“Siento que somos lo
únicos que estamos vivos” canta Richard Ashcroft en el final de
“Hold on”. La canción está inspirada en los levantamientos en
Medio Oriente en general, y en las imagenes de lo sucedido en Egipto
en 2011 en particular. Es una arenga a no rendirse, un aliento que
indica que en el esfuerzo habrá siempre recompensa. Pero cantada en
un teatro porteño frente a casi tres mil personas, bien podría ser
una sensación común dentro de ese recinto. Es el tercer tema de los
bises y el cantante de Wigan está terminando uno de los mejores
shows del año en el Gran Rex. El concierto podría terminar allí.
El hombre que venció a las drogas y a varios prejuicios, que según
su propio creer, torció el destino que la industria de la música le
tiene asignado a las estrellas surgidas de la clase trabajadora,
consuma la conquista de Buenos Aires en su primera y demorada visita.
Podría terminar ahí, sí. Pero faltaba “Bittersweet symphony”,
claro.
Por cuestiones que no
vienen al caso no vengo programando mucho mi vida social estos meses,
así que cuando puedo aprovechar alguno de los shows que hay dando
vuelta por allí, lo hago decidiendo sobre la marcha. La visita de
Ashcroft era uno de los conciertos que tenía apuntado, en principio
en el Personal Fest, pero cuando vi que tocaba también en el Gran
Rex, pasé a priorizar este último. Algunas notas en los medios y
las repercusiones de su set en el Personal me terminaron de decidir.
Además la web que vendía las entradas mostraba el suficiente
espacio disponible como para hacer lo que finalmente hice: sacar la
entrada más barata en la fila más alta del teatro y ganar una
docena de escalones, que en términos de precio, son unos $200 o más.
De todas maneras, al comenzar el show, salvo las últimas filas y
algún claro a los costados de la pullman, el Gran Rex mostraba una
buena concurrencia.
Ashcroft vino al pais
con un buen disco bajo el brazo. “These people”, con su
altibajos, es un acertado paso en su carrera después del flojo
“United nations of sound”. Y ese dato siempre es un reflejo del
ánimo con el que se encara el show; y también con el que se lo
espera. Más aún cuando se trata de la primera visita a una ciudad.
Con esa premisa, el concierto resultó un desbalance perfecto. Varias
canciones de “These people”, nada de “United nations of sound”,
un tema de cada uno del resto de sus discos solistas, y mucho de The
Verve. Y ni siquiera The Verve en alcance amplio, para que no queden
dudas, mucho de “Urban Hymns” y punto.
El concierto abrió con
el bailable “Out of my body”, con un escenario sin grandes
pretensiones, a no ser un impactante juego de luces y flashes que no
otorgaría descanso visual en todo el show. Y enseguida “Sonnet”,
el primer himno urbano de la noche. De allí en más, sin bien el
clima no fue lineal, el show no decayó nunca. Ashcroft se mostró
como un gran performer y su voz no evidenció síntoma alguno de
desgaste. Tanto a él como a sus músicos se los notó entusiasmados
con la respuesta del público local, y además de algunas banderas
esparcidas sobre el escenario, el momento demagógico de la noche
llegó cuando Richard se calzó una camiseta de la selección que le
arrojaron desde la platea. Prometió volver pronto y hasta imaginó
un Luna Park
Sin bien los samples
abundaron, y las guitarras más las luces le otorgaron un leve efecto
psicodélico a los temas en escena, el mayor mérito de la música
de Ashcroft radicó en las melodías, que relucieron más allá de
los arreglos. En todo el tramo solista del set, las canciones más
celebradas fueron “A song for the lovers” y “Music is power”,
que arrancó como un country folk y terminó bien arriba, luego del
lucimiento de los dos guitarristas.
Los temas intrepretados
no fueron muchos, pero las versiones fueron largas, con lo cual
cuando el show cerró a puro The Verve, con Ashcrot revoleando las
banderas que le arrojaron y la banda tocando “Space and time”
primero y “Lucky man” después, yo nunca pensé que apenas habían
sonado diez canciones.
Para los bises Richard
Ashcroft volvió solo con la acústica. Primero citó sus batallas
personales con “Weeping willow” y luego la impotencia ante el
drama ajeno (la muerte de su padre) con “The drugs don't work”.
Sobre el final volvieron los músicos y la versión derivó en un
crescendo muy emotivo. Después sí, “Hold on” y el final con
todos de pie y “Bittersweet symphony”. Desencanto frente la
sociedad de consumo que en medio de semejante concierto se expresa
contradictorio en una auténtica celebración. Después sí, nadie se
atreve a pedir más.
En mi cuenta personal de
estrellas del brit pop, el álbum de figuritas está lleno. Y a la
hora del recuerdo de los mejores shows del año, el de anoche
rankeará bien alto.