“Dios es Dios, y Dios
no soy yo” dice la canción de Steve Earle que Joan Baez eligió
para abrir su último trabajo de estudio (“Day after tomorrow” -
2008) y también el concierto de anoche en el teatro Gran Rex de
Buenos Aires. Una letra que habla de la pequeñez del hombre ante el
universo, de la bendición de la vida y la importancia de no creerse
más de lo que uno es. Si uno no conociese la trayectoria de la
artista, podría decir que resulta una especie de carta de
presentación confesional. Pero esas palabras pronunciadas por esa
voz atemporal terminan por significar apenas una confirmación de
humildad y sencillez.
Puntualmente y casi con
timidez, la norteamericana de 72 años pisó un escenario en Buenos
Aires, por primera vez desde 1974. Saludó extendiendo el brazo como
quien lo hace hacia una multitud a la distancia, y desde allí
comenzó una recorrida por buena parte del repertorio de su extensa
carrera, que incluyó varias citas al cancionero latinoamericano.
Desde el “Gracias a la Vida tour” que lleva por nombre la gira
que la trae por el sur del continente se preveían estos gestos, pero
el tiempo transcurrido desde aquella lejana primera llegada (en la
segunda, en 1981, no pudo llegar a tocar) dejaba lugar a la
posibilidad de algunas sorpresas. En ese contexto, “Don't cry for
me Argentina” fue casi un cumplido, aunque yo no llegué a
comprender la categoría de “políticamente incorrecta” en la
cual Joan incluyó a la canción. “Farewell Angelina” (aquel
outtake de “Bringing it all back home” que Dylan le regalara en
el '65) y “Long black veil” fueron otros de los clásicos que se
escucharon en la primera parte, hasta que con “La llorona” llegó
la primera canción en español de la noche.
Joan Baez salió
sola al escenario, y aunque así cantó los primeros temas, luego
estuvo acompañada por Dirk Powell en mandolina, banjo, piano y
acordeón, y por su hijo Gabriel Harris en percusión, con quien se
reencontrara, después de años de diferencias. Aunque podría
incluir también a Grace Stumberg, la asistente que le alcanzó las
guitarras antes de cada tema, y quien se animó a algunos coros. La
historia de Joe Hill, el sindicalista fusilado en 1915 fue otra
muestra de canción testimonial, y la belleza de “Jerusalem”
(también de Steve Earle) contrasta con una letra que denosta la
violencia en tierra santa.
Entonces llegó el
momento más latinoamericano de la noche. Los versos escalofriantes
del comandante Tomas Borge en “Mi venganza personal” calan hasta
los huesos. “Mi venganza personal será el derecho de tus hijos a
la escuela y a las flores” le canta el poeta a su carcelero y
torturador, y de pronto nos vemos sumergidos en un clima de mediados
de los '80 y una primavera sandinista. “Te recuerdo Amanda” de
Victor Jara, y “Calice” (acompañada con palmas por el público)
de Chico Buarque y Milton Nascimento, cerraron el tramo de las
canciones más duras, pero siempre envueltas en una belleza lírica
que hace que a partir de la tragedia, se concrete el arte más
elevado y conmovedor.
La honestidad y
coherencia de Joan Baez hacen que ninguno de esos gestos suenen
forzados o condescendientes. La bandera de resistencia y pacifismo a
ultranza que sostuvo a lo largo de su vida la llevó a exponer el
cuerpo más de una vez. Porque, con todo respeto, no es lo mismo
proclamar la paz desde la habitación de un hotel, que hacerlo bajo
las bombas en Hanoi o Sarajevo, o cantando semi escondida en una iglesia de
Santiago de Chile en 1981. Tal vez en este sentido, su mayor victoria
resultó aquel concierto del 10 de Junio de 1989 en Bratislava,
cuando las fuerzas de seguridad irrumpieron en el escenario ante el
anuncio de la presencia del disidente Václav Havel (introducido por
ella misma de manera subrepticia al teatro), hecho que, según las
propias palabras de Havel, fue la gota que rebalsó el vaso y que
terminó por desatar la llamada Revolución de Terciopelo. El
concierto iba en directo por TV, y la emisión también fue
interrumpida, mientras Baez cantaba a capella y a media luz. El resto
es conocido, Havel sería un presidente capaz de aparecer en un pub
de la mano de Lou Reed o nombrar como embajador a Frank Zappa, y
trabarían una entrañable amistad. Havel murió de cáncer el 18 de
diciembre de 2011, y unos pocos días después Baez lo despidió con
un emotivo poema que finaliza diciendo “estoy tan contenta de que
hayas seguido fumando después que los doctores te dijeron que dejes
de hacerlo. Amabas hacerlo! El Dalai Lama estará de acuerdo. Tuviste
diez mil tristezas. Es tiempo para diez mil alegrías”.
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Como leerán, me resulta
dificil limitarme en la crónica al concierto en sí, porque también
resulta imposible separar a la artista que canta sobre el escenario
de la activista que hizo de su voz y su música la excusa para
proclamar su convicciones. Todo lo que proviene del escenario
contiene la impronta de una vida tan admirable como la propia
trayectoria artística. Y aunque esa voz mezzo soprano suene atenuada
en su elocuencia, las canciones vibran en un decir más tenue, más
íntimo, pero igual de bello. Joan Baez pasó por el country folk,
volvió a Mexico con “El preso número nueve”, e invitó al
escenario a su amigo Leon Gieco (ovacionado) a quien le costó seguir
en “Como la cigarra” de Maria Elena Walsh, con el que
homenajearon a Mercedes Sosa. León confesó que fue Joan la que lo
convenció de cantar “Solo le pido a Dios”, al que hicieron
intercalándose las estrofas. Lennon tenía que ser una referencia
infaltable en la noche, entonces Joan hizo “Imagine” en esa
versión mitad cantada, mitad recitada que la caracteriza. Y con “The
boxer” nos puso a tararear, para cerrar con Violeta Parra y el leit
motiv de la noche: “Gracias a la vida”. El reloj decía que había
pasado algo menos de hora y media, pero en realidad fueron casi
cincuenta años.
Para los bises volvió
Leon Gieco, medio retraído, quien hizo unos coros en “Here's to
you”, o “La balada de Sacco y Vanzetti” como prefieran, uno de
los temas más pedidos por el público (junto con “We shall
overcome”, que quedó pendiente). Y si faltaban íconos por
recordar, con “Sweet slow, sweet charriot” llegó el turno de
Martin Luther King. Después la propia “Diamonds and rust”
(pensar que conocí ese tema antes que nada por la versión de Judas
Priest en “Sin after sin”), y la despedida con Leon y el espíritu
de Dylan, con “Blowin' in the wind” (aunque parezca mentira, en
una parte, al igual que en “Gracias a la vida”, Joan se olvida la
letra y la dibuja al estilo “Una que sepamos más o menos” de
Peter Capusotto. Los años no vienen solos).
Ya casi que nos íbamos,
las luces del teatro empezaban a encenderse, pero como en una especie
de acto de rebeldía, Joan volvió al micrófono, nos puso de pie, y
a capella cantó el “No nos moverán”, el mismo que alguna vez
hiciera retumbar en la TV de la España franquista. Entonces al final
del concierto, esta artista que hoy dice no interesarle la nostalgia
de los '60 y dedicada más al arte plástico que a la música, vuelve
a elevar el puño y convocar a la rebeldía. Y por más que muchos
salgamos del teatro pensando en acostarnos temprano porque al otro
día hay que generar plusvalía para el patrón, saber que en algún
lugar del cuerpo la llama aún está encendida, se siente de
maravillas.
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