Alguna
vez la edición local de la revista Rolling Stone publicó una foto
de Rufus Wainwright en la plaza de toros de Valencia con una remera
de Sumo que decía Luca Vive. Nunca hubo una explicación de cómo
llegó esa remera a él, pero lo cierto es que a partir de esa
curiosidad yo me había figurado una relación especial entre el
artista neoyorquino y la Argentina. La cosa es que esta anécdota es
de 2006 y los años fueron pasando y Rufus no se dignó a bajar a
Buenos Aires; cosa que finalmente ocurrió ayer, junto con la primera
ola polar anticipando el invierno y con la gente con ganas de
amucharse alrededor de su piano para tenerlo y escucharlo bien de
cerquita, mientras él contagiaba su calidez. Sí, alrededor de su
piano, porque Rufus Wainwright vino solo, sin su banda, y esa
ausencia de complementos que bien podría haber sido un déficit
terminó resultando su mayor virtud. O acaso de haber venido con su
banda, no habríamos reservado el adjetivo de mágico para su
eventual momento en solitario sobre el escenario?, me preguntaba ayer
a la salida del Gran Rex, mientras hacía sociales (??) con los
contactos virtuales que la música vuelve de carne y hueso. Mágico
entonces termina por ser un calificativo válido para todo el
concierto.
Rufus
entró a un escenario despojado con una boina ladeada, unos zapatos
imposibles (a ver si Elton John se les atreve) y una bufanda con los
colores argentinos la cual, según contó más tarde, le regaló su
club de fans local. Su estampa hizo que por un momento tema que nos
hubieran engatusado un Mike Amigorena de cotillón, pero no. Saludó
con una leve reverencia y se sentó frente a su piano para dar
comienzo al concierto con “The art teacher” de su disco “Want
two” de 2004. De entrada nomás se mostró animado y charlatán, y
para cada anécdota fue acompañada por el histrionismo de sus manos.
Ya en el segundo tema, “This love affair”, deja una nota
suspendida en el tiempo y su garganta entrega los primeros síntomas
de una voz provilegiada en gran estado. Se acompaña en arpegios de
piano más o menos complejos según el tema, pero el centro siempre
está puesto en esa voz, tanto es así que a la hora de tocar
“Vibrate” prescinde en absoluto de su mano derecha.
Rufus
Wainwright fue alterando los climas del concierto intercalando
canciones más amenas con otras de tono melodramático. Por lo
general en los tonos amables se acompañó con una guitarra, mientras
que el piano quedó reservado para los climas más íntimos, al menos
en la primera parte del show. Entre los momentos más sencillos y
contagiosos se destacaron las canciones de su último trabajo (“Out
of the game”-2012) como “Jericho” o la que le da el nombre al
álbum; y hasta la ironía tuvo su lugar en “Who are you, New
York?”. A la hora de los homenajes, los beneficiarios fueron River
Phoenix en”Matinee idol”, mientras que en “Memphis skyline”
la dedicatoria es para Jeff Buckley, a quien Rufus confiesa que llegó
a odiar por creer que jamás iba a poder cantar como él. “Then
came hallelujah sounding like Ophelia for me in my living room, so
kiss me, my darling stay with me till morning. Turn back and you will
stay under the Memphis syline” canta Rufus en lo que
probablemente sean los versos más bellos que se hayan escrito en
tributo al enorme cantautor ahogado en el rio Wolf. Después el
homenaje continúa con su versión del “Hallelujah” de Leonard
Cohen, incluída en la soundtrack de “Shrek”, canción de la cual
Buckley hiciera su versión más conmovedora.
Tratándose
de un artista confesional, resulta extraordinario como consigue
transmitir los estados de ánimo que dispararon e impregnaron el
momento de la creación de sus canciones, a sus versiones en vivo, y
por consiguiente, al público. Podría decirse sin exagerar que Rufus
Wainwright no interpreta sus canciones, sino que las revive. Todos
los temas de “All days are nights: songs for Lulu”, por ejemplo,
fueron escritos durante la agonía de su madre (la cantautora
canadiense Kate McGarrigle), y los suplicantes versos como los de
“Martha”, dedicada a su hermana, conmueven hasta el llanto. Los
climas se contagian, las vivencias se comparten y el extraordinario
registro vocal de Wainwright se convierte en un condimento exquisito
y distinguido que adorna todas esas historias que encadenan el relato
que conforma su propia vida. Pero como dije antes no todo fue drama,
y una anécdota sobre un fetiche barato termina con “California”
tocada en una guitarra de Hello Kitty. Y en “Going to town”,
Rufus ironiza a lo Zappa sobre el sueño americano.
Los
últimos años en la vida de Rufus Wainwright han sido muy movidos.
La muerte de su madre en 2010 fue lo que más prolíficamente signó
su obra, pero también en 2011 nació su hija Viva (concebida junto a
Lorca Cohen, hija de Leonard y amiga de infancia), y en 2012 se casó
con su pareja Jörn Weisbrodt. Esos elementos se aúnan en “Montauk”
en donde Rufus le canta a su hija sobre su futuro con dos padres (One
day you will come to Montauk and see your dad wearing a kimono and
see your other dad pruning roses) para terminar citando al
espíritu de su madre muerta (One day years ago in Montauk lived a
woman now a shadow, there she does wait for us in the ocean ) en
una de las melodías más bellas que haya compuesto. Después
estremece hasta el dolor con “Zebulon”, (My mother's in the
hospital. My sister's at the opera. I'm in love but let's not talk
about it. There's so much to tell ya. I believe in freedom. Freedom's
apparently all I need but who's ever been free in this world? Who has
never had to bleed in this world? ), y como si en un click fuese
capaz de transformarse, termina el concierto risueño y divertido con
“Cigarretes and chocolate milk”.
Para los bises guardó
dos de sus clásicos como son “Poses” y “Foolish love”,
primera canción de su primer disco de 1998. Parecía que todo
terminaba allí, Rufus ya había recogido las flores que le arrojaron
al escenario, más algún CD de algún osado e iluso artista local, y
la gente se aprestaba a buscar sus abrigos para volver a enfrentarse
con la lo polar. Pero tal vez allí afloró aquella imaginaria
comunión que yo imaginé a raíz de la inexplicable remera de Sumo,
y Rufus volvió al esceanario para despedirse en frances haciendo “La
complainte de la butte”, la canción de Jean Renoir que grabara
para la banda de sonido de “Moulin rouge”. Ese tipo de atenciones
son las hacen que uno se sienta por un momento privilegiado y
especial. Perfecto final para el concierto de un músico que coquetea
con el musical casi tanto como con la ópera, y que hace de cada
melodía una auténtica y compleja artesanía. Y la voz, claro. Esa
voz imposible que me convence de que si hasta ahora no se me había
dado por cantar, después de anoche cualquier intento tendrá todavía
menos sentido que antes.
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