viernes, 15 de octubre de 2010

Yo la Tengo en La Trastienda

No había mejor manera de llegar a la última estación de esta serie de shows, que un poco en joda llamé Hernán Fest, pero que me impuso un ritmo al que estaba desacostumbrado. Porque esa serie que había empezado con los Pixies terminó con un espíritu parecido: bien alternativo e independiente. Anoche fue el turno de Yo La Tengo, el trío de New Jersey que desde el sello Matador viene marcando terreno desde hace 20 años en una carrera imprevisible, cambiante, que tienen como único hilo conductor el inconformismo, y al estancamiento a su mayor enemigo.
A pesar de estar el show enmarcado en el festival Pepsi Music, el clima en La Trastienda era absolutamente ajeno al espíritu festivalero. Mucha tranquilidad, poca euforia, nulo éxito del merchandising, promotoras de Pepsi casi ignoradas y una gran ansiedad por escuchar como la banda trasladaba al vivo todos y cada uno de los climas por los que transitan su discos. Y aunque dentro de su discografía, el último trabajo de Yo la Tengo (Popular songs) está enrolado dentro de los más accesibles o al menos más fáciles a primera escucha, todos estábamos predispuesto a experimentar una jornada poco habitual y lejana de los normales parámetros musicales de un grupo de rock. Bien, todo eso en lo previo, porque a partir del primer tema (Cherry Chapstick) se empezó a escuchar una de las versiones de Yo la Tengo. La del poderoso trío atestado de distorsión, la de las sobrecargas eléctricas y acoples al por mayor. Incluso, como primer sorpresa, Georgia Hubley estaba a cargo de una de las guitarras, y era James Mcnew quien se encargaba de la batería. Ya para el segundo tema, “From a motel 6”, cada uno se había ubicado en su sitio. En cuanto al repertorio, Yo la Tengo se apoya, además de su trabajo más reciente, en el anterior, “I am not afraif of you and I will beat your ass” y en el clásico “I can hear the heart beating as one”. Y sobre el escenario van rotando los roles de acuerdo a las canciones. James Mcnew toca bajo, guitarra, teclados, y percusión; Ira Kaplan pasa de guitarras eléctricas a acústicas, y teclados. Todos se reparten las voces, con lógica preponderancia de Ira y Georgia. Y para que todo esto sea posible, una especie de cuarto integrante (que jugando con el nombre del grupo y por la inmediatez de su trabajo, bien podría ser el señor Él la tiene) prepara y afina las guitarras e instrumentos a un lado del escenario, para que el ritmo del show no decaiga en ningún momento. Porque en ese comienzo, si hay algo que no tiene lugar es el descanso y el silencio. Las canciones terminan en acoples interminables, distorsiones en delay, o en acordes de teclado que se repiten en eco, para después dar comienzo a un nuevo tema. Todo esto enmarcado en una postura minimalista que resulta engañosa, porque tanto cada arreglo sutil como los climas que crecen y decaen son productos de una cuidadosa elección a la hora de manejar los momentos del show. Todo está muy trabajado y detrás de la imagen descuidada del trío se nota un ensamble que los años de trabajo le han dado una justeza extraordinaria.
Como era de esperar, los climas cambian permanentemente. Hay folk circa CS&N, aunque con menos pretensiones a la hora de las armonías vocales (The weakest part), tramos letárgicos y etéreos sobre melodías limpias (Black flowers, con James en la voz) o montados sobre guitarras envolventes que crecen en intensidad (More stars than there are in heaven). Si bien ninguno de los músicos derrocha simpatía, el trato con el público es ameno. La gente escucha las canciones con atención, y participa y salta cuando riffs con los de “Nothing to hide” salen a la luz. Los mejores momentos suceden con “Deeper into movies”, con influencia notoria de Velvet Underground y que suena como si Lou Reed se hubiese propuesto una versión oscura de “Confortable numb”, y “Periodically double or triple”, canción del último disco con un marcado teclado beat y lejano aire psicodélico que bien podría remitir a los Doors. Para el final quedó una extensísima versión del instrumental “I hear you loocking”, clásico del año ’93 del disco “Painful”, y que consta de un riff que de tan repetido se vuelve hipnótico mientras la banda entra en un crescendo extraordinario, y que termina con Ira revoleando la guitarra y haciéndola sonar de todas las maneras posibles.
Hubo posteriormente dos regresos al escenario absolutamente contrapuestos con ese final enardecido: el primero con Ira en batería para hacer “Attack on love” y terminar con la tenue balada “I feel like going home”, y una segunda entrada que tuvo como despedida final una versión casi susurrada de “Framer´s daughter” de los Beach Boys. En mi caso, el calendario de Octubre ya no tiene más fechas para recitales y aprovecho para tomarme unos días de descanso y prepararme para Noviembre, mientras escucho algunos disquitos nuevos que salieron en estos días y que en algunos casos (Hamacas al Rio), no tuve tiempo ni de sacarles el envoltorio.

jueves, 14 de octubre de 2010

Echo and The Bunnymen en Groove

La tercera tenía que ser la vencida. Después de habérmelos perdido en las dos visitas anteriores (’99 y ‘06) y aunque el festival en Costanera tiraba, no dudé en sacarme las ganas de ir a verlos, porque las ganas de desdoblarme y estar en dos lugares al mismo tiempo parece lejana de concretarse. Para empezar tengo que decir que la cosa no estuvo muy bien organizada que digamos. El concierto empezó dos horas y media después de lo que estaba anunciado en la entrada. Es cierto, tratándose de un boliche, es lógico que haya más barras que baños y que la intención sea promover el consumo dentro, pero…vi gente con ropa de laburo que de haber sabido el horario real, seguro hubiese pasado por su casa, para al menos ponerse un poco de gel en el pelo. Entres otras cosas que sucedieron durante la espera, tocó una banda llamada Victoria Mil. Una falta absoluta de respeto. No ellos, de los que no puedo opinar, sino el sonido que les pusieron. No se les entendió nada, la guitarra era un misterio por ausente a veces, y por saturada otras. Entender una palabra de las letras era más difícil que escuchar a Horacio Molina cantando “Palomita blanca” en medio de los bocinazos del tránsito congestionado. Para colmo el ruido de los extractores en el techo en la planta alta (indispensables para no morir asfixiado) resultaba un zumbido permanente que le daba a la banda un toque “noise” que no sé si realmente se lo proponían. Previendo esto, para el show de los británicos me fui a planta baja y abandoné la posición privilegiada contra la baranda del entrepiso.
Eso sí, tengo que decir que ni bien empezó el show me olvidé por completo de todos estos contratiempos. Echo and The Bunnymen arrancó con una versión poderosísima de “Going up”, primer tema de su primer disco y como bienvenida fue un golpe demoledor que nos preparó para lo que seguiría. Antes de “Show of strenght”, canción que le siguió, Ian McCulloch ya había encendido su primer cigarrillo y no dejaría de fumar a lo largo de todo el show. El tercer tema, “Rescue”, entre su nombre y los lentes negros de Ian pareció un homenaje al sube y baja de mineros que los canales de TV repitieron sin cesar a lo largo del día. Y así siguió un concierto magnífico que resultó un homenaje a su carrera y un regalo para el público, más que la presentación de “The fountain” su último trabajo. Un hit detrás de otro, sin pausa. La banda tiene 30 años de trayectoria, con alguna interrupción, pero saca lo mejor de sí. La gente canta los temas, porque los conoce de memoria. “Silver”, “Seven seas”, “Bring on the dancing horses” son canciones imbatibles de su repertorio, que además en la actualidad siguen sonando perfectas.
Además de Ian, Echo and The Bunnymen solo conserva un miembro original (Will Sergeant en la guitarra), pero eso no afecta a la esencia. Porque todo se centra en Ian MacCulloch. Y no es que esta especie de Morrison británico haga mucho por hacerse notar, porque canta lánguido con las dos manos firmes agarradas al micrófono de pie, apoyándose en él, todos y cada uno de las canciones en la misma postura, y no hace ningún otro gesto. Bueno sí, fuma. Fuma como un escuerzo, como decía mi abuela. Y se pone de espaldas en las partes instrumentales o se retira hacia el fondo del escenario a encender otro cigarrillo. Y eso tal vez es lo que hace más sorprendente la limpieza absoluta de su voz. Clara, fresca, perfecta como si no hubieran pasado los años. Si bien la iluminación del escenario es tenue y oscura, con el violeta como color preponderante, lo que resalta, lo que atrae, es la figura del cantante, que parece tener un imán. Lo cual me hace pensar en el despropósito que significó la empresa de hacer un disco sin él (“Reverberation” - 1990), el que felizmente y como no podía ser de otra manera, resultó un fracaso artístico y comercial.
Las canciones se fueron sucediendo sin pausa. El denso “All my colours” fue fascinante; la versión de “All that jazz” sencillamente arrolladora. “Think I need is too” es el corte del último disco y está a la altura de lo mejor de la banda, y a “Killing moon” la cantamos todos. El cierre fue perfecto con un “The cutter” mágico y todos coreando el riff y repitiendo “say we can, say we will, not just another drop in the ocean”. Pero claro que la cosa no podía quedar ahí. Y al regreso siguieron los clásicos: propios (“Nothing last forever”) y ajenos (“Walk on the wild side”), para cerrar bien arriba con “Lips like sugar” y redondear un concierto magnífico. Que tuvo además un premio extra para el público argentino (mejor que el brasileño, según las propias palabras de Ian, en un acto de demagogia impropio para su estilo desangelado) con más bises: primero “My kindom” y por último “Do it clean” para volver a sus inicios. A ese “Crocodiles” de treinta años atrás. Sucio, distorsionado y bajo la bandera del post punk. Cuando junto a Julian Cope y sus Teadrop Explodes resistían desde el Eric’s el embate del synth pop a pura guitarra. Entonces, por un momento me subo a la tilinguería de rebautizar a Palermo con nombres foráneos, y por ese rato y por esa noche, me siento en Palermo Liverpool. Solo me quedé con ganas de escuchar algo de “Siberia”, el disco que presentaron en su visita anterior y que los devolvió a su mejor nivel. Afuera el taxi venía con Rock & Pop al mango mientras Rage against the Machine hacía “Killing in the name of…”. Pero ya está dicho, no se puede estar en dos lados a la vez. Al menos por ahora.

domingo, 10 de octubre de 2010

Spinetta en el Teatro Coliseo

Después de aquel 4D del año pasado en Velez, después de aquella noche sublime e interminable en la que el flaco nos regaló un compendio de lo mejor de su carrera y en la que revivió a sus bandas eternas. Después de habernos elevado por sobre cualquier expectativa que jamás nos hayamos podido fijar a la hora de gozar de su arte, me resultaba muy difícil volver a ver a Spinetta sobre un escenario desprendiéndome de aquella imagen y hacerme a la idea de un músico “terrestre y humano” que solamente tiene como objetivo brindar “un show más” en su extensa carrera. Así fue que llegué al Coliseo intentando desprenderme del recuerdo de esa noche mágica y reservar esas emociones para la espera del ansiado DVD, que se demora más de la cuenta. Aunque por otra parte, es el flaco Spinetta, qué tanto! Bajar las expectativas es por demás iluso.
El show arrancó contrariando los cánones de los conciertos de rock. Nada de golpe de efecto, porque cuando el telón del teatro dejó el escenario al descubierto, los músicos ya estaban ubicados en sus lugares y Spinetta saluda y empieza por presentarlos. Primero a su banda actual: Nerina Nicotra en bajo, Sergio Verdinelli en batería y Claudio Cardone en teclados. Después a los dos invitados estables: “Mono” Fontana y Baltasar Comotto. Anuncia además una sorpresa para más adelante, casi como al pasar, y ahí nomás arrancan con “Preconición”, “La verdad de las grullas” y “Despierta en la brisa” (primer gran momento de Baltasar Comotto). El sonido fue sencillamente perfecto, lo cual permitió disfrutar cada uno de los arreglos de una banda que se lució desde el primer momento. Sobre el fondo del escenario se proyectaban imágenes que parecían skins del Windows Media Player y visualmente fueron el único aporte en ese sentido.
En ese primer tramo del show hubo algunas sorpresas, rescates gratamente sorprendentes y un par de momentos particularmente emotivos. Tocaron “Guitarra”, el poema de Atahualpa Yupanki musicalizado por León Gieco y que el flaco ya venía haciendo en vivo; se largaron con “Cementerio Club” que motivó el primer estallido del público ni bien se escuchó el “Justo que pensaba en vos, nena”, y además se rescató a Hugo Fattoruso con su “Milonga blues”, un tema que exige un registro bastante más grave que el de Spinetta, limitación que de todas maneras el flaco sorteó sin mayores inconvenientes. Después hubo un rescate muy especial: “Ella bailó”, de “Peluson of milk”, en el cual Claudio Cardone se luce de una manera descomunal, y una estocada a las emociones: “Asilo en tu corazón”, con el “mono” Fontana y Cardone rescatando los arreglos de cuerdas que Carlos Franzetti hiciera para el lejano “La,la,la”. “Amar, amar hasta perder la noción”. Escuchar eso a los dieciseis años equivalió a lo que para otras generaciones significó el “si no hay amor, que no haya nada entonces” del Indio Solari. Los dos momentos especiales sucedieron cuando el flacó tocó “8 de Octubre” justo un día después de que se cumplan cuatro años de la tragedia de Santa Fe, y cuando Spinetta a punto de quebrarse anuncia que en la sala está Lidia, la madre de Gustavo Cerati, a la que le (nos) regala una versión de “Te para tres” que todos escuchamos en ese silencio que a veces simboliza tan bien a la impotencia.
Siguió “Oh magnolia” y después fue el turno de la sorpresa. La invitada fue Vera Spinetta, la hija del flaco que hizo coros en “Proserpina” y “Cabecita calesita”. “Canción de amor para Olga” tuvo una dedicatoria especial para dos personas muy cercanas y queridas por Spinetta que fallecieron en los últimos días: “Beto” Satragni, bajista que lo acompañara en Jade, y Nora, la esposa de Machi Rufino. En ese segundo tramo del show hubo algunos momentos hilarantes. Primero el flaco se despachó a gusto con un periodista que había anunciado el show diciendo que Spinetta se despedía del disco “Un mañana”. Cómo es que un artista se despide de su obra?, se preguntó el flaco, que además rescató la impronta de futuro que tiene el nombre de ese disco y agradeció el detalle “surrealista” que supone despedirse del mañana. “El único que se despide de sus discos es el discóbolo de mirón” sentenció el flaco. Después fueron los clásicos diálogos con su público: alguien le grita que los pantalones blancos le quedan lindos, y él responde que está practicando para trabajar de mozo, e improvisa “hubo un tiempo que fui mozo….” Y más tarde, alguien acierta en su pedido con el tema que seguía en la lista, y Spinetta lo hace acreedor de un oasis en la luna.
Pasaron “Buenos aires alma de piedra” con la banda suelta, con un ritmo increíble y con Nerina Nicotra que sencillamente la rompe, y “Yo miro tu amor” en donde las guitarra del flaco y Baltasar Comotto se sacaron chispas. Luego “Mi elemento”, que fue el tema que acertó el pibe que se ganó el oasis en la luna, y “Tu vuelo al fin” con la banda ganando en volumen y cerrando el concierto de la mejor manera. Aunque, en una especie de coda, la despedida fue con Spinetta y sus dos tecladistas haciendo el “Prométeme paraíso”, de otro de sus hijos, Dante.
Acá quiero traer un recuerdo. Entre los tantos conciertos de Spinetta que tuve la suerte de presenciar, ahora me viene a la mente uno gratuito en Barrancas de Belgrano, a principios del ’86. De este recital me acuerdo por varias particularidades. Una, porque el flaco, excepto en algunos temas en que lo acompañó “mono” Fontana, tocó solo con su Ovation en un show enteramente acústico. El otro motivo por el cual lo recuerdo, es porque fue la primera vez que lo escuché cantar en vivo “Credulidad”, mi canción preferida de toda su obra. Pero además, esa noche llegué a casa en el 42 y pude ver el final de un partido de verano entre River y la Selección de Polonia. Ese partido River lo perdía 4 a 2, lo empató, y en la última jugada, Enzo Francescoli en el borde del área y de espaldas al arco, recibió una pelota de aire, infló su pecho, la elevó apenas por sobre la altura de su cabeza, y arqueándose hacia atrás, clavó una chilena inolvidable. Y anoche, mientras esperaba el regreso de los músicos al escenario, la memoria me trajo ese recuerdo como un símbolo de lo que significa la música de Spinetta. Cómo aquel movimiento plástico del otro flaco, del uruguayo, la música de Spinetta es el punto cumbre de gracia, genio, inventiva y belleza al que cualquier artista pueda aspirar. Un aleph de que compendia talento e inspiración y que irradia su arte de luz infinita, bajo la forma de música y poesía. Y el show del Coliseo tiene entonces el mismo irremediable destino que aquella pelota despedida del empeine de Francescoli en la lejana y calurosa noche de Mar del Plata de veinticuatro años atrás: el ángulo. Porque al regreso al escenario se escuchan “Durazno sangrando” y “A Starosta, el idiota”. Y cuando no hay más nada que decir, lo mejor es ahorrar palabras. Así que, vámonos de aquí.

viernes, 8 de octubre de 2010

Regina Spektor en el Teatro Gran Rex

La idea de desembarazarme de la energía Pixies para disfrutar del concierto de Regina Spektor no había funcionado. Habías sido tantas y tan intensas las emociones que había vivido en el Luna Park que cuando entré al Gran Rex y vi todas esas butacas tapizadas, casi quería arrancarlas de a una. Pero la impuntualidad de la moscovita me vino como anillo al dedo. Porque los cuarenta y cinco minutos de demora (pensar que al “bichi” Borghi lo echaron por salir un minuto tarde del entretiempo….) cumplieron con la función de ponerme en clima. Para colmo mi asiento estaba sobre uno de los laterales de la platea, y no sé si había una boca de aire acondicionado, si por ese pasillo circula alguna corriente antártica o si Regina quería que conozca el clima de su Moscú natal (si era así, un vodka no hubiese estado nada mal), pero la cosa fue que ese tiempo bastó para enfriarme. Además, en un sitio en donde los Sugus confitados tienen el valor de una cazuela de pulpo, que el tiempo se pase comiendo resulta imposible.
Finalmente las luces se apagaron y Regina Spektor entró al escenario para arrancar con “Holding chair” y seguir con “Eat”. El público la adora. Adoración de un estilo que a mí me disgusta un poco, una adulación exagerada, casi adolescente. Pero ella responde con sonrisas, no se la cree y sigue. Su banda se compone de un violín, un cello y batería. En el medio su piano, en el que se sienta de perfil al público. Como una intérprete clásica, o al estilo de Tory Amos, para ser más exacto. Durante ese segundo tema se le volcó una de las botellitas de te (Sí. Té en botellita plástica, nada de Samovar la rusa) y eso hizo que se produzcan un par de diálogos graciosos con el público. Seguido tocó “Blue lips”, para envidia de los que fueron el Miércoles, pero fue a partir de “Sailor song” cuando el recital tomó el rumbo que yo esperaba. Porque ahí apareció la Regina Spektor que me sedujo desde la tapa de “Soviet Kitsch”, rodeada de mamushkas, con gorra de policía y bebiendo vodka del pico de una botella. Una especie de Fiona Apple del este; irresistible. Siguió con “Machine”, el sonido había ganado en volumen, y dentro del estilo, claro, el show iba tomando temperatura.
En la música de Regina Spektor todo es sutil. Preciso y precioso. Cada arreglo de piano es delicado. La voz de Regina, como si fuera poco, luce mejor en vivo que en los discos. Los matices, su amplitud vocal, los falsetes, todo se engrandece sobre el escenario. Y con esos aditivos nada puede salir mal. En su sencillez, en una actitud inocente, a veces exagerada hasta el cinismo, Regina seduce. Pasan las canciones más pop (“Better”, “On the radio”), y Regina se levanta del piano de cola para pararse frente a su público por primera vez, para desde su Yamaha hacer “Dance anthem of the ‘80s”. Después se queda sola sobre el escenario y se cuelga una guitarra para un tándem magnífico: “Bobbing for apples” (Rock and roll, you hate my soul, You sucked dry my bones but you spit out my mole, I'll always opt to fall down these stairs in the end) y una versión de “That time” que la devolvió a sus inicios; a la movida anti folk de New York, bajo los influjos de Moldy Peaches y el empuje de The Strokes. Y seguido volvió al piano para hacer un “Apres moi” que estremeció hasta los huesos. Cada peso del valor de la entrada se pagó con esos breves minutos de la canción extraída de “Begin to hope” en una versión descarnada y conmovedora. El momento más alto del show bajo cualquier concepto, al punto que todo lo que siguió a partir de allí buen pudo haberse obviado. Porque siguió hasta el final sola en el piano haciendo bellezas como “Human of the year”, pero nada iba a igualar a aquel instante. Durante ese tramo un asistente la acercó una silla de madera, y con la mano izquierda sobre el piano y con la derecha golpeando la silla con un palillo de batería, hizo “Poor little rich boy”, como una Rick Wackeman que en lugar de moogs y sintetizadores, repartía sus brazos entre el piano y la percusión. Por último se despidió con la intensa “Man of thousand faces”.
Quedaban los bises, y en el primero de ellos, Regina me regaló el “Samson” que yo había ido a buscar. A mí no me importaba nada de lo que ocurría en el resto del teatro, si había más gente o no. Ella cantaba para mí, el resto podía no existir o efectivamente no existió, no estoy seguro. Solo faltaban el whisky y el habano. El “Us” que siguió fue una excusa, y el “Fidelity” un final alegre, como para irse a casa con una sonrisa placentera. El de anoche fue un gran debut en Buenos Aires de una artista completa, compleja y madura, pero que encuentra su mejor definición en un único adjetivo: Regina Spektor es adorable. Segunda noche del Hernán Fest. El sábado le toca a Spinetta.

jueves, 7 de octubre de 2010

Pixies en el Luna Park

Existe un famoso bootleg de Frank Black de los años ‘92/’93 titulado “The dream is over”. Así el compositor de Boston hacía propia la frase con la que Lennon sentenciara a los Beatles y a la década del ’60 toda, para despedirse de los Pixies. Pero a diferencia del espíritu sesentista, el devenir de su legado tuvo un destino diferente. “Nevermind” mediante, aquellas canciones cobraron una dimensión extraordinaria; la palabra alternativo se volvió un tag con valor agregado y el indie se convirtió en un estilo musical tan abarcativo y ecléctico como la mismísima definición de rock. Y por esos años todos los caminos empezaron a converger hacia Pixies. El inquieto Francis trabajó con The Catholics, fue solista, hizo música de películas, se volvió intimista con “Honeycomb”, produjo discos (lo último, el reciente trabajo de Pete Yorn, que después de la dupla con Scarlett Johanson y el low-fi de “Back and four” volvió al sonido guitarrero de sus mejores discos), y también devolvió a los Pixies a la vida. Acá en Argentina, esa historia está construida a fuerza de cassetes vírgenes, de recomendaciones entre amigos, como un secreto que fue ganando oídos adeptos, y finalmente esa banda que en su apogeo hubiese estado para un Obras, anoche debutó por estas tierras ante un Luna Park repleto. El único antecedente al que se podía recurrir era el show de Kim Deal y sus Breeders, allá por 2003 en La Trastienda, y del cual, quienes tuvieron la suerte de presenciar contaron maravillas, pero poco más.
Lamentablemente no llegué a ver a El otro Yo, que arrancó demasiado temprano, y que por una vez demostraba que cuando se quiere, se puede ser coherente con la elección de los teloneros. Aunque afuera me lo crucé a Walas, y la verdad que tampoco hubiese estado mal que Masacre hubiese tenido la oportunidad. Pero dejo de lado los aperitivos, porque la noche era toda de Pixies. Y de entrada nomás me tomaron por sorpresa. Porque yo venía siguiendo los setlist y me había resignado a quedarme sin “Bone machine”, y los tipos me lo tiran por la cabeza como el primer mazazo. Primero de muchos, porque seguidito vino un tandem punk demoledor (“Broken face” y “Somethings against you”), y después a cantar con “Holidays song” y “Nimrod’s son” (otra a la que me había resignado a no escuchar anoche). Arriba del escenario, Pixies es pura humildad. Nada de poses roqueras. Frank Black se arregla la camisa y afina la guitarra entre tema y tema; Kim es la que se dedica a entablar algún diálogo con el público. La escenografía no es más que cinco globos de papel que cuelgan del techo y un cortinado semitransparente en donde rebotan las luces y los flashes. Indie al 100%.
Si hasta ahí la cosa prometía e iba tomando temperatura, lo que siguió es muy difícil de contar. El riff de “Debaser” coreado por la gente dio inicio a leit motiv de la gira: celebrar los 20 años de “Doolittle”. Entonces ya no hubo sorpresas, porque más allá de alguno que dejaron de lado (“Dead”, “There goes my gun”) los temas fueron pasando de a uno y en fila. Los picos fueron previsibles: “Wave of mutilation”, los saltos y los coros en “Here´s come the man”, al que pegaron “Monkey go to heaven”, y la monada en su propio cielo. Se intentó seguir los cambios de clima de “Mr. Grieves”, y se silbó “La la love you” (alguna vez se pronunció un “i love you” de manera más desangelada que Kim en esa canción?). El final prolongado y denso de “Nº 13 baby” se volvió hipnótico, y como en el disco, la cosa se cerró con el potentísimo “Gouge away”.
Bien, a esa hora con “Doolittle” liquidado solo quedaba por esperar con qué hits se despedían, y ahí nomás arrancaron con “Velouria” y “Dig of fire”. Un cover de Neil Young (“Winterlong”) los sacó del libreto, y volvieron a la carga con “Caribou” y “U-mass”. Cuando empezó "La isla de encanta" el pogo fue descomunal. Y acá las quejas no son de los vecinos sino de los huesos de algunos que ya están grandes para poguear, pero que están dispuestos a sacrificar hasta la última de sus articulaciones. Y yo me acuerdo que la primera vez que escuché este tema, me dije que era ideal para que lo cante Luca. Y juro que sonaba el TDK en el walkman y yo imaginaba la pronunciación del pelado (del otro pelado, del nuestro) diciendo "donde no hay sufremento". Y después fue "Vamos"; la guitarra de Santiago perfora los tímpanos y todo el mundo sigue extasiado hasta que caemos que los tipos se acababan de descolgar los instrumentos y emprendían la salida del escenario.
Pero volvieron. Y el aullido de Kim anticipó en inicio de "Where is my mind?", y el nombre del tema era una pregunta para la que, a esa hora nadie tenía respuesta. Denso, conmovedor, irrepetible. Y para terminar, los Pixies le arrebatan el molde de componer canciones que Cobain les había afanado y nos ponen los pelos de punta con un "Gigantic" tan poderoso, tan imposible de explicar con palabras, que nos deja afónicos repitiendo el "gigantic...gigantic" junto a Francis, que inexplicablemente a esa altura del show, todavía tenía voz. Y yo impregnado de espíritu adolescente decidí en ese momento que a la salida me iba a hacer de una remera con la fecha estampada en la espalda. Una hora y media intensísima, sin descanso. Era el final, eran los saludos. Casi que nadie pedía más y tuvo que ser David Loverling el que levantando su índice insinuó que podía haber una más. Que fueron dos. Primero la versión UK Surf de "Wave of mutilation", y después un “Planet of sound” que nos quitó el poco aire que quedaba. Salí atontado, con el bajo de Kim Deal retumbando en mi cabeza, cosa que permanecerá por días y días y días. Adónde fuiste? A ver a los Pixies fui. Y la de anoche fue la primera escala de esta especie de Hernan Fest que me armé con 5 shows en una semana. Ahora tengo que cambiar el modo Pixies al modo Regina Spektor, que es como pretender bajar la euforia de un éxtasis con un té de tilo. Me quedan algunas horas para intentarlo.