Fabian Casas se me adelantó a la
idea con la que yo me paraba ante “The wall” antes de estos shows: quién
escucha hoy The Wall completo? se preguntó en su nota para Rolling Stone. Y
allí surge la principal incertidumbre frente a la obra de Roger Waters: cuál es
su grado de actualidad, pasados más de treinta años de su aparición? Y para
responder esto habría que encontrarle un significado a una obra que con el
tiempo se fue resignificando (sola o a la fuerza) y que como toda obra de arte,
sobrevive diferente a partir de cómo afecta a cada uno de los seres que se
exponen ante ella. Y es que aquel alerta sobre el fascismo y el rock, aquel
compendio de miedos y fobias a la crueldad de las masas y los poderes absolutos
se ha transformado en un combo que incluye paralelos con el muro de Berlín,
Madres de Plaza de Mayo, Malvinas, y que motiva aportes periodísticos
tanto de Alfredo Rosso como de Catalina
Dlugi.
En mi caso yo soy de la generación que pudo disfrutar tanto de los
Pistols como de Floyd sin culpa alguna. Llegué adolescente a las trasnoches del
Select Lavalle para ver decenas de veces una película que de antemano me habían
anticipado que me iba a costar entender. (Aunque confieso que en materia de
trasnoches yo prefería la película de Zeppelin en el Lara, la cual requería
menos dedicación intelectual y solo la necesaria concentración para estar
atento al momento en que Bonzo Bonham le palmeaba el culo a una vaca). Entonces,
cómo pararme frente a The Wall hoy, cuando la obra ha tenido un recorrido
sinuoso, tan sinuoso como mi propio recorrido de vida, sin hacerlo con un
espíritu crítico, en el buen sentido de la palabra? Da la impresión que a Waters lo supera la dimensión de su obra y que
por algún motivo (desde el económico que le adjudican los más escépticos hasta
cierto exceso de ego) necesita adaptarla a los tiempos como forzando
(innecesariamente según mi parecer) su carácter
inmortal. Es cierto, él la pensó así de descomunal desde un comienzo y
hoy la tecnología le permite ponerla en práctica tal cual su mente la ideó hace
más de treinta años. Pero volver a abordarla significa necesariamente
acondicionarla al presente, asumiendo todos los riesgos que eso implica. Y yo,
mas allá de todos estos cuestionamientos que tienen más que ver con la
pretensión del propio británico que con la obra en sí, que crecí con la
película, que escuché cientos de veces el disco y que soñé con estar frente a
semejante monstruosidad, me olvido de todo y por un momento me propongo pararme
frente al concierto desde la más absoluta inocencia.
Y ahora que pasé por la experiencia de reencontrarme con The Wall en
su versión más desmesurada, me doy cuenta que todas esas inquietudes previas
bien pueden quedar a un lado. Porque basta que empiece a sonar “In the flesh”
para que comprenda que por primera vez no estoy enfrente de nada, sino adentro
de todo. En el medio del sueño, o pesadilla como más guste, de Roger Waters.
Porque los sonidos llegan de todos lados, los helicópteros están encima de mi
cabeza, las bombas me estallan debajo de los pies, los gritos suenan adentro de
mis oídos y las ráfagas de metralleta apuntan directo a mi pecho. Va a volar un
avión y se va a estrellar sobre la pared aún inconclusa, y la adrenalina
empieza a recorrer las venas creando un estado de éxtasis que durará por varios
minutos y que no va a decaer hasta que las propias energías en baja de Pink
contagien el estado letárgico del encierro.
Dos premisas a la hora de narrar: la primera es que las sensaciones
que se viven dentro del estadio son tan complejas que las palabras no alcanzan,
por lo que no vale la pena intentarlo; la segunda es que siendo The Wall una
obra tan conocida no tiene sentido escribir sobre su argumento. Solo decir que
está todo: la marioneta gigante del profesor, el coro de niños atacándolo (Roger
convocó a chicos de villas de emergencia para cumplir este papel), la madre
sobreprotectora vigilando a Pink por sobre uno de los extremos del muro, la
guerra, la muerte, la lujuria y el engaño representados en la inolvidable danza
de flores devenidas en acto sexual y luego en alambres de púa. La pared
grafiteada por las proyecciones sirve para repetir consignas contra los poderes
de todo tipo y además nos alerta: el miedo construye muros. Incita a descreer de
los gobiernos, denuncia desigualdades, recuerda víctimas de las guerras
reflejando sus rostros y fechas de nacimiento y muerte. Y señala enemigos, como
cuando las bombas despedidas desde los aviones son representadas con símbolos
de corporaciones multinacionales y
religiosos (la estrella de David, la luna árabe y la cruz católica que, unidas,
en Madonna y en Bono significan paz y concordia, aquí son balas asesinas). Tal
vez allí, en esa ampliación del campo abarcativo de la obra, es en donde surgen
las inevitables contradicciones. Por ejemplo, pienso en que la primera
reinvención de The Wall se hizo carne
para, aprovechando la analogía entre muros, saludar los mazazos que en
Noviembre del ’89 dieron por tierra con el muro de Berlín; y anoche en River pude ver como la palabra
“capitalismo” escrita con la tipografía de Coca Cola, era señalada desde la
denuncia. Entonces me pregunto: no fue acaso la caída del muro de Berlín el
mayor símbolo del fin del mundo bipolar y de la consagración definitiva (definitiva?)
del capitalismo como sistema? Paradojas.
Pero además están las canciones, que por la respuesta negativa a la
inicial pregunta de Fabián Casas (hoy por hoy nadie escucha The Wall entero,
aceptémoslo), retornan a mis oídos con la capacidad intacta para estremecer.
Porque además de todo lo que gira a su alrededor, The Wall es un compilado de
excelentes canciones que más allá de toda la parafernalia se defienden, y muy
bien, por sí solas. O acaso no nos estremecimos cuando Eddie Vedder nos cantó
“Mother” en La Plata, alejado de cualquier contexto y pretensión conceptual? Y
allí están entonces la emotiva “Goodbye blue sky”, la fuerza de “Young lust” y
el carácter irresistible de “Another brick in the wall pt.2”. Todo esto en la
primera parte del show, que luego de los giros, malos días y desequilibrios,
finaliza con un Waters agónico anunciando “Goodbye cruel world” asomado por el
último hueco de la pared, que luego se cierra por completo. Muchos años atrás
en ese momento yo me levantaba a dar vuelta el cassette. En River es intervalo,
veinte minutos libres para llegarse hasta el merchandising, por si faltaban
contradicciones.
En la segunda parte, por la lógica continuidad del relato, la
adrenalina cae. “Hey you” es cantada por un Waters invisible, que solo
reaparecerá en un hueco en la pared para hacer solo con su guitarra “Is there
anybody out there?”. Luego, en otro hueco que se abre, la intimidad de una
habitación solitaria arropa la desolación de “Nobody home”. En este tramo, con
el muro cubriendo por completo el escenario, el centro de la atención está en
las proyecciones. Roger Waters es entonces un actor que encarna la debilidad y
la autodestrucción de Pink. Llega el esperadísimo “Confortably numb” y Waters
(Pink) golpea el muro que se despedaza imaginariamente, logrando la imagen más
impactante desde lo visual de todo el concierto. Pero “The show must go on”, y
con el regreso de “In the flesh”, caen las banderas con los martillos cruzados
vistiendo los muros, y el encierro se transforma en la despiadada recreación
del imaginario nazi. Crecen la paranoia y las persecuciones, y todo deriva en
un “Run like hell” con una cámara (“Big Brother is watching you” alerta el
muro) que desde la pantalla central y circular que asoma por sobre la pared, controla
a un estadio pasmado, mientras el cerdo inflable que repite las consignas del
muro, sobrevuela la platea, y la imborrable imagen de la marcha de los
martillos transita un escenario dominado por el rojo y el negro. Todo este
tramo termina con Roger enfundado en cuero y su brazalete identificatorio
ametrallando al público.
El tramo final es la versión ampliada de la película de Alan Parker,
porque la espera de los gusanos y el juicio impiadoso es representado casi
exclusivamente con las imágenes del film. La banda ya toca completa al frente
del muro, que con Pink condenado a vivir entre sus semejantes y al grito masivo
de “tear down the wall”, finalmente se
derrumba dejando al escenario con la apariencia de una terrible devastación,
pero con el espíritu optimista que precede a toda reconstrucción. Los músicos
se adelantan a los ladrillos derribados, Roger Waters con su trompeta inicia la
melodía de “Outside the wall”, y mientras nosotros aplaudimos de pie, los
músicos se retiran de a uno, presentados por un Roger Waters que no deja de
agradecer. En la lenta marcha de salida, más de uno que pagó $ 1400 y que
vuelve a la seguridad de su barrio cerrado, no reparará en que minutos antes
aplaudía a rabiar la sentencia que obligaba a Pink a vivir junto a sus semejantes.
Pero no es tiempo de detenerme en señalar más contradicciones. Me voy de River
anonadado por el tamaño del espectáculo que acabo de presenciar, con la poco
convinente conclusión de que ya nadie escucha The Wall entero, porque hace rato
que The Wall ha dejado de ser solo un disco de una gran banda de rock; y
recordándome adolescente tallando con la punta de un compás en el viejo pupitre
de madera aquello de “Solos o en pareja, los que de verdad te aman caminan
fuera de la pared”.
3 comentarios:
Hace poco leí una definición de Borges sobre qué es un clásico que creo bien puede amoldarse a este disco de Pink Floyd. Cuando veas la palabra "libro", cambiala por "obra artística" o bien por "disco".
"Clásico es aquel libro que una nación un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin termino."
De todos modos la escena que más me gusta de The Song Remains the Same es cuando John Paul Jones se entera que tiene que tocar al día siguiente: "This is tomorrow...tomorrow...tomorrow..."
No voy a negar la espectacularidad del asunto, que The Wall es un discazo y una gran película, que Pink Floyd fue una banda fundamental y todo eso, pero... qué sé yo... me recuerda a George Lucas y sus interminables correcciones y relanzamientos de Star Wars, me dan ganas de gritar "¡Como lo hiciste la primera vez te quedó perfecto, no lo toques más, dejalo así, no lo arruines!"
Qué sé yo, un artista tiene todo el derecho del mundo en reinterpretar y revisar una y otra vez su obra cumbre pero... pero el hecho de que Waters no haya hecho otro disco significativo desde The Wall y que Lucas ni siquiera haya hecho otra película fuera de Star Wars no me deja ver el asunto sin una mirada crítica prejuiciosa.
Qué sé yo, tendría más sentido que Peter Gabriel pusiera nuevamente en escena The lamb lies down on Broadway. Al fin y al cabo el tipo tiene una obra solista superadora a Genesis.
Pero a lo mejor es sólo la envidia y el autoengaño los que hablan por mí.
junto a mi, en la Sívori baja, había un padre de unos 40 largos con una hija de apenas 10. no lo escuché relatarle, traducirle, ayudarle a interpretar, generarle preguntas. Me fui pensando qué show ve el que no tiene la referencia de la peli...
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