domingo, 30 de mayo de 2010

Cat Power en el Teatro Coliseo

No existía mejor programa para el interminable sábado de lluvia de Buenos Aires que concurrir a un encuentro con Cat Power al Teatro a presenciar su tercera visita la Argentina. La segunda bastante seguida en estos tiempos de reencuentros con los covers, y con lo mejor de ella misma. Sin nuevo trabajo desde aquel show del Gran Rex, no podía esperar grandes novedades respecto al repertorio (más allá de algún estreno, ya que anuncia nuevo disco para este año), pero sí tener la certeza de que aquella intensidad conmovedora, tendría en un teatro algo más chico como el Coliseo, una versión más íntima y acogedora.
La apertura estuvo a cargo de Loli Molina, quien sola con su guitarra presentó temas de su disco “Los senderos amarillos”. Excelente elección para anticipar el clima de lo que llegaría más tarde. La voz de Loli y sus canciones se lucieron limpias y luminosas, en especial: “Si” y “Ricardito”.
El ingreso de Chan al escenario fue con “Don’t explain” y el hechizo fue inmediato. Su particular manera de abordar las canciones, imprimiéndoles un sello de tristeza, pero con mucho de ternura seduce desde cada una de sus palabras y cada uno de los delicados movimientos mientras transita tímida el escenario. Parece querer ocultarse de las luces en uno de los extremos, como si solo quisiese que el público se concentre en su voz, pero sabe perfectamente que el centro de la noche es ella, y va a sacar provecho a ese juego de doble interpretación. A ese inicio le siguieron “Dreams” de Fleetwood Mac y “Woman left lonely”, conocido en la voz de Janis Joplin. La banda es una versión reducida de la “Dirty Delta Blues Band” que la venía acompañando, lo cual le da al show un tono aún más íntimo que el esperado. Apenas un piano y una guitarra eléctrica, con alguna aparición esporádica de la batería, son los encargados de decorar con acordes la impronta de la voz de Chan Marshall en las melodías.
Si bien su último trabajo “Jukebox” y su correlato en el EP “Dark end of the streets” son el centro del concierto, esta vez hubo más lugar para escuchar más de sus propias canciones, con acento especial en el gran álbum que es “The Greatest” de 2006. De allí salieron el dueto “The greatest” y “Lived in Bars”. Hubo tiempo para abordar viejas versiones de su primer álbum de covers, como “Sea of love” y “I can’t get no (satisfaction)”, y para reencontrarse con la belleza de “Song to bobby” y el “Blue” de Joni Mitchell.
Dentro de lo que es un clima extremadamente uniforme, canciones como “Fortunate soon” o “Ramblin (wo)man” son las encargadas de levantar un poco el tono, mientras que la propia “Metal heart” se convierte en el punto más alto en cuando a calidez interpretativa . Todo en Cat Power es en apariencia frágil: su voz, su cuerpo, el abordaje sutil de las canciones, pero detrás de esa impresión, basta con detenerse en versos como “When I lay me down / Will you still be around / When they put me six feet underground / Will the big bad beautiful you be around” para comprender que nada de aquello es inocente. Y para comprobar la manera en que consigue su objetivo basta ver como durante “Dark end of the streets”, Chan desciende del escenario y camina entre la platea, mientras la gente solo atina a contemplarla hipnotizada. El final llega de la mano de “Angelitos negros” y otra vez, como en aquel Gran Rex de 2009, solo queda someterse ante semejante demostración de intensidad.
En el regreso para terminar el concierto, una vez más la gente se acerca al escenario a regalarle sus ramos de flores. La princesa indie tiene su momento de diva de Hollywood, se arrima a su público y se agacha a recibir cada una de las ofrendas. Después, el cierre y los bises serán todo de ella. Porque estuvieron a cargo de todos temas propios: “Where is my love” primero, el extraordinario “The moon”, y un final perfecto con “I don’t blame you” mientras Chan devuelve una a una las flores a su público que las recibe embelesado. La despedida es lenta, ella no se cansa de saludar y regalar leves reverencias a un público que la ama, y que con saludable asiduidad está acostumbrándose a su influjo y su encanto. Afuera el clima permanece intacto, pero nada permitirá que la fría lluvia nos prive del delicioso momento que una vez más hemos tenido el privilegio de atesorar.

jueves, 27 de mayo de 2010

ZZ Top en el Luna Park

La primera sorpresa que me llevé anoche en el Luna Park fue la cantidad de gente que había ido a ver a ZZ Top. Si bien la banda tiene sus seguidores en el país y su trayectoria la convierten en una experiencia digna de aprovechar, el precio de las entradas era inusualmente alto para un show de estadio. Tal es así, que exceptuando las cabeceras, el resto de las ubicaciones se ofrecían en boletería hasta el momento de inicio del show. Pero fue mucha, muchísima le gente que se acercó a último momento, y que salvo por algún claro en plateas, el Luna Park presentaba un imagen impactante.
A poco de volver a los estudios (su último disco en esa condición es “Mescalero” de 2003) ZZ Top apostó por un repaso parejo por toda su discografía y ya en el comienzo dejó en claro que no pensaban guardarse nada: “Got me under pressure”, “Waitin’ for the bus” y “Jesus just left Chicago”. Lo de los texanos es simple y directo: rock y el blues en estado salvaje. Los frontman nos regalan su característico paso de baile coordinado. Frank Beard marca el pulso y obliga a los pies a seguir su ritmo a lo largo de la noche. La voz gastada de Gibbons se contrapone con la limpieza de la de Hill, y cuando se unen en los estribillos forman un tandem insuperable. Billy Gibbons conoce y aplica todos los yeites del estilo, y sin bien nadie va a salir a pintar en las paredes “Billy Gibbons is God” (o sí, hay gente para todo), lo cierto es que exprime su Gibson al máximo. En esa sencillez de recursos es que ZZ Top consigue un efecto demoledor. El recital parece la banda de sonido de un viaje carretero que los muchachotes de pelo largo y cuero, que al dejar sus Harley en el estacionamiento la despidieron diciéndole “no te preocupes mi amor, vuelvo enseguida”, parecen disfrutar más que nadie. Con “I’m bad I’m nationwide” llega la primera arenga al público que responde cantando.
Se van sucediendo algunos momentos bizarros como la imagen de llaves francesas voladoras, que parecen salidas de la peor pesadilla de un mecánico automotor; o cuando Billy invita a una chica al escenario (en apariencia traductora) para participar de un diálogo en español acerca de un sombrero para tocar blues, que parece un sketch de Francella y Julieta Prandi, y en donde todo se concentra en el tono bobalicón y la anatomía de la tal Lucila. Allí comienza un set más blusero con versiones de “Future blues” de Willie Brown, y “Rock me baby” (lo cual lleva a suponer que el nombre de la señorita no había sido casual). Con “Cheap sunglasses” los anteojos de Dusty y Billy cobran sentido, y un Jimi Hendrix que se disuelve en rojo y negro, supervisa desde la pantalla la muy lograda versión de “Hey Joe”.
Sigue “Brown sugar”, que no es un cover de los Stones sino un tema propio de su primer albúm , en la naciente década del ’70; un jugueteo con el público con “My head’s in Mississippi”, y “Francine” Dusty Hill queda a cargo de la voz para un rock’n roll irresistible (“Party on the patio”) y el concierto empieza tomar temperatura. Pero cuando Gibbons cambia la guitarra y empieza a tocar el riff de “Just got paid”, lo que hasta ese momento era caliente, directamente empieza a arder. El dominio del slide es perfecto, Billy saca a relucir toda su autoridad y el show toma envión y un clima que no decaerá jamás. En ese tramo final, mientras la banda toca “Gimme all your living” y “Sharp dressed man”, en la pantalla empiezan a proyectarse aquellos videos fantásticos de los ’80 , con los tres ZZ Top viajando en el Ford’34 rojo en una expedición roquera y solidaria. Para el último tema, aparecen las mismísimas guitarras enfundadas en corderito del video de “Legs” y uno cree que a la fiesta no le falta ningún aditamento.
Los bises comienzan con un bombardeo de luces violetas y flashes. En la pantalla se empieza a ver una ruleta y el regreso al escenario es al grito de “Viva Las Vegas”, que la gente repite con entusiasmo. Ahora la guitarra y el bajo son verde fluo, y con ellos empiezan a sonar los acordes de “La grange”. Y allí sí el público se desata, la bada parece no querer dejar de tocar nunca. Brotan los trucos que faltaban (el cigarro encendido por un asistente y la botella de Jack Daniels deslizándose por la guitarra de Billy), y pegadito el otro gran hit de la banda “Tush” para poner broche de oro a un show de no mucho más de hora y media. De mi lado, puedo decir que me saqué un gusto, aunque salí rápido a buscar alivio de bicarbonato. Es cierto que la pretensión de no permitir fumar en un recital de rock es poco menos que incumplible, pero anoche mi garganta necesitaba el auxilio de civilidad rockera.

domingo, 23 de mayo de 2010

Catupecu Machu en el Luna Park

La última vez que había visto a Catupecu Machu sobre un escenario fue en la presentación de “El número imperfecto” en Obras. Pasó muchísimo tiempo y mucho agua bajo el puente para la banda. Ya en aquel tiempo su crecimiento era más que palpable. No solo en cuanto a popularidad sino en cuanto a calidad. Catupecu era (y sigue siendo) una de las pocas bandas inconformistas de la escena local, que cambia siempre, que nunca se repite, y que jamás se resigna a funcionar con piloto automático. Entre todo lo que pasó desde aquel show, obviamente el accidente de Gabriel Ruiz Diaz fue lo más trascendente. La angustia y las oraciones iniciales, pasaron a que la banda se concentre en un esfuerzo sobrehumano a evaporar con música aquella sombra omnipresente de Gabriel. Apareció “Laberintos…” como una mínima dosis de algo nuevo, pero esperaba ansioso lo nuevo de Catupecu para sentir que la banda había superado esa especie de duelo y había conseguido superar el trance sin perder identidad. “Simetría de Moebius” fue la respuesta perfecta. Un disco oscuro, denso, repleto de matices, y si se trata de buscar referencias solo se lo puede emparentar con “Cuadros dentro de cuadros”, aún forzando un poco las cosas.
Cuando escuché por primera vez “Simetría….” pensé en un disco conceptual. La idea me abandonó, pero la manera ordenada y precisa con la que Catupecu Machu lo presentó anoche me devolvió esa sensación. Porque la primera parte del show estuvo dedicada por completo al nuevo trabajo. Abrieron con “Confusión”, “Piano y RD”, y continuaron con el orden del disco, resignando en parte la sorpresa, pero entregándole a “Simetría de Moebius” un valor adicional. Las canciones en vivo suenan muy potentes, el sonido de la banda es compacto e intenso. Fernando empieza tocando el bajo y solo se desprende de él, para colgarse la guitarra acústica a partir de “Cosas de goces”; de la eléctrica ni noticias. Y en ese tramo, la gente canta las nuevas canciones una por una, aunque sin desbordes. Es cierto que el disco tiene bastante tiempo en la calle, pero no siempre un disco arriesgado consigue conquistar al público con unanimidad. Los fans de Catupecu no parecen asustarse ante las novedades. Y “Simetría…” sigue su recorrido hasta la nueva versión de “Batalla”, de lo mejor que ha hecho Catupecu Machu en cuanto a arreglos en toda su trayectoria. Y con Javier Weintraub en violín, y Roberto Pettinato en saxo, se despacharon con una versión en vivo a la altura de las pretensiones del estudio.
Después de “Batalla” llegó una lógica avalancha de hits. Empezó Fernando a capella con “Cuadro dentro de cuadros”, “Puedes” y “Persiana americana”, con aliento para Gustavo Cerati, consecuencia inevitable por estos días a partir de las noticias que llegan desde Caracas, pero que de parte de Catupecu no puede tomar a nadie por sorpresa. Luego una magnífica sesión de bajo y batería de Fernado y Herrlein, y las canciones más conocidas, que empezaron con “Oxido en el aire” y “Acaba el fin” (comienzo accidentado, porque se dañó una guitarra) de “El número imperfecto”. Las versiones no son idénticas a las originales, especialmente “Entero o a pedazos”. Pasan “Origen extremo”, “Plan B”, “Magia veneno” y queda tiempo para rescatar la versión de “Hechizo” que no venían tocando. Gradualmente Catupecu va recuperando su formato más conocido y a la altura de “Dale” parece una banda absolutamente distinta a la que comenzó el show. Claro que basta con ver rebotar las cabecitas en el campo para comprender que esta observación tiene poco sentido, y que solo se trata de energía rockera arriba y abajo del escenario. Allí sí vuelve a sentirse el aliento para Gabriel y el grito de Dale! es una especie de conjuro contra la fatalidad, que esta vez suma como destinatario nuevamente a Cerati. Luego fue el turno de “A veces vuelvo” y uno de los mejores riffs de la historia del rock de estas tierras, “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”, orden que la gente se encarga de cumplir al pie de la letra. Pero como el sinfín de la cinta de Moebius, todo vuelve al principio, y el show cierra con “Abstracto”, el tema encargado de cerrar “Simetría…” y también el show de anoche. Después de más de horas contundentes, Catupecu dejó el escenario dejando en claro que eso de “Dejamos todo atrás / quedamos desenraízados /armarnos será nuevo / de nuevo aquí parados” es a esta altura de su carrera un auténtico y saludable manifiesto.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Roger Hodgson en el Teatro Gran Rex

Cuando supe que venía Roger Hodgson a actuar en el país, creo que lo que me motivó a sacar la entrada fue haber descubierto que en mi adolescencia pocos casetes se habían gastado más que “París” de Supertramp. Si hasta me acuerdo de haberlo comprados dos veces, porque el primero quedó olvidado en algún picnic de primavera. Y no muy distinto se deben haber sentido las más de tres mil personas que anoche colmaron el Teatro Gran Rex. La música de Roger Hodgson justifica por sí sola la existencia de las FMs de standards. Muchas de ellas deberían rendirle pleitesía, porque serían capaces de sobrevivir solamente con las composiciones de un artista, que aún cuando no se lo suela nombrar en los primeros lugares a la hora de fijar preferencias, se ha ganado un lugar indeleble en el inconsciente popular. Y por las dudas que a algún desubicado se le ocurra desmentirlo, los tres primeros tema del show fueron “Take a long way home”, “School”, y “Hide in your shell”
El escenario no tiene misterios; cuando el telón se abre los músicos ya están ubicados en sus lugares, en una especie de jardín de invierno con un piano de cola en el centro, que predice el tono familiar del show. Roger Hodgson es prolijo y minucioso por donde se lo mire, y hasta es posible pensar que la camisa blanca y el chaleco que lleva puestos, podrían colgarse en una percha al finalizar el recital y quedar aptos para el concierto siguiente. Pero tanta actitud low-fi de los músicos se contrapone con la euforia del público, que canta, aplaude y reverencia al inglés. Y es que basta con mirar cada uno de los rostros para comprender que este comportamiento se debe a que sobre el escenario se está escuchando la banda de sonido de buena parte de sus vidas. Porque en el bar en donde compartieron la primera merienda con la novia adolescente, seguro se escuchaba de fondo la voz de Hodgson, porque probablemente en el comercio en donde armaron ilusionados la lista de regalos de casamiento sonaba en una radio algún tema de Supertramp, y porque mientras contenían las lágrimas al abrochar el delantal de su hijo en el primer día de jardín de infantes, se hicieron las mismas preguntas sobre el devenir de la vida que Roger hizo poesía en “The logical song”.
Del concierto en sí, se puede decir que Roger Hodgosn descarta tomar algún tipo de riesgo y va a lo seguro. No solamente por la elección del repertorio, sino porque los arreglos son casi idénticos a los originales. Tiene a favor que su voz se mantiene intacta, incluso en esos agudos inconfundibles, como en el puente de “Dreamer” o el “Who I am” en el final de “The logical song”. Las lista de hits en interminable: “A soapbox Opera”, “Don’t leave me now” (estupendo Aaron McDonald en el saxo), “Breakfast in America” y “Lord is the mine” (presentada como su favorita del repertorio de Supertramp). Roger conversa largamente con el público entre tema y tema, y va rotando entre el teclado, la guitarra acústica y el piano de cola. Allí en donde se sienta por primera vez para rescatar la bellísima “Lovers in the wind”, de su primer disco solista, “In the eye of the storm”. La gente presa de un hechizo, silba inocente en “Easy does it”, el tema que abría el álbum “Crisis, what crisis?” de 1975. El clima de fogón se interrumpe con “Along come Mary” (de su último trabajo “Open the door”, 2000), y con un estreno, ambas canciones enmarcadas en la mejor tradición del folk británico. Todo se canta, todo se acompaña con palmas, con cada primer acorde, las miradas confluyen y se escuchan los “Uh! Te acordás de este tema?”. Es tanta la historia que no cabe en las dos horas de show, y Roger Hodgson se da el lujo de dejar afuera temas como “Goodbye stranger” o “In jeopardy”. Hacia el final la lejana voz de Churchill arengando a no rendirse jamás, preanuncia “Fool’s overture”, que nos trae al Supertramp más progresivo y el show consigue su pico desde lo musical.
Los bises empezaron con un no tan previsible “Child of vision”, y después todos de pie a aplaudir y cantar con “It’s raining again” y “Give a little bit”. Roger llama a toda la banda a saludar; la emoción perdura arriba y abajo del escenario. Yo me fui como un stupid little dreamer, con una sonrisa dibujada en la cara, con la satisfacción que solo pueden producir esas lindas canciones, y salí del Gran Rex, todavía tarareando “Oh It’s raining again, Oh no my love’s at an end” a caminar cuidadoso debajo de los techitos de Corrientes. Porque aunque el cielo lo desmienta, si el bueno de Roger Hodgson dice que llueve, yo por las dudas abro el paraguas.

sábado, 8 de mayo de 2010

Lendi Vexer en Liberarte

La avenida Corrientes en Buenos Aires puede resultar un recorrido placentero, pero se corre el riesgo de toparse con un Ricardo Fort gigante amenzando el buen gusto desde una marquesina. Entonces uno suele sentir la necesidad de huir inmediatamente y esto es algo que me sucedió a mí anoche. Y por suerte, después de esquivar a unas chicas jocosas de mameluco naranja invitando a un ejercicio de improvisación, y huyendo de esa imagen oprobiosa de la marquesina, descendí por una escalera, en cuyo final se abría una puerta, que como si se tratase de un relato fantástico de Bioy Casares, me transportó en tiempo y espacio al Bristol de quince años atrás. Allí, en un pequeño escenario rodeado de unas pocas mesas de madera tocaba Lendi Vexer, la banda argentina que mejor ha encarado el triphop por estas tierras, y aunque tal vez sea injusto con una transportación tan terminante, y pese a la lata de Quilmes al alcance de la mano lo desmienta, consigue hacernos sentir que estamos en otro sitio, bien lejos del ruido ensordecedor del centro porteño.
Lo de Lendi Vexer es delicioso en todo sentido. Construyen canciones melancólicas repletas de detalles sugestivos, en clima de misterio y melancolía, con melodías que desgarran, palabras que resultan desahogos confesionales, y un perfecto ensamble electrónico que los muestra dominadores absolutos del estilo y sus secretos. La voz de Natalie Naveira trasmite y mejora en vivo toda la calidez del estudio, y la presencia de una guitarra como tercer miembro le entrega a las versiones una contundencia que las amplía en su efecto letárgico y emotivo. Diego Guiñazú controla todo desde el bajo, el moog y las programaciones, sosteniendo con precisión los climas con loops hipnóticos y arreglos abundantes en detalles preciosos.
El breve show tiene un recorrido envolvente, que en espiral se va apropiando del espíritu del público y en su encanto lo baña de cada una de las sensaciones que la música pretende transmitir. En el universo de Lendi Vexer la cortesía resulta un exceso, la desilusión un proceso inevitable y la desolación es digna de tributo. Las canciones se suceden en medio de un mágico hilo conductor y la sumisión a su efecto seductor resulta inevitable. Solo por destacar como excusa podría nombrar temas como “Nothing was special”, “Suicidal adage” (en español) y el final con "That fish and the bait", pero todo el show sostiene un clima parejo, sin baches ni descuidos.
Afuera el ruido continúa y el mediático impresentable continúa brillado obseno sobre los letreros iluminados. Más que nunca subir los peldaños que me devuelven a la calle me entrega la sensación de estar saliendo lentamente de un refugio. Sin embargo en el regreso al ruido la música ha construido una especie de coraza que me vuelve inmune a los efectos de la estridencia. Me voy con las melodías y los sonidos guardados como el más secreto de los tesoros, y aunque el regreso a casa coincide con un compañero de viaje cuya interminable conversación por celular supera los límites del absurdo y lo redundante, Lendi Vexer continúa arrullando en mi cabeza y su espíritu intenso ha conseguido conquistar la noche de un Viernes que no prometía más que frío y dejadez.