Había terminado el show de Jesus and
Mary Chain en Groove y mientras yo buscaba acercarme a la puerta, una
chica le decía a su amiga: “me parece que nos cagaron”. Claro,
había pasado apenas una hora y cuarto del comienzo de un show muy
esperado, cuyas entradas no habían sido precisamente accesibles. Yo
también me iba con ganas de más, especialmente porque el concierto
había finalizado en un punto tan alto de intensidad, que quedaba
gusto a poco. Volver tan rápido a la luz y al afuera (nunca mas
justa esta palabra) resultaba injusto. Pero jamás juzgué a un
recital por su duración (al menos no solo por eso) y a decir verdad,
lo último que uno espera de los hermanos Reid es condescendencia,
así que rápidamente me olvidé del reloj y comencé a repasar
mentalmente los mejores momentos del concierto. Pero claro, no podía
dejar de citar el dato de la duración, y si empiezo justamente por
esto, no es porque me interese magnificarlo, sino para sacármelo
rápido de encima.
Yo venía de un fin de semana de
euforia riverplatense, y si a las 21 hs estaba a punto para los
escoceses se debió a que Buenos Aires se puso todo lo húmeda, gris
y melancólica que pudo, como para estar a tono para recibirlos.
Además, al fin de cuentas, si uno llega a Palermo con la cabeza
susurrándole aquello de “nine million rainy days have swept across
my eyes thinking of you”, resulta evidente que el inconsciente ya
se había preparado de antemano para el evento.
Entré cuando estaban empezando a
tocar los Iguana Lovers, que están preparando su próximo disco que
cuenta con la participación de Adrián Yanzón ex-Los Pillos. A esa
hora la gente no era mucha, aunque la estoica cola que bajo la
llovizna aguardaba para comprar entradas, hacían imaginar un marco
más digno. Celebré la decisión de haber comprado la entrada
anticipada, me hice de un trago y me acerqué a esuchar a los
entusiastas teloneros locales.
Para cuando los Jesus and Mary Chain
salieron al escenario, la pista de Groove ya estaba repleta, y sin
mediar saludo ni mucho menos, largaron con un “Snakedriver” que
sonó desprolijo, aún para los parámetros de la banda. Jim Reid
bebía de su porrón de Stella Artois y cubría los eructos que le
devolvía el diafragma con su mano derecha. El sonidista acomodaba
rápido las perillas para que todo suene como lo esperado, William
Reid comenzaba a construir su mundo aparte en el escenario, y el
público esperó el bajo machacante de “Head on” para dar sus
primeros saltos.
Mas allá de su historia y su
innegable vigencia, Jesus and Mary Chain parece ser un grupo reunido
para usufructuar la renaciente popularidad que les otorgó Sofía
Coppola con “Lost in translation”. Toman partes de su discografía
salteados (privilegiando “Automatic” e ignorando “Stoned &
dethroned”), le agregan lo único nuevo que hicieron en quince años
(“All thing must past”, buen punteo de William), entrelazan
tramos oscuros con sus temas más bailables, y apuestan a que
cualquier error sea atribuído a una premeditada vocación por
mantener la vigencia de su “suciedad”. Un par de inicios en
falso, cierto desgano que más que vocación parecieron pose forzada
(ni siquiera la bandera escocesa que le alcanzaron conmovió a Jim
Reid) y una maquinaria que por momentos parece sostenerse en piloto
automático. Yo no había estado en el Personal Fest de 2008
(compararlos con su versión del '90 resultaría injusto), pero los
comentarios sobre aquella presentación hacían previsible el tipo de
show que iba a ver. Y por ese motivo, al bajar el nivel de
exigencia, momentos como “Blues from a gun”, “Sidewalking” o
“Teenage lust” consiguen rescatar la mejor memoria y construir
momentos de alta intensidad.
No niego que imaginé que el
reencuentro con Alan McGee (que acaba de relanzar Creation Records,
de ficharlos en primer lugar y que además los acompaña en la gira)
podía devolver la mística en niveles altos.Tal vez eso
quedará para la explotación comercial de los treinta años de
“Psychocandy” en 2015, veremos. Pero no quiero ser injusto con
esta versión de Jesus and Mary Chain, entre otras cosas, porque
estaban tocando en un boliche que no se caracteriza por favorecer el
sonido de nadie. Eso sí, evidentemente funcionan a un ritmo y bajo
reglas que les son propios. Un setlist repetido por años tiene que
significar necesariamente que la progresión de energía que va
ganado espacio con el avance del show sea premeditada. Los hermanos
Reid no se hablan, y apenas se miran. Al menos no pelean y eso ya es
bastante. La base King-Colbert funciona perfecta, y la guitarra de
Mark Crozer es desde lo instrumental lo más rescatable por lo parejo. Párrafo
aparte para el look de Crozer, que con saco, camisa negra, pelo
canoso peinado hacia atrás y patillas blancas, parece la versión de
Tony el Gordo, pero después de un by pass gástrico.
Dije que show crecía de a poco, y a
la altura de “Some candy talking” ya convencían . Encima le
pegaron “Happy when it rain”, que resultó de lo más celebrado.
Ver a un tipo de más de cincuenta, cantando que no sabe bien dónde
está parado y pidiendo que lo traigan de vuelta, mientras confiesa
que la lluvia lo hace feliz, es una postal tan perfecta de la banda,
que me olvidé de cualquier prurito que había tenido con la performance
hasta ese momento. Y cerraron con una sucia y felizmente
distorsionada versión de “Halfway to crazy” a la que
continuaron con “Just like honey” y una voz femenina presentada
simplemente como “a friend”. Pobre versión, por cierto, que los
devolvió al desparejo nivel del comienzo. Una pena, no tanto por
ellos, pero sí semejante tema.
Muchos miraron la hora en sus
celulares, porque se empezaba a consumar la idea de un show breve,
casi festivalero (de hecho los festivales se han convertido en su
hábitat natural desde la reunión de la banda). El regreso al
escenario fue bastante veloz con la ruidosa “The hardest walk”.
Jim Reid salió con el ceño fruncido, casi enojado y con movimientos
más bruscos sobre el escenario. Como una metáfora de la decadencia
había cambiado el porrón de Stella por una lata de Quilmes, pero a
nadie pareció importarle. Es más, esa versión de Jim resultó
muchísimo más interesante y conmovedora que la anterior. Y si
“Taste of Cindy” estuvo a la altura de la ira del cantante , el
cierre con “Reverence” y el repetido aullido de “I wanna die”
consumó un remate perfecto. El pie de micrófono golpeado con furia
contra el piso reafirmaba la voluntad de ese grito que llega desde
“Honey's dead” y los iniciales '90, pero que permanece como una
declaración de principios.
Varios volvieron a
cronometrar la duración del concierto, pero a la salida abundaban
más las sonrisas que las quejas. Y aunque ya no lloviznaba, la
húmeda avenida Santa Fe a esa hora era la continuación perfecta
para el show que había terminado. Yo me alejé de Palermo intentando
conciliar sentimientos encontrados, pero cubierto de un melancolía
que en gran parte había sido mérito de esos escoceses. Al fin de
cuentas, a tipo con una remera que reza “Born to lose” y que anda
a los gritos diciendo que se quiere morir, perfección es lo último
que se me ocurriría pedirle.
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