Llegar
a River un viernes a la noche es una auténtica odisea. Hay demasiados autos en
la ciudad, todo bien con la producción record, pero hay que hacer algo. No sé,
voltear iglesias para ensanchar calles podría ser una buena medida, pero no sé
si alcanzaría. La cosa fue que llegué como nunca sobre la hora del concierto
después de haber caminado desde Vertiz y Pampa en tiempo record. (Suelo caminar
rápido, pero a veces temo que en el abuso termine pareciendo esos competidores
que participan de las carreras de marcha en las olimpíadas, moviendo el torso
de manera ridícula. Si alguna vez me ven haciendo eso...please, kill me). Además
llegué con el convencimiento que después de dos noches albergando a Jutin
Bieber, el Monumental iba a tener las butacas mojadas por las fans adolescentes
del canadiense, así que en el camino solo me detuve a hacerme de una buena
dosis de carilina. Ni tiempo tuve de acomodarme, ni siquiera de pedir la
ampliación del límite de la tarjeta de crédito para poder comprar la botellita
de agua que te venden a veinte mangos, porque no había terminado de recuperar
al aire cuando se apagaron las luces y Eric Clapton arrancó el concierto con
“Key to the Highway”.
La
relación entre Eric Clapton y ese estadio me producen una nostalgia muy particular.
Su concierto del año ’90 fue el primer recital de una primera figura internacional
que vi en mi vida, en una época en que no abundaban ni los conciertos ni el dinero
para pagar las entradas. Pero mas allá de la distancia en el tiempo, Clapton
llegó esta vez desde etapas muy diferentas. Aquella vez con un “Journeyman”
caliente rotando en las radios. Un disco que lo había sacado de la monotonía liviana a la que lo había
sometido Phil Collins y dueño un puñado de hits imbatibles, como el
irresistible “Bad love”. Esta vez, en la etapa avanzada de su carrera, Eric
Clapton llega después de varios gestos de regreso a las fuentes: el disco con
J.J. Cale, el homenaje a Robert Johnson, el reencuentro con Stevie Wonwood, el
reciente trabajo con Winton Marsalis, y un disco que por título lleva su
apellido, y que de haber sido editado en la etapa de apogeo de su carrera,
nadie dudaría de calificar de clásico infaltable en cualquier discoteca. Así
que el concierto estuvo signado por un saludable impronta blusera, en una noche
que tuvo su primer estallido con “Hoochie Cookie man” y con “Old love” su
primer momento de magia.
No
puedo evitar las comparaciones con aquel concierto de veinte años atrás.
Aquella banda tenía una fuerza rockera demoledora. Esta vez Clapton llega con
una banda que lo tiene como único guitarrista, y a la que las voces de Michelle
John y Sharon White, más el hammond de Tim Carmon (la segunda gran figura de la
noche) le otorgan una impronta que tiñe las versiones de una cadencia soulera
que les hace dueñas de un encanto especial. La banda se completa con el piano
de Chris Stainton, el bajo de Willlie Weeks, y tiene como baterista a nada
menos que Steve Gadd (que andará dando alguna clínica en Buenos Aires, algo que
también hará otro percusionista ilustre que nos visita por estos días: Ian
Paice). La voz de Clapton se sigue escuchando reconocible, aunque ha perdido
lógicos matices. Es el oficio y la ayuda de las inestimables coristas lo que
hace que uno se olvide rápidamente de este detalle.
A
una excelente y festejada versión de “I shot the sheriff”, siguió el momento
que tal vez haya sido el punto culminante del show: Eric Clapton sentado con su
guitarra acústica y las descarnadas versiones de “Driftin’ blues” y “Nobody
knows you when you’re down and out”. Blues en estado salvaje. Primal. La música
negra como lamento y salvación, en la simpleza de doce compases. Nada se puede
agregar a todo lo que se haya dicho de la manera en que el guitarrista
británico se adueñó de la música negra y la forma en que la encarna como
propia. Nada que se pueda agregar, aunque oyéndolo tocar uno tenga ganas de
decir todo eso de nuevo, y más también. Pasaje extraordinario de la noche, y
unos de esos instantes en los que uno se siente un auténtico privilegiado por
haber podido presenciarlo. Después Eric siguió sentado, pero ya con la
stratocaster devolviéndolo a la electricidad, e hizo una bella versión de “Lay
down Sally”, más “When somebody thinks you’re wonderful”, el único tema que
interpretó de su último disco. Cerró esa parte del set con la versión lenta de
“Layla”, interesante como broche a la intimidad, pero que jamás logrará
convencerme del todo. Y estoy seguro que desde algún lugar de la eternidad,
Duane Allman me apoya en esta opinión.
El
cierre fue a puro clásico y emoción. Primero “Badge” mientras las pantallas
mostraban a un tipo luciendo orgulloso la remera de “Disraeli gears”, y luego
los suspiros con “Wonderful tonight”. Pero la noche venía blusera y Bo Diddley
y Robert Johnson dijeron presentes cono “Before you acusse me” y “Little queen
of spades”, versiones en las cuales la banda se lució como nunca, con momentos
solistas de Chris Stainton, Tim Carmon, y el propio Eric, de altísimo vuelo y
que resultaron fascinantes. Luego “Cocaine” como broche de oro. Oro blanco, si
querés. Pero oro al fin.
Mientras
la banda recuperaba el aire y esperábamos los bises, yo me quedé pensando que
el show que acababa de ver no era para un estadio. Mas allá del campo con
butacas y todos los etcéteras posibles en cuanto a la relación entre entradas
cortadas y precios, la verdad fue que me quedé con la idea de que la magnitud
del lugar le había quitado parte de la magia al show. De todas maneras, después
de dos noches de Justin Bieber, el estadio necesitaba un hechizo que lo saqué
de tan mala influencia. Enrealidad, varios son los hechizos que se deben
quebrar en el Monumental en estos tiempos. Y otra vez regresé mentalmente a aquel concierto del año ’90, a aquella
versión de “Croassroads” salvaje, poco emparentada con la bien blusera que
empezaba a sonar ahora como despedida, mientras la encrucijada me llevó a
recordar la sucesión de vueltas olímpicas en continuado que siguieron en los
años inmediatamente posteriores al primer concierto. Y entonces siguiendo la
orden de Mr. Johnson y el espíritu de la guitarra de Clapton, me digo que tal
vez la solución esté en un pacto fáustico. Y entonces dispuesto a vender el
alma, pido una aguja, me pincho el dedo, y mientras me voy cantando “I went
down to the crossroads, fell down on my knees”, pregunto: dónde hay que firmar?
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