Que
River no haya jugado el domingo me vino fenómeno. Tenía muchas ganas de ver a
Octafonic en vivo y un show en La Trastienda era una oportunidad ideal. Correr
desde Nuñez ajustando los horarios hubiese resultado engorroso, así que como el
calendario de AFA se puso de mi lado, y aproveché la ocasión.
Confieso que tardé en escuchar “Monster”. No por
desconfianza a las críticas que no escatimaban en elogios de manera unánime (eso
a veces me resulta sospechoso) sino porque venía privilegiando a la hora de
elegir música a la canción en su formato más desnudo, más despojado de arreglos.
Había sí escuchado algunos temas y sabía de antemano que cuando me sumerja en
el disco, me iba a abstraer en él por un buen tiempo. Y fue la visita de
Dweezil Zappa la que me terminó de dar
la excusa para hacerlo, porque fue la que me sacó momentáneamente del espíritu
fogonero. Y nadie que exponga sus sentidos ante “Monster” podrá resistir la
necesidad imperiosa de ver su concreción en vivo.

Mucha gente en La Trastienda, todos parecían haber
cumplido con sus niños en su día, y se habían liberado de las obligaciones. Eso
habla un poco de la edad promedio del público, aunque también hubo muchos jovenes,
que por lógica resultaron los más entusiastas al ahora del agite. El origen
jazzero de Nicolas Sorin pudo haber sido en un principio una guía para la gente
que se acercara a la propuesta de Octafonic, pero el recorrido del grupo (hoy
de nueve integrantes) ya ha dejado en claro hace rato que es lo que se va a escuchar
y nadie podrá hacerse el sorprendido.
Cuando el telón se descorrió los integrantes del
grupo tenían cubiertas sus cabezas con los gorros de sus buzos y en pose de
meditación dieron inicio al show con “Mini buda”. Sus brazos levantados a la
altura de sus hombros rápidamente trocaron por movimientos sincopados que
seguían al machacante riff que guía el tema. Nada de concentración, la noche proponía
liberar energías.

A la hora de citar influencias de Octafonic, el
espectro es muy amplio, pero si alguien pretende trazar una guía en primer
lugar aparecerá el inquieto nombre de Mike Patton. Sin embargo si hay un
adjetivo que le cabe a la perfección, y que al mismo tiempo también deparará
nombres que alguna vez fueron merecedores de la misma particularidad, es el de
inclasificable. Cuando en el segundo
tema Nico Sorin canta belicoso “Yo are so plastic” resulta imposible no
linkearlo con el “Plastic people” de Zappa (y por consiguiente, si uno pretende
ir más allá todavía, con el Plastic People of The Universe de la vieja
Checoslovaquia). Aunque desde lo
musical, será en “Adiós” (uno de los temas que no están en “Monster” y que
forman parte de sus repertorio en vivo) el momento en el que resulte más
apropiado citar el influjo del gran Frank.
El vivo de Octafonic es la versión exagerada del
disco: cada actitud sobre el escenario pareciera responder a la pretensión de
llevar la propuesta todavía un paso más lejos. En “Wheels” aparece medio de
sorpresa Lula Bertoldi para el grito
final, antes de un prolongado beso con Nicolás. “Monster” devuelve la versión
más “industrial” de la banda, que por momentos se prueba el traje de progresiva,
pero que en la suma de capas, sonidos, arreglos, efectos y voces procesadas,
convierte la música en algo desmesurado. Y aunque esa calificación alguna vez
pueda tener connotación negativa, en este caso créanme que es todo elogio.

A veces el ritmo baja un poco (“estamos viejos” jura Nico
Sorin, casi en chiste, como cuando define al grupo como una “bandita de jazz”),
y la música adquiere pasajes hipnóticos, como en ese sueño entrañable que se
vuelve pesadilla matutina, que es “I’m sorry”. En ese tramo del show aparecen
los temas más “accesibles” aunque esa palabra solo pueda concebirse dentro del complejo
e impredecible universo de Octafonic. “Whisky eyes”, “Love” fueron algunos de
los temas de “Monster” que tocaron anoche, y además estrenaron un “Dance, dance, dance”
instrumental que sigue la guía de lo ya conocido, con una línea de bajo inicial
que invita al bailoteo.
A lo largo de la noche hubo momentos para lucimientos
solistas, pero en ningún caso con demasiadas estridencias. La batería de
Ezequiel Piazza se lució al final de “Monster”, los vientos antes habían armado
su propio pasaje musical, mientras que la guitarra de Hernán Rupolo recurrió
más a los pedales que a la digitación. Pero es en momentos como en el oscuro y
pesimista “Over” (al que podría linkearse tranquilamente con NIN) en donde la
banda pareciera encontrarse a pleno gusto descargando toda su potencia, con
cada uno de los sonidos complotados para concretar ese sonido compacto y arrasador que los caracteriza.

Hacia el final quedó “Fool moon”, que arranca casi
bailable, y que deviene en un pasaje psicodélico en donde toda la banda
pareciera suspenderse en una nube sonora para con un click volver de inmediato
al irresistible ritmo funk deforme del tema. Y cumplieron con el cover
anunciado en notas de prensa de la semana, con un “Happiness is a warm gun” que les sentó a la perfección y se adaptó con
comodidad al sonido y clima de Octafonic. Para el final guardaron el efusivo y
visceral “What?”, donde otra vez aparece su versión más cruda, atemperada por
un intermedio que amaga con el hip hop, y que renuncia ante el envión
descomunal del riff machacante de pulso industrial. El saludo final y las luces
que se iban encendiendo dejaron en claro que no habría bises.
Al salir, por Balcarce iba llegando el público reggae
que se aprontaba para el show de trasnoche. Y mientras la seguridad apuraba
para que no nos volviésemos y despejemos la zona con rapidez, yo me fui
pensando en la cantidad de velas que iban a tener que quemar los rastas para
contrarrestar la energía que había quedando rebotando adentro. Si la hierba les
resultó o no, que se los cuente otro. A esa hora yo me fui a tomar un vino.