“Viendo pasar los
momentos que componen un día monótono, desperdiciás y consumís
las horas de un modo indecoroso, vagando de aquí para allá por
alguna parte de tu ciudad, esperando que algo o alguien te muestre el
camino”. Gilmour canta el clásico de “Dark side of the moon” y
ese escenario poblado de luces, sonidos e imágens no puede ser otra
cosa que ese camino que uno anduvo buscando durante horas (y acá
también vale decir días y hasta años), en uno de esos viernes en
los cuales la ciudad y sus accesos te agobian, te aplastan y te
derrumban. Era el primer tema de los bises, o del tramo de despedida
mejor dicho, del demoradísimo debut de David Gilmour en Buenos
Aires. Nadie, nadie podía mover sus pies del suelo (un suelo que
bien podría ser la alucinación de unos pies desacostumbrados a
flotar), atentos a un escenario que despide “Time” con el reprise
de “Breathe” en un decaimiento letárgico, para dar comienzo a
“Confortably numb”, que al momento de su cénit con el solo más
famoso de la historia, mostrará a Gilmour rodeado de lasers, primero
verdes, luego rojos, con miles y miles de pares de ojos sin poder
despegarse de una escena que configura un auténtico aleph borgeano.
Allí estuvo concentrado en ese instante, el universo todo. Cuerpos
cansados, entumecidos, tajeados por una fresca insólita que se
levantó durante la tarde y que llevó a que el merchandising se
quedara corto con buzos que costaba $500, cuerpos confortablemente
adormecidos por una música eterna, repetida hasta el hartazgo en
equipos de música durante años, y que consumada sobre un escenario,
seguramente habrá convencido a más de uno de que ese sería su
último recital. Un “ya está, después de esto ya lo vi todo”
bien podría haber sido el juicio unánime de una noche inolvidable a
la que cualquier adjetivo le resultará corto.
Tres horas antes, con
media hora de demora y mientras miles de personas todavía pugnaban
por ingresar al predio, Gilmour se había subido al escenario apenas
iluminado, y cuando en “5 A.M.” (la breve pieza instrumental que
abre “Rattle that lock”) sus dedos estiraron la primera nota
alcanzando el sonido inconfudible que lo identifica, todos entendimos
que la noche sería única.
Yo había llegado con
tiempo. Aunque los vagones del ferrocarril Mitre venían atiborrados
de gente, resultó la mejor opción para acercarse al Hipódromo de
San Isidro. Si la salida hacia zona norte desde la ciudad, los
viernes es más complicada que de costumbre, con el recital masivo de
por medio, ayer lo era aún más. Panamericana atascada, y la Avenida
Marquez a paso de hombre. A tal punto que estaba terminando la
primera parte del concierto, y todavía seguía entrando gente. Una
de las peores organizaciones de las cuales tenga memoria, y eso que a
mí no me tocó sufrirla. Considerando el lugar, el día y la hora
del show, jamás se tomó previsión de facilitar accesos e invitar
a la gente a desistir del uso de autos (combis, micros, como se ponen
en el Lollapalooza, por ejemplo, hubiesen servido para ese fin). Si
bien es cierto que desde el lado de Libertador se accedía algo más
facil, eso solo servía para llegarse hasta las afueras del predio.
Ya sobre Marquez todo confluía hacia una única entrada, formando un
embudo gigantesco, por el que si bien el andar era fluido, jamás iba
a alcanzar para permitir el acceso a tiempo de miles de personas que
llegaban sobre la hora del show. Y encima, una vez ingresado el
Hipódromo, para llegarse hasta el sitio destinado al concierto,
había que pasar por un segundo embudo en el que confluían los que
íbamos a campo con los de las plateas sin numerar. Un despropósito
que ni siquiera sirvió como medida de seguridad: el ingreso fue sin
cacheos ni revisiones de mochilas y carteras. A mí me generó
incordio, a mucha gente la privó de casi medio show.
Un punto a favor en
medio de esa desorganización, fue el sonido. En un predio abierto y
una noche ventosa, a más de cien metros del escenario la música
llegaba con una calidad de audio digna de un teatro. Jamás se “voló”
una nota, jamás decayó el volumen, los climas desde hipnóticos e
íntimos hasta los psicodélicos y épicos se transmitieron de forma
asombrosa. Y ese punto, sumado a la buena cantidad de pantallas
dispuestas a lo largo y ancho del predio, hicieron que en ese sentido
nadie salga defraudado.
Para cualquier fan de la
música en general y de Pink Floyd y todo lo que lo rodea en
particular, el solo hecho de leer la lista de temas, le bastará para
tomar conciencia del pedazo de concierto al que asistimos. El
comienzo fue tal cual “Ratlle that lock” el último trabajo de
David Gilmour que lleva apenas un puñado de meses en la calle. Pero
cuando la guitarra de 12 cuerdas hizo reconocible los primeros
acordes de “Wish you were here”, los corazones empezaron a sentir
los primeros síntomas del cimbronazo emocional al que quedarían
expuestos.
El show se dividió en
dos partes, con un intermedio de unos veinte minutos. La primera
parte tuvo a “Rattle that lock” como protagonista, con “Money”
(en una semana tan especial en la Argentina, que si uno no supiera
que el tema ya integraba la lista de la gira, pensaría que fue
incluida a propósito), “Us and them”, y más tarde, ya citando a
ese Floyd que tiene más de Gilmour solista que de Pink Floyd (con
perdón de Manson y Wright) , “High hopes”.
El escenario estuve
presidido por el reconocible círculo rodeado de luces, tan típico
de los shows de Pink Floyd en los '90, dentro del cual se proyectaban
imágenes alusivas a los temas, y también primeras tomas de Gilmour
y sus músicos. Las luces alrededor de él hicieron el resto.
La segunda parte del
concierto abrió con “Astronomy domine”, e iluminación y música
construyeron un momento lisérgico que nos elevó los sentidos para
que “Shine on you crazy diamond” nos sostenga en el aire por vaya
uno a saber cuánto tiempo. Desde algún sitio tan incierto como
embriagante, Syd Barret nos guiñaba un ojo.
Si hubo algo que sucedió
anoche mientras uno presenciaba el concierto fue que las nociones de
tiempo y espacio se borraron. Todo ocurría recreando pasajes que la
memoria había registrado hacía ya mucho tiempo y que en ese momento
podrían ser reales o bien la concreción de esa fantasía
imaginaria. Y en ese conexto, un sol rojísimo tomó el control del
escenario durante una bellísma “Fat old sun”, mientras a mi
derecha un flaco se abría la campera para mostrarle a nadie que él
había venido con la remera de “Atom heart mother”
De allí al final
Gilmour eligió citar nuevamente al Floyd de “The division bell”
(“Coming back to life”), al de “A momentary lapse of reason”
(“Sorrow”) y presentó a su impecable banda antes de la bluseada
perla de su último disco: “The girl in the yellow dress”. A
propósito de su banda, si arriba del escenario anoche no hubiese
estado David Gilmour, le estaría dedicando un par de párrafos al
extraodinario trabajo de Phil Manzanera en la segunda guitarra.
Sumado a ellos, el curitibano Joao Mello en el saxo tuvos sus grandes
momentos en “Money” y “Us and them”. Guy Pratt en el bajo y
John Carin en guitarras, teclados y voces, fueron dos de los viejos
colabradores que lo acompañaron ayer, y el grupo se completó con
Kevin McAlea en teclados, Steven Distanislao en batería, y los coros
a cargo de Biran Chambers y Lucita Jules.
A esa altura de la
noche, la voz de Gilmour daba signos de cansacio. Algunos agudos o
tramos más melódicos eran resueltos con más oficio que entonación,
pero cada vez que la guitarra se elevaba por sobre el resto de la
banda, un manto de piadosa justicia borraba cualquier reproche
posible. Y en ningún momento el público dejó de reverenciar al
“gordo”, apodo que ya no podrá sacarse de encima a pesar de que
sus formas lo desmienten, y sus casi 70 años lo muestran en buen
estado físico.
“Run like hell” (con
Manzanera haciendo las voces de Waters, y ambos cubriendo su vista
con anteojos negros) fue el apoteósico cierre de un show que quienes
presenciamos no olvidaremos jamás, y que tendremos bien arriba a la
hora de contabilizar los highlights de nuestras vidas.
Lo que siguió fue el
tramo de cierre por donde empecé el relato. Tal vez ese insuperable
solo saliendo de los amplificadores por los cuales estalla esa
guitarra única bien hubiera valido la inversión de tiempo y dinero
que siginificó el viaje (en el sentido más amplio de su
significados) a San Isidro. Uno deseaba que no termine nunca, pero
como al Pink que protagoniza el tema, un pinchazo nos devolvió a la
realidad. En este caso la realidad cobró forma en el silencio de los
parlantes y la escena con los músicos abrazados saludando desde el
escenario. “Hasta la próxima” dijo Gilmour, y uno que todavía
no terminaba de aceptar que la primera visita se había terminado,
aún sabiéndolo improbable, le celebraba el optmista saludo final.
La hora, la ventisca y
el cansancio hicieron de la desoncentración un andar lento al que me
adelanté para evitar lo que seguro fue tan caótico como la llegada.
Un colectivo de un número de tres cifras que no me atrevo a repetir
me alejó hasta Puente Saavedra.
“De un modo relativo
el sol es el mismo. Pero vos sos más viejo, tu respiración es más
corta y estás un día más cerca de la muerte” había cantado
Gilmour en “Time”. Sin embargo, como aquél incesante led de la
tapa de “Pulse”, todos regresamos a casa sintiéndonos más
inmortales que nunca.
(Gracias Sandra Calandrino por las fotos!)