Baggot (frecuente colaborador tanto
de Massive Attack como de Portishead) son los que le aportan al grupo los
sonidos más modernos. El cierre fue con “Whole lotta love” en mix con “Who do
you love”. Contradiciendo el correcto comportamiento en los festivales que
aconsejan la ausencia de bises, Plant volvió al escenario para hacer “Rock and
roll” cuando la gente ya se acomodaba para ver a Jack White.
La gente no se había terminado de
pasar del frente de un escenario a otro cuando la banda de Jack White ya había
salido al escenario y arrancado con “Just one drink”. Y fue un anticipo
perfecto: todo fue así. Urgente, sin pausa, adrenalina al máximo sin descanso.
Que Jack White haya repartido el set entre todas las etapas de su carrera es lo
de menos. Que haya pasado por The Raconteurs con “Broken boy soldier”, por
White Stripes con “Dead leaves and the dirty ground”, y hasta haya metido un
cover de Gene Vincent como “Baby blue”, nada de eso fue lo trascendental. El
tipo es un compilado perfecto de la música norteamericana. Un manual abierto del
folk, del country, del blues rural, del blues en general y por supuesto del
rock and roll. Sabe todo, porque antes de músico es un gran melómano y aplica todo
ese conocimiento a sus temas y a su concreción en vivo. Es un concierto por
momentos cocainómano, porque hasta para hablar con el público Jack parece
apresurado. Como si la misión fuese liberarse de una sobrecarga de energía a lo
largo de la hora y media de show. Con una banda extraordinaria a la que dirige
con gestos y órdenes al oído. A la que la muerte de Isaiah Owens no la afectó,
y en la que se destacan el baterista Daru Jones, y la violinista y cantante Lillie
Mae Rische.
Cuando suceden momento con el
concierto de anoche es casi imposible transmitir las sensaciones con palabras. Ver
a Jack White en vivo fue como gritar setecientas veces en dos horas el gol de
Pisculichi a los bosteros. Un éxtasis total, pero que además está lleno de
música y condimentos que hacen que el tipo sea una bendición y lo mejor que le
pasó al rock en el siglo XXI. Ese rock que han dado por muerto tantas veces y
que gracias a Jack White se ganó cien años más de vida. “Lazaretto” es un disco
del carajo y en vivo suena aún mejor. Y los muchos temas de White Stripes que
tocó, se muestran más vitales y expansivos cuando abandonan el minimalismo
original, como “We’re going to be friends” o “Ball and biscuit” (ya en la
segunda parte de show). Cuando Jack
White cierra la primera parte del set con “Power of my love” de Elvis Presley,
representa de manera perfecta al pasado y presente del rock al mismo tiempo.
Si en todo ese primer tramo el
concierto había hecho méritos para ganarse el adjetivo de descomunal, el cierre
fue todavía mejor. Primero la sorpresa, el riff de “The lemon song” y la
presencia de Robert Plant sobre el escenario, algo que yo había soñado pero que
como no se había dado en Chile, creí que jamás se concretaría. Y la cita al “Killing
flor” de Howlin’ Wolf, que en voz de Plant y en medio de ese tema, es casi una
confesión de parte. Sin duda a la hora del racconto será EL momento de esta edición del Lollapalooza argentino. “Steady and she goes” y “Little bird” prepararon el terreno
para la apoteosis que significó el final definitivo con “Seven nation army”. Lo
único que podrá superar a Jack White será el mismo Jack White. Inolvidable, a
la altura de los mejores conciertos que vi en mi vida.
Para el cierre de la jornada quedaba
todavía a Calvin Harris, pero después del despliegue valvular de Jack White,
resultaba una herejía. Me volvían a la cabeza los prejuicios y aquello del “trabajo
honesto” del que hablaba Pappo. Así que aproveché para huir, además por aquello
de las distancias, y que en horario nocturno se podía duplicar el trastorno.
Sin embargo un colectivo al que ni siquiera le vi el número pero que decía “Puente
Saavedra” me sacó rápidamente de allí; sumado a que en General Paz me esperaba
con el motor encendido el único 133 que queda con vida, convirtieron al regreso
en un trámite. Lla sucesión de hechos
fortuitos me permitió que una media de la mañana haya estado en Flores
devorando unas porciones de pizza con la misma voracidad con la que Jack White
toca su guitarra.
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