Si bien el show de Richard Coleman en el Opera estaba
programado desde unos meses antes, el mediodía del 4 de Septiembre le cambió el
signo por completo. La muerte de Gustavo Cerati llevó a que todos, artista y
público, concurramos al Opera bajo un espíritu diferente al que lo hubiésemos
hecho en otras condiciones. Encima durante el día la noticia de la muerte del
negro Garcia Lopez. Y Chaban (polémicas al margen, nombre ineludible en la
movida cultural que nos moldeó en lo que hoy somos) que otra vez tambalea. Una
serie de noticias como trompadas cuyo efecto podría ser demoledor si el
instinto no nos guiase, como un boxeador acorralado, a la tozudez de seguir
hacia adelante. Más música, más reuniones, más celebraciones del arte y la
vida. Y si había alguna duda de si este espíritu era el mismo que a Richard
Coleman le interesaba invocar para su gran noche en la calle Corrientes, el
programa oficial que contaba de sus inicios como oyente, plomo, y como músico “a
pulmón” terminaba así “Esta noche mi
amigo está en la platea más alta. Creo que estamos todos. Gracias por venir”.
No había manera de no arrancar sin morderse los labios.
Tal vez resulte injusto arrancar la crónica con esta
descripción de sentimientos para un artista que después de treinta años de
carrera se encuentra en una inédita espiral creciente de popularidad (a los
Massacre, el otro ejemplo similar, les llevó algo menos), porque no hay dudas
que su etapa solista con dos discos menos oscuros (“Siberia Country Club”, pero
especialmente “Incandescente”) y una inspiración de altísimo vuelo a la hora de
la composición le abrieron el merecido camino. Pero así se dieron las cosas, y
como si a esa dualidad (masivo/culto, oscuridad/luz) fuese necesario invocarla
en la noche, Richard abrió el show con su versión de la desgarradora confesión
deNeil Young en “Down by the river”.
La puesta fue sobria. El escenario gigante fue
ocupado apenas por los músicos y unas tarimas elevadas en donde Leandro Fresco
en teclados y un cuarteto de cuerdas, subieron para ponerle color a “Incandescente”, una de las mejores
canciones de amor en tono nostálgico que se hayan compuesto por acá. La banda, que ya tiene bastante tiempo tocando
junta, suena ajustada. Y con el correr del show sabrá apretar los dientes y
destilar delicadeza en los casos que cada una corresponda. Bodie Datino en
teclados es el lugarteniente perfecto. La base de Daniel Castro y Diego
Cariola, y la guitarra de Gonzalo Cordoba, son el resto de los músicos sobre
los cuales se apoyan Richard Coleman y su voz en excelente estado, para dar lo mejor de
sí a lo largo de la noche.
En el primer tramo del show “Incandescente” acaparó
la lista. “Lo que nos une” (“una risa más, una anécdota, y cosas que no
llegaron a pasar”, imposible no pensar en Gustavo), “Perfecto amor” y “Corre la
voz”. A Coleman se lo notó de buen humor, y aunque sin la extensión de los
shows íntimos que dio en Ultra Bar, también con ganas de hablar. “Este es el
Coleman bueno”, nos recuerda en un momento, como para que tengamos presente que
no siempre fue, ni será, todo tan agradable. Y después de “Normal”, (en Siberia
toca Cerati. Gustavo, siempre Gustavo), una sorpresa: la TREMENDA versión de “Computer
world” de Kraftwerk.
Había que dosificar los climas. “Caravana”, el tema
de “Ahí Vamos” sirvió para la primera emoción de la noche. “Gus está viendo el
show, así que voy a tocar bien y a decir estupideces” nos dice Richard al
final, aunque bien uno podría pensar que se lo está diciendo a sí mismo. “To
bring you my love” de P.J. Harvey fue otro de los covers de ayer. Ese nacer en
el desierto, esa tristeza de años, y la odisea de atravesar infiernos mares y
montañas, para entregar su amor. Cambien amor por música, y bien podría ser una
parábola de la carrera de Richard. Y el momento de mayor emotividad se consumó
cuando después de una versión acústica de “Azulado”, con Coleman solo sobre un
escenario apenas iluminado, la gente comenzó a aplaudir, mezcla de devoción y
respecto, y alguien gritó por Gustavo. Entonces Richard también aplaudió y
mirando al cielo, estuvo a punto de quebrarse.
“Qué haremos con tantos temores, con tantas dudas” arranca el “Hamacándote”
con el que continuó el concierto. No sé si fue pensado, pero no había mejor
manera de describir lo que pasaba adentro del Opera.
Después de una versión electroacústica de “Heroes”,
llegó otro invitado: Alejandro Lerner, encargado del hipnótico y seductor teclado
de “Cuestión de tiempo”. Y un viaje al
pasado que los fans más fieles y cuarentones todavía estamos agradeciendo:
Fricción (“A veces llamo”), Los Siete Delfines (“Never du nozin”), otra vez
Fricción (“Durante la demolición) y “Es tan celosa” como para encaminar el show
hacia el arrollador cierre que nos tenía preparado: “Como la música lenta” y “Fuego” con Daland de La Armada Cósmica
como último invitado.
Para el tiempo de regresar al escenario, el aura de Gustavo que durante varios momentos
había sobrevolado el show, se había dispersado. O mejor dicho, se había hecho a
un lado para dejar fluir a Richard Coleman en su mejor versión. Hubo dos temas
más, “Momentos de cambio” y “Turbio elixir” para cerrar una noche de
consagración tan tardía como merecida. “Acá hay gente que me ha salvado la vida”
había dicho Coleman una hora y pico antes, cuando el espíritu de pub lo había
asaltado en medio de una noche masiva. Y aunque en el tamaño del teatro tal vez
se haya dificultado el reconocerse, muchos pudimos haber dicho lo mismo. Por lo
menos, y especialmente, del artista que abrazado a sus músicos saludaba
despidiéndose. Porque en definitiva, de
eso se trata la música. De los hechizos que nos permiten estar aquí aunque el
cuerpo siga allí. De amores perfectos. De recuerdos incandescente. De salvar
vidas siendo héroes, por al menos una puta
vez.
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